Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

viernes, 24 de abril de 2009

El iPod

La isla

Giani Stuparich,

Minúscula, Barcelona, 2008.

No he tenido nunca la costumbre de escuchar música con unos auriculares por la calle. No recuerdo haber usado walkman cuando era niño, ni haber entrado cinco minutos tarde en clase en la facultad, pidiendo perdón y apagando el discman. Por supuesto no he tenido nunca un iPod y de hecho creo que mi rechazo se debe a una sensación parecida al miedo, a alguna clase de vértigo que me vence ante tanto aislamiento entre la gente.
No le ocurre lo mismo al amigo mallorquín que visité hace unos días. Cuando le conocí siendo niños, hace años, llevaba siempre unos cascos enormes de esos antiguos que tenían la almohadilla de espuma naranja. Me parecía muy peligroso que los llevara incluso cuando pedaleaba a toda leche entre el club de tenis y su casa del paseo Mallorca, pero no dejó de hacerlo nunca. Años más tarde, compartir una habitación con él significaba dormirse oyendo el zumbido grimoso que hacían los CDs al girar en su discman. Durante un tiempo usó su teléfono y ahora es un fanático del iPod.

Si vas a salir a dar un paseo, me dijo, llévatelo y pruébalo. Volverás nuevo.

Y así lo hice. Programé una lista aleatoria de canciones– modo shuffle – pero decidí elegir la que sonaría en primer lugar. Bajé las escaleras hasta el portal y di un único paso hacia la calle San Magí. Pulsé el botón del play y a todo volumen arrancó Leyenda del tiempo de Camarón. Me dirigí hacia el centro. Hacía sol.

No fui consciente del grado de aislamiento que producía la música hasta que no entré al mercado de Santa Catalina por la esquina del Eroski. Tenía como único cometido reservar paella en Can Joan Frau, un bar de mercado que es todo un símbolo en el barrio. Cuando me quité los cascos y el murmullo mañanero del mercado se abalanzó sobre mí sentí un subidón de adrenalina que me dejó nervioso y aturdido. Le pedí a Pere el arroz con cara de susto, me disculpé e inmediatamente volví a la música para calmarme. Con los cascos puestos el silencio entra por los ojos.

Crucé el mercado entre las fruterías, fijándome, con envidia descarada, en el color rojo de los tomates; luego las tiendas de flores, las carnicerías, el otro bar y, un poco más allá, finalmente la puerta. Recuperé la luz mientras sonaba Al respirar de Vetusta Morla. Afuera, ni una nube en el horizonte.

Bordeé el parque de Sa Faxina fascinado por la luz. Es algo que echo de menos sólo cuando la recupero. Se lo había dicho a Carlos en el aeropuerto: Te parecerá un tópico, pero echaba de menos este aire, esta luz”. Me acordé de La isla, la novela de Stuparich que había terminado de leer en el último avión. La había conocido por Vila-Matas en el periódico y la había leído durante una semana ajetreada, en varios vuelos, a trozos, con la sensación de que no le estaba prestando la debida atención. Pero la novela, una historia de un hijo y un padre con los días contados en búsqueda de tiempos pasados en su isla del adriático friulano, es ante todo evocadora. Luminosa. Al parecer Stuparich era el único de una generación de escritores triestinos que sobrevivió a la gran guerra, y el único de ellos que quiso transmitir luz. El único representante de la triestinidad blanca. Igualmente luminosa y blanca es la novela: una terrible historia de miedo y confianza que, sin embargo, provoca una brisa suave de resignación positiva.

Decidí bajar por Jaime III en lugar de atravesar el casco viejo hacia el Borne. Quería aprovechar el sol por calles más anchas, metido en mi burbuja musical en la que hacía aparición, como un mal augurio, Corcovado. Se puso a llover de repente, con esas gotas gordas del verano. Aceleré el paso y entre la música y las prisas pensé que se me salía el corazón. La música se detuvo cuando alcancé los soportales. Descansé un rato esperando que amainara y me quedé mirando a una pareja de ancianos que se peleaban con el paraguas, quejándose de la torpeza de su edad.

También me acordé de Miguel, que había llamado para decir que no podría venir al aperitivo. Este fin de semana le tocaba a él quedarse con su padre.

Solían salir a dar un paseo en esa antigua zodiac lenta y ruidosa, su padre sentado en la goma, a la izquierda de Miguel que era quien timoneaba. Era un paseo apacible, tranquilo y silencioso. Pero hacía tiempo que había perdido la alegría de cuando ponían la radio. Miguel lo vivía preguntándose casi siempre en qué estaría pensando su padre y por qué él no era ya capaz de preguntárselo sin ese tono de lástima. El desgaste y la pena habían quebrado la confianza. No era posible volver a aquellos tiempos en los que su padre llevaba el timón, mostraba a Miguel los más mínimos detalles del paisaje y medía con precisión y rigor los tiempos de los baños. Le hubiera gustado volver atrás, pero ahora era él quien debía llevar la barca.

Si no ocurre nada extraño, a todos nos llega el momento en que ya no encontramos sosiego en los padres, sino que nos sentimos obligados a dárselo. Cuando los roles se invierten, sólo lograríamos deshacer el cambio descargándonos completamente de nuestro sentido de la responsabilidad, volver a ser libres y temerarios como un adolescente. Pero intentarlo con un padre enfermo es frustrante y doloroso porque es imposible. Imposible volver a disfrutar de la zodiac, imposible volver a la isla.

La lluvia y la melancolía que me dejó el recuerdo de La isla; la historia que Miguel vive ahora y que me recuerda a otras ya pasadas; todas las sensaciones de inquietud sobre el futuro me empujaron a dar la vuelta desde el Borne por la Lonja, llegar a la plaza de Tarazanas y subir la calle San Pere hacia el barrio. Le di al stop y busqué las canciones de Nacho Vegas. Decidí tomar los mandos de mi vida. Perdón, de mi música.

Hace poco una amiga lamentaba haber perdido los cascos de su radio. Mientras salíamos del portal me decía qué rabia, hubiera preferido llegar al centro metida yo sola en mi burbuja. Pensando en mis cosas, pensando en mí. Olvidándome de ti y de todos, escuchando a Macaco. Si yo hubiera probado el iPod antes, si aquel día hubiera hecho un día de sol mediterráneo en Madrid o si yo hubiera tenido en la cabeza la evocación que me producen los recuerdos de La isla, la habría entendido mucho mejor.

Llegué de vuelta al mercado por la calle Fábrica y al entrar en él por la esquina contraria a la de la meca del frito, el pica-pica, las albóndigas y la paella de los sábados, empezaba a sonar Ai Dolors de Manel. Es una propuesta alegre, una invitación a un último baile festivo, nada solemne, sencillamente un baile que nos recuerde que a veces debemos pensar que qué más da. Que aunque se vaya, la vida sigue.

Al fondo, diviso a mis amigos. Es hora de salir de la burbuja. Es hora de volver a la vida que sigue y mete ruido.

4 comentarios:

  1. Precisamente el viernes cenamos en la calle Fábrica y después nos fuimos de copas: Lisboa, Soho, etc.
    La única vez en mi vida que me dio por escuchar música en cascos fue en Canarias, supongo que necesitaba aislarme aún más.
    Hoy comí en Sineu, luce el sol y me encantaría pasear por la Gran Vía escuchando a Damien Rice.
    Saludos.

    ResponderEliminar
  2. No sabía que «La Isla» fuera una novela.
    De Trieste era también el escritor Italo Svevo. Todo lo que sea de fuera de la península (la ibérica) da miedo.
    ¿Dónde te metiste el sábado? No te vimos por la noche por ahí.

    ResponderEliminar
  3. Javier, Santa Catalina es un gran barrio. Para todo. Para comer, cenar, tomar copas y bailar.

    Quizás en alguna de mis visitas coincidamos por alguno de los sitios que mencionas. Iré sin cascos. Tras mi experiencia con el iPod creo que sólo hay que usarlos en casos de necesidad.

    Suscribo lo de D.Rice.
    Saludos.

    ResponderEliminar
  4. Nacho, el sábado te estuve buscando... pero creo que te habías escondido en una isla.

    ResponderEliminar