Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

miércoles, 27 de mayo de 2009

La duda o la vida

Martin Eden

Jack London,

Akal, Madrid, 1986.

– Últimamente te he estado leyendo y me gusta lo que escribes. Creo que deberías abrirte un poco más, ser más sincero. Y también más breve. Pero me gusta.

– ¿A qué viene esto ahora? ¿Tienes ganas de burlarte?

– ¡No!... Si te he dicho que me gusta. – Le divirtió que me irritara a la primera.

– Está bien. ¿Qué quieres decirme?

– Que es un puto fraude.

– Me figuraba que dirías algo así. Veo que te han vuelto a sentar estupendamente los gin-tonics. – Eructó inmediatamente después de que yo terminara la frase. Se rió, esta vez descaradamente.

– Si no fueses tan vago y tan educado te parecerías al gilipollas de Martin Eden. Al muy bruto más le valía haberse quedado donde estaba, con los marineros, en lugar de escupir hacia arriba y perder la cabeza por una musa salida de una estampita. Y a continuación ponerse a escribir como un condenado en una pocilga, sólo por ella, sólo para conquistarla. Pero tú no, tú eres un vago y, además, eres un señorito.

– ¿Y? – Interrumpí pero no me hizo caso, porque ya estaba pensando en la siguiente bravata, abstraído, hasta que le hice un gesto interrogativo con los hombros al que reaccionó devolviéndome la atención de forma exagerada. Debía haberle dejado en paz, que se perdiera a solas en sus pensamientos.

– Digo que Martin Eden era un gilipollas porque a la vista está que de nada le sirvió. Un fracaso total. Por lo menos parece que él si se atrevió a escribir acorde a lo que pensaba. Pero tú no. Tú eres muy educadito y cortés. Además de vago eres un fraude. ¿Te lo había dicho ya? – el ataque estaba lanzado.

– Pero qué pretendes, ¿que me dedique abiertamente a expresar sin tapujos ni coartadas lo que sinceramente pienso de la vida? ¿Quieres que me sincere públicamente?

– Déjate de palabras de quejica. Por cierto, se te da muy bien escribir en plan quejica, debe ser por lo vago que eres. También se te ve bien en el papel del enamorado, lo que dices resulta convincente. Seguro que ligas un montón.

– No nos desviemos a nuestro tema favorito. ¿Podemos, aunque sea sólo una vez, evitalrlo? – me había obligado a subirme a su carro y ahora no podía dejar que se fuera sin más. Debía escucharme.

– Lo que tú digas. Discúlpame.

– Me pareció entender que me decías que yo era un fraude por ocultarme. Tú pretendes que me destape y comunique mi visión sarcástica de la vida, que escriba con ella presente, que intente transmitirla. Pretendes que con ella el resultado será más interesante y convincente.

– ¡No! ¡Yo no he dicho eso en absoluto! No esperes que reclamando que disfrutas de tu soledad, de tu individualismo, confesando que te regocijas en tu íntima crueldad, en tu burla elitista, vayas a resultar más interesante. – Ya estábamos donde él quería – O quizás, como hace el pobre Martin, como debió hacer su alter ego Jack, eres de los que confían en encontrar el ambiente propicio para expresarte libremente, desarrollar tu visión del mundo y comunicarla. Martin estaba borracho de belleza a causa del enamoramiento y luego generalizó su embobamiento a un concepto tan frágil como la belleza. ¿Pero tú? ¿Qué les vas a dar? ¿Qué hay en ti que los demás quieran ver? ¿Las sonrisas negras de bilis?

– Quizás tengas razón y la visión a la que te refieres en mi caso sea tan poco agradable, tan cruel y perezosa que sólo me permite gozar con las pocas personas con las que he aprendido a sacarle el culo a la vida. De modo que mis pensamiento sólo pueden ser de interés para mis cómplices, y te tengo por uno de ellos, que se pasan la vida mofándose de ella, riéndose de su estupidez, gozándola en su íntimo freakismo.

- Y no olvides la biología. – Dijo en tono conciliador, ahora que ya se sentía trinfante.

- No, no me olvido. También soy un cerdo. – Se notó que estaba dolido y a mí ya me apetecía cambiar de tema y hablar de tías.

- Eres un cerdo pero no me refería a eso y lo sabes. No puedes escapar de ella… como yo que me estoy meando. En cualquier caso tú no te preocupes; tú sigue escribiendo así. ¿Ya te he dicho que me gusta? Mira, a ti te han educado muy bien, siempre eres muy cortés, aunque te estés burlando. Sigue así, siempre serás un fraude escribiendo, pero acabarás gustando.

- Y más humilde que tú. – Le corté para acabar con la maldita conversación. – Es cierto que no sabré escribir como pienso. Ni en las noches más rabiosas, en aquellas que te echan con un portazo en la cara, en las que te vence la mala suerte o en las que un bruto ignorante te humilla en cualquier bar. Ni siquiera en noches como esta encuentro el valor suficiente para renunciar, de una vez por todas, a la duda. A la duda que sostiene la vida y que… ¡qué coño!, la justifica.

–¡La duda o la vida!, ¡Ja,ja..! ¡pum!¡pum! – hizo un gesto de vaquero del oeste, simulando disparar con un enorme revólver en cada mano, riéndose con esa cara de bufón sabelotodo. Enfundó las armas, levantó las cejas y giró sobre sí mismo. Se fue a mear, cruzando las puertas batientes hacia el baño que está al lado de la mesa de billar.

domingo, 17 de mayo de 2009

Quiero descansar II

La extracción de la piedra de la locura. Otros poemas.

Alejandra Pizarnik,

Visor, Madrid, 2007.

Creo que la melancolía es, en suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto […] Pero por un instante – sea por una música salvaje, alguna droga, o el acto sexual en su máxima violencia –, el ritmo lentísimo del melancólico no sólo llega a acordarse con el del mundo externo, sino que lo sobrepasa con una desmesura indeciblemente dichosa; el yo vibra animado por energías delirantes.

Hoy, como ayer, podría volver a ponerme la gorra de chulapo, repetir el paseo por la pradera, la merienda a base de cañas y gallinejas. Más tarde volvería a brincar al son de alguna música endiablada en las Vistillas y seguramente conseguiría moldear mi estado de ánimo con el uso de las sustancias habituales, esas que en dosis adecuadas hacen perder entereza a mis palabras y me alegran la vida falseándola. Podría haberlo repetido hoy, pero, como de costumbre, necesito descansar.

He decidido recluirme en el limbo de mi habitación e ignorar las visitas inesperadas, las llamadas de las chicas, los planes de los amigos y el sol de verano que pide a gritos una forma más saludable de soledad. Lo he ignorado todo para quedarme tumbado en el sofá con la prensa del día, la programación deportiva, los trucos habituales para dormir y el libro de Pizarnik.

Desde hace una semana ha empezado a hacer calor, así que he necesitado abrir ligeramente la ventana. Con un poco de suerte he conseguido que una brisa suave y constante rozara mi pelo alborotado y acompañara la letanía del peloteo tenístico y la nana suave de los motores de las Hondas, las Yamahas y Ducatis hasta accionar esa habilidad mía para dormirme precisamente en los momentos más emocionantes de la competición.

Tenía los ingredientes para disfrutar de una tarde de tranquilidad inalterada. Aunque también estaba el libro. Le ví cómo esperaba callado en su papel de incómodo intruso, de elemento discordante que amenaza la vocación de banalidad del día. No me atreví a echarlo, pero le rogué que respetara mi descanso.

Alguien mide sollozando
la extensión del alba.
Alguien apuñala la almohada
en busca de su imposible
lugar de reposo.

Parece que ha sido culpa del neumático delantero. El líder del mundial se ha deslizado en plena curva a dos vueltas de la meta. Ha tenido la mala suerte de arrastrar al piloto local, le ha destrozado la carrera y ha interrumpido mi primera siesta. El público le está increpando mientras me incorporo y en la tele parece que discrepan. Cojo el periódico. Leo y fumo mientras me libero del aturdimiento y busco la postura más cómoda.

Me detengo en la necrológica de Carlos Castilla del Pino. Recuperan unas declaraciones suyas en las que comenta que la muerte de su padre fue una liberación y la de sus hijos una fatalidad de la que no podía sentirse culpable: "Para mí la muerte de mi padre fue en un sentido una liberación. Cuando lo dije mucha gente se escandalizó. Pero lo fue realmente. Me liberé de un conflicto. [...] Mis hijos y yo fuimos convirtiéndonos en extraños y llegó un momento en que hablar sólo lo empeoraba todo […] Mi salvación fue el trabajo".

Este hombre ha debido ser mal padre, me digo. Me recuerda a esos señores de talento y fina cultura que son víctimas de la clase de egoísmo más incontenible: la del tiempo, la de la avidez de soledad.

Paso desnuda con un cirio en la mano, castillo frío, jardín de las delicias. La soledad no es estar parada en el muelle, a la madrugada, mirando el agua con avidez. La soledad es no poder decirla por no poder circundarla por no poder darle un rostro por no poder hacerla sinónimo de un paisaje. La soledad sería esta melodía rota de mis frases.

Me he dejado llevar y he abierto el libro, en un acto casi inconsciente que me ha empujado a leer alguno de los poemas ya señalados. Pero no es el momento, no toca. No he dormido suficiente y además hoy es un día para otras cosas. Cambio de lado, me olvido de preguntarme por qué marcaría yo este poema hace dos años, y me centro en las motos, a punto de acabar.

Me despierto cuando el mejor tenista del mundo ha perdido el primer set. Más jaleo en el público, esta vez más elegante y distinguido. Los comentaristas mantienen la calma, pero hay algo en su tono que resulta resignado. Debe ser el forofo que llevan dentro, su otra voz, la que reprimen tímidamente.

El lío de la cancha de tenis me lleva a pensar en las voces de Pizarnik, las apasionadas voces a las que ella decía estar entregada, las que a su vez ella no podía liberar y las que Beckett – también en el periódico - llamaba recuerdos intrauterinos: sentirse atrapado, estar preso, ser incapaz de escapar, llorar porque le dejaran salir pero sin que nadie pudiera oírte, sin que hubiera nadie escuchándole.

Observo el periódico abierto en la mesa, aún en la página con la foto de C.Castilla del Pino. Quizás realmente fuera un incansable trabajador, un hombre necesitado de tiempo para enfrentarse a solas con sus demonios, sus dudas. También le imagino como un impostor, como un mujeriego decadente o como un padre impotente, asustado y huidizo que necesita escapar de todas las personas que le prometen que le van a querer y que luego añaden la amenaza de que será para siempre.

Siempre es una palabra que me agota y además empieza el fútbol. Pasa en la calle un coche y suena a todo volumen una canción de Maná que ambienta el barrio, tan silencioso, tan tranquilo. Pero inmediatamente una moto tapa el lamento mejicano de la canción con el estruendo de su tubo de escape. Pienso en volver al sueño y cierro la ventana, el libro y los ojos. Quiero descansar.

Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay.


sábado, 9 de mayo de 2009

Parálisis permanente

Los hijos de la viuda

Paula Fox,

El Aleph, Barcelona, 2008.

- ¿Cómo ha sido el trabajo común con R? ¿Tenéis algún futuro proyecto conjunto previsto? ¿No es demasiado inteligente esta señora? ¿Puede un hombre mantener con R. "la distancia adecuada"?

- Yo no he sabido hacerlo. Demasiado inteligente, sí... Y otras muchas cosas. Sí es posible que hagamos algo más juntos, aunque ahora estamos ambos ocupados con nuestras vidas. Nunca se sabe.

Acudimos como perros ante la llamada de sus amos; nos aventuramos impotentes en el territorio hostil y allí, paralizados, presas del pánico, servimos todo con sonrisa permanente, frustrante y falsa. No somos camareros noveles. Somos las personas.

No nos salvarán las ofrendas, los regalos que entreguemos, las infinitas consideraciones; de nada sirve ese esfuerzo estúpido por extremar la comprensión, por procurar refugios donde eludir toda responsabilidad moral, donde expiar las culpas. Tampoco importan la fugaz alegría, las risas. No son clientes exigentes, son nuestros dueños.

Algunos de nosotros tenemos una capacidad infinita para dejarnos atrapar en las telarañas de personas que son incapaces de amar sin destruirnos. Algunos nos dicen que son redes conocidas, detectables, previsibles y fácilmente eludibles. Pero yo sé que a estas garras acudimos impotentes, no inconscientes. Sabemos que en el mejor de los casos el encuentro sólo nos dejará dolor y nos consolamos con la ilusión de que será la última vez. Pero, impotentes, nos sabemos incapaces de evitarlo. Sólo la huida, el atajo más corto entre la exposición cruel y el rincón protector del hogar, de la soledad, nos consigue librar de esa sensación de estupidez incontrolable que es la debilidad. La huida es como una ducha fresca de verano. Esa que te quita todo el salitre de la playa y te devuelve la ligereza pero te deja molido.

Clara, pivote en torno al cual orbita la reflexión – si semejante cosa es posible – de esta estupenda novela de Paula Fox, piensa que los que sufrimos esta clase de parálisis permanente somos víctimas de la introspección. Nos coacciona, dice. El dueño y verdugo de Clara es Laura, su madre. Ella es el epicentro del terremoto que desencadena esta historia newyorkina de personajes que recuerdan a los retratados por el Capote más cínico. Podría haberla conocido en una biblioteca. Yo, oculto tras un tomo enorme, sentado, perdiendo el tiempo observando a los demás. Ella guapísima con el pelo recogido, la bufanda y los guantes rojos, los zapatos de siempre.

Tiene aspecto de chica de paso, siempre ligera de equipaje, como si todo su mundo cupiera en la mochila vieja que delata su decisión de estar siempre lista para desaparecer, para cambiar de lugar, confiada en que la oportunidad de escapar de su verdugo brotará en cualquier esquina. Sin embargo Clara necesita algo más para abandonarla, para repetir lo que ella le hizo cuando decidió dejarla en manos de su abuela Alma, el personaje que da inicio y final a una tribu de tres generaciones crecidas bajo el manto de un matriarcado agotado, decadente y doloroso.

Podría haber conocido a Clara en una biblioteca. Ella, entre los estantes de los libros de arte – esos que nos incitan a pensar que la libertad sólo tiene ese nombre – empeñada en no poseer ningún libro sino sólo en hojearlos; yo, invitándola a compartir frío y cigarrillos en la entrada, pensando que quizás un día me acepte un regalo que me entregue para siempre.

Hace algunos meses presentía que la canción de Nacho Vegas que orbitaba en mi cabeza era una señal fácil de descifrar. A pesar de todo la ignoré por mis cojones. Hoy él se me aparece otra vez, contestando a una pregunta en el periódico, derrotado y avergonzado. Leo su respuesta y siento esa resignación característica de quienes sabemos que, por mil batallas que ganemos, volveremos a las garras de aquellos que nos hurtan las noches.