Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

domingo, 17 de mayo de 2009

Quiero descansar II

La extracción de la piedra de la locura. Otros poemas.

Alejandra Pizarnik,

Visor, Madrid, 2007.

Creo que la melancolía es, en suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto […] Pero por un instante – sea por una música salvaje, alguna droga, o el acto sexual en su máxima violencia –, el ritmo lentísimo del melancólico no sólo llega a acordarse con el del mundo externo, sino que lo sobrepasa con una desmesura indeciblemente dichosa; el yo vibra animado por energías delirantes.

Hoy, como ayer, podría volver a ponerme la gorra de chulapo, repetir el paseo por la pradera, la merienda a base de cañas y gallinejas. Más tarde volvería a brincar al son de alguna música endiablada en las Vistillas y seguramente conseguiría moldear mi estado de ánimo con el uso de las sustancias habituales, esas que en dosis adecuadas hacen perder entereza a mis palabras y me alegran la vida falseándola. Podría haberlo repetido hoy, pero, como de costumbre, necesito descansar.

He decidido recluirme en el limbo de mi habitación e ignorar las visitas inesperadas, las llamadas de las chicas, los planes de los amigos y el sol de verano que pide a gritos una forma más saludable de soledad. Lo he ignorado todo para quedarme tumbado en el sofá con la prensa del día, la programación deportiva, los trucos habituales para dormir y el libro de Pizarnik.

Desde hace una semana ha empezado a hacer calor, así que he necesitado abrir ligeramente la ventana. Con un poco de suerte he conseguido que una brisa suave y constante rozara mi pelo alborotado y acompañara la letanía del peloteo tenístico y la nana suave de los motores de las Hondas, las Yamahas y Ducatis hasta accionar esa habilidad mía para dormirme precisamente en los momentos más emocionantes de la competición.

Tenía los ingredientes para disfrutar de una tarde de tranquilidad inalterada. Aunque también estaba el libro. Le ví cómo esperaba callado en su papel de incómodo intruso, de elemento discordante que amenaza la vocación de banalidad del día. No me atreví a echarlo, pero le rogué que respetara mi descanso.

Alguien mide sollozando
la extensión del alba.
Alguien apuñala la almohada
en busca de su imposible
lugar de reposo.

Parece que ha sido culpa del neumático delantero. El líder del mundial se ha deslizado en plena curva a dos vueltas de la meta. Ha tenido la mala suerte de arrastrar al piloto local, le ha destrozado la carrera y ha interrumpido mi primera siesta. El público le está increpando mientras me incorporo y en la tele parece que discrepan. Cojo el periódico. Leo y fumo mientras me libero del aturdimiento y busco la postura más cómoda.

Me detengo en la necrológica de Carlos Castilla del Pino. Recuperan unas declaraciones suyas en las que comenta que la muerte de su padre fue una liberación y la de sus hijos una fatalidad de la que no podía sentirse culpable: "Para mí la muerte de mi padre fue en un sentido una liberación. Cuando lo dije mucha gente se escandalizó. Pero lo fue realmente. Me liberé de un conflicto. [...] Mis hijos y yo fuimos convirtiéndonos en extraños y llegó un momento en que hablar sólo lo empeoraba todo […] Mi salvación fue el trabajo".

Este hombre ha debido ser mal padre, me digo. Me recuerda a esos señores de talento y fina cultura que son víctimas de la clase de egoísmo más incontenible: la del tiempo, la de la avidez de soledad.

Paso desnuda con un cirio en la mano, castillo frío, jardín de las delicias. La soledad no es estar parada en el muelle, a la madrugada, mirando el agua con avidez. La soledad es no poder decirla por no poder circundarla por no poder darle un rostro por no poder hacerla sinónimo de un paisaje. La soledad sería esta melodía rota de mis frases.

Me he dejado llevar y he abierto el libro, en un acto casi inconsciente que me ha empujado a leer alguno de los poemas ya señalados. Pero no es el momento, no toca. No he dormido suficiente y además hoy es un día para otras cosas. Cambio de lado, me olvido de preguntarme por qué marcaría yo este poema hace dos años, y me centro en las motos, a punto de acabar.

Me despierto cuando el mejor tenista del mundo ha perdido el primer set. Más jaleo en el público, esta vez más elegante y distinguido. Los comentaristas mantienen la calma, pero hay algo en su tono que resulta resignado. Debe ser el forofo que llevan dentro, su otra voz, la que reprimen tímidamente.

El lío de la cancha de tenis me lleva a pensar en las voces de Pizarnik, las apasionadas voces a las que ella decía estar entregada, las que a su vez ella no podía liberar y las que Beckett – también en el periódico - llamaba recuerdos intrauterinos: sentirse atrapado, estar preso, ser incapaz de escapar, llorar porque le dejaran salir pero sin que nadie pudiera oírte, sin que hubiera nadie escuchándole.

Observo el periódico abierto en la mesa, aún en la página con la foto de C.Castilla del Pino. Quizás realmente fuera un incansable trabajador, un hombre necesitado de tiempo para enfrentarse a solas con sus demonios, sus dudas. También le imagino como un impostor, como un mujeriego decadente o como un padre impotente, asustado y huidizo que necesita escapar de todas las personas que le prometen que le van a querer y que luego añaden la amenaza de que será para siempre.

Siempre es una palabra que me agota y además empieza el fútbol. Pasa en la calle un coche y suena a todo volumen una canción de Maná que ambienta el barrio, tan silencioso, tan tranquilo. Pero inmediatamente una moto tapa el lamento mejicano de la canción con el estruendo de su tubo de escape. Pienso en volver al sueño y cierro la ventana, el libro y los ojos. Quiero descansar.

Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay.


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