Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

sábado, 9 de mayo de 2009

Parálisis permanente

Los hijos de la viuda

Paula Fox,

El Aleph, Barcelona, 2008.

- ¿Cómo ha sido el trabajo común con R? ¿Tenéis algún futuro proyecto conjunto previsto? ¿No es demasiado inteligente esta señora? ¿Puede un hombre mantener con R. "la distancia adecuada"?

- Yo no he sabido hacerlo. Demasiado inteligente, sí... Y otras muchas cosas. Sí es posible que hagamos algo más juntos, aunque ahora estamos ambos ocupados con nuestras vidas. Nunca se sabe.

Acudimos como perros ante la llamada de sus amos; nos aventuramos impotentes en el territorio hostil y allí, paralizados, presas del pánico, servimos todo con sonrisa permanente, frustrante y falsa. No somos camareros noveles. Somos las personas.

No nos salvarán las ofrendas, los regalos que entreguemos, las infinitas consideraciones; de nada sirve ese esfuerzo estúpido por extremar la comprensión, por procurar refugios donde eludir toda responsabilidad moral, donde expiar las culpas. Tampoco importan la fugaz alegría, las risas. No son clientes exigentes, son nuestros dueños.

Algunos de nosotros tenemos una capacidad infinita para dejarnos atrapar en las telarañas de personas que son incapaces de amar sin destruirnos. Algunos nos dicen que son redes conocidas, detectables, previsibles y fácilmente eludibles. Pero yo sé que a estas garras acudimos impotentes, no inconscientes. Sabemos que en el mejor de los casos el encuentro sólo nos dejará dolor y nos consolamos con la ilusión de que será la última vez. Pero, impotentes, nos sabemos incapaces de evitarlo. Sólo la huida, el atajo más corto entre la exposición cruel y el rincón protector del hogar, de la soledad, nos consigue librar de esa sensación de estupidez incontrolable que es la debilidad. La huida es como una ducha fresca de verano. Esa que te quita todo el salitre de la playa y te devuelve la ligereza pero te deja molido.

Clara, pivote en torno al cual orbita la reflexión – si semejante cosa es posible – de esta estupenda novela de Paula Fox, piensa que los que sufrimos esta clase de parálisis permanente somos víctimas de la introspección. Nos coacciona, dice. El dueño y verdugo de Clara es Laura, su madre. Ella es el epicentro del terremoto que desencadena esta historia newyorkina de personajes que recuerdan a los retratados por el Capote más cínico. Podría haberla conocido en una biblioteca. Yo, oculto tras un tomo enorme, sentado, perdiendo el tiempo observando a los demás. Ella guapísima con el pelo recogido, la bufanda y los guantes rojos, los zapatos de siempre.

Tiene aspecto de chica de paso, siempre ligera de equipaje, como si todo su mundo cupiera en la mochila vieja que delata su decisión de estar siempre lista para desaparecer, para cambiar de lugar, confiada en que la oportunidad de escapar de su verdugo brotará en cualquier esquina. Sin embargo Clara necesita algo más para abandonarla, para repetir lo que ella le hizo cuando decidió dejarla en manos de su abuela Alma, el personaje que da inicio y final a una tribu de tres generaciones crecidas bajo el manto de un matriarcado agotado, decadente y doloroso.

Podría haber conocido a Clara en una biblioteca. Ella, entre los estantes de los libros de arte – esos que nos incitan a pensar que la libertad sólo tiene ese nombre – empeñada en no poseer ningún libro sino sólo en hojearlos; yo, invitándola a compartir frío y cigarrillos en la entrada, pensando que quizás un día me acepte un regalo que me entregue para siempre.

Hace algunos meses presentía que la canción de Nacho Vegas que orbitaba en mi cabeza era una señal fácil de descifrar. A pesar de todo la ignoré por mis cojones. Hoy él se me aparece otra vez, contestando a una pregunta en el periódico, derrotado y avergonzado. Leo su respuesta y siento esa resignación característica de quienes sabemos que, por mil batallas que ganemos, volveremos a las garras de aquellos que nos hurtan las noches.

No hay comentarios:

Publicar un comentario