Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

viernes, 28 de noviembre de 2008

Una amenaza silenciosa

En el castillo de Argol

Julien Gracq,

Siruela, Madrid, 2003.

Probablemente tenía que haberlo hecho antes, pero tan sólo hace unas semanas visité a mi hermano en Santander. Siempre hemos tenido vidas asíncronas, así que durante muchos años nos hemos conocido solamente de lejos. Nos ha costado un tiempo llegar a tenernos respeto sincero, aunque amor lo ha habido siempre. Sin embargo, desde hace algún tiempo, de forma completamente inconsciente, siento que nos vamos gustando.

Las expectativas eran muy buenas. Teníamos la suerte de haber hecho coincidir mi visita con el partido del Sporting y así poder tener la oportunidad de chillar e insultar juntos en el campo. Fumar, beber y gritar juntos son estados de ánimo que me capacitan para comulgar con mis amigos, y probablemente sean los más sublimes que tengo para sentirme unido a ellos.

Afortunadamente para todos, y a pesar de la alegría que mantuve durante toda la visita, disfruté de alguna oportunidad para estar solo. No consigo identificar la razón concreta, pero en los momentos más alegres necesito siempre encontrar un hueco a través del cual ventilar diariamente la guarida de mis obsesiones. Si no encuentro este hueco, exclusivamente mío, me ahogo. Al respirar, si no respiro suelo ahogarme, dicen los Vetusta Morla en una canción.

Como tenía curiosidad por conocerla, me acerqué a la librería Estudio pocos minutos antes de la hora del cierre, sin tiempo para entenderla y menos aún para buscar libros escondidos en sus estantes. Pero las neurosis son fieles y silenciosas perseguidoras y, al final, de un modo u otro, siempre aparecen. Me sentí incapaz de marchar de aquel lugar sin unos libros recién comprados y acabé decidiéndome por los poemas de Sylvia Plath y En el castillo de Argol. Este último lo escogí a toda prisa, casi exclusivamente para joder al dependiente de la librería que anunciaba, una y otra vez, que ya era la hora.

Sabía muy poco de Gracq, pero recordaba haber hojeado un reportaje publicado poco después de su muerte en diciembre de 2007. La curiosidad que me había dejado y la incontinencia de mis impulsos, hicieron que al siguiente hueco que encontré me hundiera de cabeza en la lectura de esta extraña novela.

Los inquietantes avisos de Graq ya desde el prólogo – precisamente titulado Aviso al lector - habían secuestrado, no sin cierto acojone por mi parte, toda mi atención:

“En cuanto a las máquinas de guerra que en este relato se emplean aquí y allá, ya que están destinadas a mover los resortes siempre trabajosamente manejables del terror, se ha puesto un esmero particular en que no fuesen y, sobre todo, no pareciesen inéditas, y pudiesen por consiguiente desempeñar, desde lo más lejos posible, el papel de señal de aviso”.

En el castillo de Argol, es una novela gótica y propia del romanticismo alemán, tal y como se dice en la contraportada. Cuenta los inquietantes sucesos que ocurren en la visita que la belleza, Heide, y la amenaza, Herminien, hacen a un viejo amigo de éste, Albert, retirado a vivir en un castillo sumergido en un bosque de la costa. Desde los primeros párrafos aparecen en mi memoria imágenes y sensaciones ya leídas; pocas páginas después me doy cuenta de que estoy pensando en En los acantilados de mármol de Jünger.

Como en la novela del alemán, la historia gira entorno a una fortaleza – una frágil fortaleza interior – situada en un escenario idílico en el que la Naturaleza exhibe todas sus dotes de seducción, todas sus argucias de mantis religiosa. La fortaleza está amenazada por un enemigo invisible, inquietante y confusamente definido. Un enemigo tan amenazante como últimamente me resulta la extendida exaltación de lo rural, ese reclamo de una vuelta a una pureza y sencillez un poco primitiva, un reclamo que oculta algo muy animal y peligroso, algo que palpita nervioso bajo la primera capa de nuestra piel. Así en el Argol de Gracq como en la Marina de Jünger; así en el cielo como en la tierra.

Ya he dicho que yo sabía poco de Gracq, así que no debía precipitarme. Podía haber buscado en wikipedia, pero preferí acudir a los papeles. El reportaje que recordaba era reciente y debía estar entre los recortes que aún guardo en la superficie: a la vista doblados en el primer estante, o todavía arropados entre periódicos arrugados sobre una silla. Al menos no sería necesario bucear en los cajones.

Finalmente encontré un artículo de Juan Pedro Quiñonero sobre Gracq en el ABCD en el que no tardaba más de un párrafo en mencionar a Jünger. ¡Bingo! Necesitaba más y acudí a la enciclopedia. ¡Agua! Sólo una lista de libros publicados. De vuelta a la red descubrí que Gracq había participado en la segunda guerra mundial, de modo que seguramente vivió a la vez que Jünger la experiencia del asedio de París. Vidas síncronas, aunque desde bandos enfrentados a la rivera del Sena.

Quizás fuera esta experiencia la que llevara a Gracq y Jünger a escribir dos historias parecidas que vieron la luz prácticamente el mismo año (1938 y 1939, respectivamente) y que cuentan cómo la idílica representación del paraíso esconde de forma implícita una amenaza brutal. Pero si importantes me parecen las similitudes, también lo son las diferencias. En Argol la amenaza es interna, esta dentro de Albert, la lleva él consigo. En la Marina la amenaza es ajena, es el Gran guardabosques quien la blande. Mientras en el bosque de Argol la muerte es casi imperceptible, en la Marina ésta se anuncia en rituales al ritmo de tambores. Me he puesto muy nervioso al darme cuenta de que la novela de Julián Gracq es una novela silenciosa en la que salvo algunos ruidos provocados por las corrientes de aire, los sonidos del bosque o del mar, todo está en silencio. No es así en la de Jünger, una novela con ruido explícito, en la que los personajes, al menos, dialogan.

Una diferencia análoga distancia a Jünger de Gracq. Mientras Jünger era mundialmente conocido y famoso, Gracq había decidido retirarse a su pueblo de siempre para mantener un silencio prácticamente absoluto, sólo roto a través de sus obras. Practicó el aislamiento militante, renunciando a premios de postín, exiliándose en el planeta de los escritores desaparecidos.

Para mí una novela silenciosa es una maquina de terror. El silencio de una novela me deja desnudo y sólo ante mi representación del mundo, como en una pelea silenciosa o un partido de fútbol a puerta cerrada. Cuando descubrí que su autor fue un escritor silencioso, me quedé con mal cuerpo, me replanteé mi visita: a pesar de haber venido dispuesto a desgañitarme animando al Sporting con mi hermano, me encontré a ratos solo y asustado, hundido - a causa de las prisas del dependiente aquel - en una novela silenciosa.

Debería haberlo pensarlo mucho mejor, y me doy por avisado: así como la derrota del Sporting no me arrancó la alegría de la temporada; al igual que tanto tiempo de distancia no quemó los puentes con mi hermano, nada podrá evitar que me ahogue en el próximo lago; nada puede garantizarme que la chica que ahora me llama con fascinante sonrisa deje de hacerlo ya mañana. Todo en el más profundo silencio, sin hacer el menor ruido.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Vengo de parte de Ray

El puente que cruza la luna

Tess Gallagher,

Bartleby Editores, Madrid, 2006.

Ya confesé aquí en una ocasión mi dificultad para conectar con la las historias escritas por mujeres. En otra no dudé en mostrar mi incomodidad ante una declaración de amor excesivamente intelectualizada y sentimental para su exposición pública. Ahora me gustaría hablar de este libro, pero me doy miedo, así que mejor hablo de por qué he llegado hasta él.

Tess, Tess, Tess, Tess“. Con esta dedicatoria se abría el último libro de poemas de Raymond Carver. Tiene un título precioso: Un sendero nuevo a la cascada. Un título construido con un símil tan sencillo, rico y explícito de los años que Ray vivió con Tess Gallagher. Ella fue un descubrimiento y una salvación. Le devolvió unos años de vida que Ray tenía perdidos, sin que ni siquiera hubiera podido darse cuenta. Años de creatividad deslumbrante y años de disfrute tranquilo del reconocimiento y el éxito. El final de la vida de Carver fue un sendero que le llevó a un lugar fresco y despejado aunque fuera una cascada y no un apacible lago.

Recuerdo que ese libro me descubrió un Carver contento, satisfecho. Yo había visto a Carver casi siempre inquieto, en tensión, capaz de descubrir el dolor en cualquier rincón de la casa, para luego narrarlo de ese modo tan sutil, silencioso. Carver no era nunca complaciente con la humanidad; la mostraba siempre en el filo de la navaja, tan próxima a nosotros que yo tenía que cerrar los ojos y esperar que ese tren pasara sin arrollarme. Sin dejarme herido. Si Carver se portaba así en sus relatos, lo era de una forma aún más dura en sus poemas. De modo que cuando descubrí a Ray contento, satisfecho y tan agradecido a Tess, hizo que la quisiera un poco yo también.

El puente que cruza la luna es el primer libro escrito por Tess Gallagher que se ha publicado en España, y también es el primero que yo he leído. Más tarde, en 2007, Bartleby editó también Carver y yo, y por ahora estas son las únicas dos obras de Gallagher traducidas al castellano. Es curioso que las dos sean obras que hablan de Ray, y que el resto de su biografía siga sin traducirse. Yo por mi parte no lo echo de menos, pero quizás haya alguien con otras sensibilidades que sí lo haga.

huevos, mantequilla de cacahuete, chocolate... y luego, después de un espacio en blanco: ¿Australia?¿La Antártida?

Cuenta Tess en el prólogo de Un sendero hacia la cascada, que esta curiosa lista apareció en un papel encontrado en el bolsillo de una de las camisas de Carver, en un tiempo en el que él ya conocía la gravedad de la enfermedad que lo estaba matando. Pero allí en ese papel estaban los nuevos planes de Ray, planes a corto y largo plazo, propios de esa insistiencia en disfrutar esa propina de tiempo que le había sido regalada.

Fue en los prólogos de los libros de Carver donde yo encontré a Tess Gallagher por primera vez. Son maravillosos, están escritos con una dignidad inusual. En elloss Tess se muestra profesional y un poco distanciada, pero no duda en mostrarnos el baño de su casa para que nade se nos escape. No duda en mostrarnos abiertamente su amor y su dolor; con toda la dignidad a pesar del profundo desgarro, con aparente entereza. Una entereza frágil, a punto de romper a llorar en cada renglón, pero digna y fiel a su pasión por la literatura y su admiración por Carver.

Es una lástima que al leer El puente que cruza la luna me haya sentido yo tan fuera de lugar, invadiendo una intimidad que me resultaba inaccesible; compartiendo una celebración profunda de dolor que me ha de estar vedada, intentando rezar en un velatorio de una religión que desconozco. Los versos de Gallagher no consiguen trasmitirme los matices que prometen, y estoy convencido que es porque están escritos exclusivamente para Ray: los giros, juegos de palabras y los variados guiños parecen componer un código matrimonial, que sólo su intimidad les permite descifrar.

Así que me he tenido que salir del velatorio. Había otro tipo allí fumando. Creo que nos habíamos visto antes alguna vez. Me ha ofrecido un cigarrillo pero yo he avanzado hacia él mostrándole mi cajetilla de Ducados. Hemos estado un rato en silencio. Luego me ha preguntado de qué parte de la familia era yo. Vengo de parte de Ray. Le he dicho.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Una noche entera

After Dark

Haruki Murakami,

Tusquets, Barcelona, 2008.

Voy a contarte lo que escribo desde tu punto de vista. Sí, ya sé que no estás, pero imaginemos por un momento que estás aquí. Ya sabes que yo desde luego puedo hacerlo. ¿Y tú?

Pongamos que estás de pie delante de mi cama; imaginemos que tu mirada se convierte en una cámara. Ves una cama detrás de un biombo blanco, una colcha blanca y varias almohadas multicolores. Pero sobre todo te fijas en el desorden de estas sábanas tan rojas. A la derecha una mesita blanca, un par de libros, un lámpara de lectura y un cenicero en el que humea algo que parece un cigarrillo. Lo acabo de apoyar. Lo dejo encendido porque le queda una calada. Hace calor.

Pero esta noche no es una noche de verano. Hace frío en la calle y desde la ventana de la izquierda aparece el lado oculto de la luna reposando sobre su lomo brillante. Cuarto y mitad, casi dándonos la espalda. Tumbado en una cama flotante, en un cielo oscuro sorprendentemente escaso de nubes.

Yo no tengo un lomo brillante y le pido a mi codo que se mantenga firme; que no se ponga a temblar sobre el colchón y que me permita escribir con buena letra. Pero no olvides que también estás tú, y ya se sabe, todo tiembla.

Vamos, conecta ya la sonda. Así tendrás la imagen completa. Verás lo que pienso escribir. Ahí está. Ahí tienes la casa pequeña desde esa cámara panorámica que has colocado en el techo, a modo de plano picado y cóncavo. Ves el sofá también rojo, la mesa revuelta de papeles sin importancia, la tele en silencio y un tipo encorvado sobre la mesa de cristal frente al ordenador.

Está escribiendo en silencio, con el cenicero humeante y repleto de colillas; sí el mismo cenicero que luego se llevará a la cama y nublará sus sueños. Está pensando en After Dark, la última novela de Murakami, ese escritor con nombre de pájaro divino que tiene legiones de seguidores. Escribe indeciso, no sabe si pensar más en Mari – la enigmática chica solitaria – y su pesado libro, o en Takahashi, el músico amable y extrovertido, ese hombre de historias largas.

Ya parece que lo tiene claro. Toma un poco de agua de su vaso – el vaso de las cervezas, de los gin-tonics, el vaso del agua – y piensa que lo que le gusta de libro es el molde de sus personajes, liberados de cualquier juicio y observados discretamente desde la lejanía. Se necesita arte para lanzarte dentro de un personaje desde tan lejos. Se necesita talento para describir tan fantásticamente una conversación accidental en un bar, una conversación que necesita una noche entera.

Se queda pensativo, ha perdido el hilo. O quizás simplemente se ha consumido. La cámara panorámica se acerca a la pantalla y empieza a registrar las imágenes de un tipo que ahora fantasea delante de su ordenador en tener una conversación accidental en un bar. Descubrir que hay alguien con historias largas que escuchar. Alguien que pretenda hacerlo desde lejos pero que poco a poco necesite la proximidad del primer plano. Una conversación de una noche entera.

Ahí está, sigue con su sueño escrito. Estás viendo un tipo que mientras escribe a diez dedos sueña que lo hace a mano tumbado en una cama, mientras tú le clavas la mirada.

martes, 4 de noviembre de 2008

Libertad, justicia y lujo '08

El mundo clásico. La epopeya de Grecia y Roma.

Robin Lane Fox,

Crítica, Barcelona, 2007.

Hay muchas razones para haber traído aquí el libro de Robin Lane Fox, principalmente porque es una narración espléndida de la historia de Grecia y Roma, desde Homero al emperador Adriano. El mundo clásico es un libro que discurre fluidamente, manteniendo la tensión narrativa a la par de parecer siempre fiel y riguroso con los hechos, o al menos con sus testigos. Y los hechos tal y como ocurrieron están llenos de sorpresas, de momentos y situaciones que parecen irrepetibles. Todos ellos, y la maestría de un historiador que dejará huella, justificarían mucha más atención y palabras de las que yo le he dedicado.

Leí el libro a principios de año, cuando en España estábamos en plena campaña electoral, y entonces descubrí una efeméride que me llamó la atención, tan metido en el contexto electoral como yo estaba en aquellos días. Hoy, a la espera de que mañana los americanos elijan a su nuevo presidente, he vuelto a recordarla. Dice Lane Fox:

“… Era necesaria una medida más drástica si querían superar el favor de la ciudad, de modo que probablemente fuera en julio o agosto [de 508 a.c.] coincidiendo con la toma de posesión del nuevo magistrado rival, cuando el estadista más viejo y experto de la familia, Clístenes, propuso en medio de una asamblea pública que se cambiara la constitución y que, en todas las cuestiones, el poder soberano residiera en el conjunto de los ciudadanos varones adultos. Fue un momento magnífico, la primera propuesta de democracia de la que se tiene constancia…”

Así que de ser válida la efeméride, el 2008 se cumpliría el XXV siglo de democracia. No tiene ningún significado especial, sin duda, pero el hecho de que ahora nos encontremos ante cambios aparentemente históricos – el posible triunfo de Obama en EEUU, o la supuesta refundación del capitalismo que, dicen, necesitamos – me parece curioso que la democracia griega, de la que nos sentimos herederos, cumpla este mismo año 25 siglos.

A pesar de tanta historia, yo no consigo saber muy bien qué son las elecciones democráticas. Obviamente creo entender para qué sirven, y en menor medida, cómo funcionan. Pero no acabo de entender completamente qué representan para nosotros: ¿qué representa el hecho de votar, qué ilusiones motivan nuestra elección de voto? También he de decir que yo nunca he participado en ninguna. No es que me haya abstenido, ya que ni siquiera he tenido la necesidad de decidirlo; simplemente mis circunstancias no me permiten votar.

Estados Unidos con su proceso electoral – hechas algunas salvedades – ha vuelto a dar un ejemplo total de democracia al mundo. No tanto por los fastos ni por los globos de colores, claro está. Lo ejemplar es el propio proceso, sus mecanismos y sus tradiciones que demuestran estar tan profundamente arraigadas en los ciudadanos que casi parecen ancestrales. Un ejemplo envidiable, una promesa tan pura, tan auténtica, y tan públicamente expuesta que la hace deseable para todos. Pero cuenta Lane Fox:

“En la década de 440 a.c. se habían firmado alianzas entre los atenienses y más de doscientas comunidades griegas, construyéndose así el imperio más poderoso de la historia de Grecia que se conoce. En los textos de la época oímos hablar de la esclavización de los miembros de la Liga por parte de Atenas y de la arrogancia de ésta, aunque se asegura también que garantizaba más libertad y justicia para los griegos de la que podía llegar a suprimir. […] Los atenienses nunca intervinieron sin ser llamados para imponer o exportar su democracia un Estado aliado estable. […]El tributo pagado a Atenas era bajo y negociable y […] la amenaza que suponían Persia y los sátrapas de Asia Menor distaba mucho de haberse disipado. Mientras tanto los barcos atenienses impedían el desarrollo de la piratería en el mar y aseguraban una defensa contra los persas en caso de crisis […]”

La cita sería mucho más larga, pero mi conclusión es que Atenas prometía y protegía la democracia a cambio de un precio negociable. También acosaba y atacaba – sobre todo comercialmente – a aquellas tiranías próximas a Esparta con el fin de motivar que sus pueblos se rebelaran y reivindicaran para ellos el modelo ateniense. También, cuenta Lane Fox, los atenienses se quedaban con tierras y bienes de las nuevas democracias, lo que más tarde provocó un resentimiento que acabó provocando – entre otras cosas – las Guerras del Peloponeso, que significaron el fin del imperio ateniense.

A leer este retrato de Atenas he visto reflejado a Estados Unidos – desde entonces, para mí, la Atenas moderna - promotor ejemplar de la democracia frente la inextinguible amenaza del enemigo. Eso sí a un precio razonable y bajo alguna que otra amenaza. También me ha recordado a algo muy patrio para mí. Esas organizaciones que a cambio de nada te protegen el negocio.

Volvamos a las elecciones. Ahora pienso que las usamos como medio para expresar nuestro deseo de mundo, nuestro deseo de vida. Y en esas ilusiones se mezclan lo que queremos para todos, lo que no queremos para nadie y lo que sólo queremos para nosotros. Una mezcla difícil, de imposible coherencia.

Dice Lane Fox que la historia del mundo clásico, la historia del mundo en realidad, está guiada por tres deseos irrenunciables: la libertad, la justicia y el lujo. El problema de la democracia es que convertimos estos conceptos en ideales sin darnos cuenta de su incompatibilidad implícita, sorprendidos de que la factura sea unirse al chulo del barrio o a la patrulla vecinal.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Corresponsales del pasado

Un mundo en guerra. Crónicas españolas de la segunda guerra mundial.

Laia Arañó y Francesc Vilanova,

Destino, Barcelona, 2008.

En los últimos años he venido observando como las conversaciones sobre política – afortunadamente cada vez más inusuales – que mantengo con mis amigos acaban convirtiéndose en encendidas discusiones partidistas sobre los medios de comunicación y, en particular, sobre los periódicos.

Realmente yo no tengo ninguna esperanza en que estos debates me sirvan encontrar mejores explicaciones, análisis más completos de aquello que nos rodea, y siempre preferiría hablar de fútbol o de mujeres. Pero, aunque sea tan poco optimista respecto a la aportación de la discusión política, no consigo librarme completamente de ella. Y menos aún del debate sobre la prensa.

En una ocasión alguien en me llamó con guasa “el azote de la prensa”, burlándose de mis repetidos e irritados juicios sobre los periódicos que leemos. Aunque fuera en tono jocoso el calificativo me ruboriza, sobre todo porque me desenmascara: ¿a qué viene tanta queja si luego no puedo vivir sin ellos?

Una pista. Hace una semana J.L. García Martín reflexionaba en ABCD sobre por qué leemos y citaba a alguien que había dicho algo como “leemos para aprender a preguntarnos por qué leemos”. ¿Por qué soy yo tan adicto a leer periódicos? Porque sólo leyéndolos aprendo a odiarlos, a descubrir los mecanismos con los que yo mismo me dejo engañar.

Para ser completamente sincero sobre mi relación con los periódicos, he de decir que, para mí, hay dos tipos de lecturas muy diferentes de un periódico. No es lo mismo enfrentarme al periódico de mañana que leer un periódico de ayer. Mientras con el periódico diario me irrito, discrepo airadamente, al periódico de ayer me une un pasado común, una nostalgia. El periódico de ayer es como alguien que dice ¿te acuerdas de…?

De modo que cargado con mi adicción al periódico de todos los días, y mi fascinación hacia los del pasado esta semana estoy de celebración. He echado la primer ojeada a Un mundo en guerra, un cuidada selección de crónicas aparecidas en ABC, La Vanguardia Española, Arriba… durante la segunda guerra mundial. Un fascinante viaje a la propaganda franquista, una propaganda paleta, oportunista y chaquetera que describen actitudes todavía habituales entre los militantes - de uno y otro bando, si se quiere - de este país. Las crónicas de los años '40 reflejan una clase política y periodística que jamás analizan sus posiciones en positivo, para defenderlas; solamente son capaces de justificarlas como reacción a un supuesto rival.

Leyéndo algunas de las crónicas, voy reencontrándome con elogios filonazis, ataques encendidos contra Churchill o justificaciones anticomunistas posteriores a Nuremberg. Pero también redescubro la dependencia de la prensa hacia el poder político, o el fantástico estilo literario que fue perfilando la cultura rancia de la época.

La otra celebración de la semana se la debo a La Vanguardia, que ha abierto su hemeroteca digital a todos los adictos. Una fiesta. Una ofrenda que me hace sentir dentro de la piel de mis padres, de mis abuelos. Gracias.

Pasaré horas enchufado a la hemeroteca, chutándome para aplacar mi ansia de respuestas, o de preguntas. A estas alturas lo mismo da.