Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

miércoles, 1 de abril de 2009

El segmento suicida

Delicioso suicidio en grupo

Arto Paasilinna,

Anagrama, Barcelona, 2007.

Creo que fue el de Sócrates el único del que me hablaron en el colegio, aunque de entre los griegos el que más recuerdo es el del melancólico Lucrecio, a pesar de que algunos duden de su veracidad. También podrían haberme comentado, como anécdota, el de Demócrito, pero al parecer sólo se trataba de agotamiento por los crónicos dolores o algo así. O el de Aníbal, rabioso hasta el punto de no dar el brazo a torcer. Creo que el de Larra, sólo se rumoreaba. Pero no es de extrañar, algunas enciclopedias tampoco los mencionan. Están pensadas para los adolescentes y ya se sabe.

Más adelante los fui encontrando sin querer: el de Hemingway, probablemente borracho y frustrado en Cuba, o el de Pavese deprimido y solo, el de Zweig y su mujer, horrorizados y tumbados en una cama allá en Brasil; los que cometieron una Woolf incomprendida, el último Améry irritado, su enemigo Primo Levi, Celan, Plath, Goytisolo, Casariego Córdoba, Wallace…

Un impulso extraño me ha llevado a buscarlos por mí mismo: me topé con Fitzroy pasándose el filo de la navaja por la garganta, repitiendo el mismo gesto que su padre; Ehrenfest mirándose en el espejo negro por su hijo y Boltzmann acabando con su vida poco después de dar forma a su famoso epitafio; Majorana desapareció en un barco cuando huía de los nazis, como también le ocurrió, según se cuenta, a Turing, acosado hasta el límite de volver a cometer el pecado original. Lo encontraron tumbado en una cama, después de haber mordido por segunda vez la manzana de la muerte.

Poco a poco he conseguido elaborar un palmarés de ilustres que nunca recuerdo y, aunque no sé cómo ha ocurrido, me he convertido en un miembro del segmento suicida. O suicidófilo, si es que tal cosa existe. Quiero decir que pertenezco a ese segmento de lectores que cuando ven la palabra suicidio escrita en la portada de un libro, como mínimo, se quedan mirándolo. Si tienen tiempo lo hojean. Si les queda dinero, se lo compran.

De todos es conocido que hay un amplio grupo de lectores que empezaron adorando a Bukowski y cada vez que aparece un libro que hable de borracheras, sexo infame, nocturnidad y marginación, acuden inmediatamente a las librerías para leérselo de un trago. Pero la existencia de un segmento suicida sólo es conocida por las editoriales. Y aunque a veces sea hipócrita, el marketing suicida es siempre muy contenido.

Últimamente – aviso, escribo un poco rabioso por el tiempo que me ha robado esta novela – les ha dado por el humor. Y yo he vuelto a picar. Además, por este exagerado sentido de la responsabilidad que me llevará a morir de viejo, no he conseguido desengancharme de la historia hasta el final. Puede que esté exagerando y no sea para tanto; quizás debiera decir también que la novela es entretenida, porque cierto es que la historia que cuenta Delicioso suicidio en grupo es, al menos a ratos, entretenida. Un grupo de suicidas finlandeses decide unirse para morir juntos arrojándose en un autobús de lujo desde el Cabo Norte, los Alpes Suizos y los acantilados de Sagres. Recorren despreocupados y unidos media Europa, comparten experiencias, se enamoran y en un momento determinado deciden fundar la Asociación Libre de Suicidas Anónimos. ALSA, ¡Toma ya!

Para los que somos de la Isla, ALSA – ahora ya muy famosas – son unas siglas que viajan en cuatro ruedas. A pesar de que todos los viajes en autobús no son iguales, para mí, las excursiones siempre han sido momentos de mucha alegría y pertenencia. Es imposible suicidarse en una excursión con los amigos.

Cuando viajábamos en autobús, en algún momento del viaje, nos emborrachábamos. Siempre acababa ocurriendo. Nos repartíamos las chicas de los asientos delanteros, incluso alguna vez hacíamos parte del viaje sentados a su lado. En las mejores ocasiones las besábamos y volvíamos hacia las filas traseras entre vítores, soñando con una noche en una cama del hotel, aunque esta posibilidad, a decir verdad, casi nunca se consumaba. En una excursión en autobús nos sentíamos protegidos por no estar en casa. Libres y protegidos.

El grupo de finlandeses suicidas de Paasilinna, podría haber sido cualquier grupo: un equipo de fútbol, los jubilados del INEM, los sabandeños, la coral sinfónica o los niños cantores de Viena. El suicidio, en esta novela, es sólo una disculpa, un contexto cualquiera que permite comentar esa curiosa costumbre nórdica con cierta gracia. Porque una vez hecho chiste, el suicidio la pierde toda y ya sólo sirve para llamar la atención de melancólicos morbosos y cobardes como yo.

Sí. Sí, he dicho cobarde. Pero prometo no volver a leer nunca más una novela graciosa de suicidas.

2 comentarios:

  1. Elita,

    ¿Sabías lo del hijo de Plath?

    http://www.guardian.co.uk/books/2009/mar/23/sylvia-plath-son-kills-himself

    Un saludo.

    ResponderEliminar
  2. Hola Engrama,
    no sabía lo del hijo de Plath. La verdad es que, como siempre, resulta impactante. Imagino que también servirá de material para perpetuar la leyenda.

    ¡Gracias!

    ResponderEliminar