Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

viernes, 9 de octubre de 2009

Estados de ánimo

Loser

David González,

Bartleby Editores, Madrid, 2009.

Solemos cruzarnos por la calle alguna vez, pero la última que hablé con él fue el mes pasado cuando coincidimos en La Sal. Hacía una vida entera que yo no iba, pero esa noche teníamos el jueves de chicas que con un empeño algo infantil organiza Rosa todos los veranos. Habíamos alargado la cena pero no era demasiado tarde, sólo un poco. Me alegré de verle allí; en realidad, me alegré mucho, así que le sonreí y enseguida se acercó para abrazarme. Él también estaba contento, aunque me pareció algo nervioso.

Hicimos un repaso rápido de nuestras vidas familiares, con esa coletilla hipócrita del aburridas como siempre y con el deseo urgente de superar el trámite formal de las preguntas para pasar a divertirnos como antes. Yo obvié completamente el tema de Diego; él me contó con una sonrisa fugaz que había sacado un nuevo libro. Siempre has tenido más bien pinta de sacar un nuevo disco, le dije. Me gustó reírme, y que él lo hiciera mientras pasaba el brazo sobre mis hombros y yo me dejaba caer en él.

Claro que, por supuesto, yo ya había leído el libro. Pero prefería callármelo como había hecho siempre. Empecé a leerle a escondidas cuando compartíamos la cama. Al principio fue por respeto, por ese afán inútil de tratar de respetar lo incomprensible. Luego fue por miedo, y ahora ya es por costumbre. Estoy segura de que él lo sabe o lo imagina, pero ni pregunta ni se explica. La poesía se ha acabado convirtiendo en un tema prohibido entre nosotros. Los dos sabemos que mis halagos le escuecen en sus culpas.

Hubo un tiempo en el que nos volvía locas a todas. Éramos chicas que querían ser todo lo malas que nos dejara nuestra educación y nuestro padres, pero él no nos tomaba en serio. Fue más tarde y no entonces cuando empezó a hacerlo. Le gustaba que estuviéramos a su alrededor, pero sólo para mostrar ese estilo rabioso, irritante y protector. A veces, aunque lo niegue, se parecía a su padre. En aquella época yo todavía estudiaba en Gijón mientras él paseaba de su brazo a una chica frágil a la que había conquistado a base de preguntas, con ese truco fácil del interrogatorio atento que adoran las mujeres solas. Ella no supo imaginar que a menudo la arrastraría a lugares y estados de ánimos oscuros.

Hasta que ella se hartó de sus crujidos, de sus amagos y del arrepentimiento fugaz. Le echó de casa. Límpialo todo antes de marcharte, dijo.

[…] No quiero otra cosa. Nada más que una como tú. No quiero otra persona. Fíjate lo que te digo. Como tú. Exactamente, exactamente como eres tú. Entonces te vas a dar cuenta de verdad… porque una persona como tú, no la quieres a tu lado. Como tú. Nada más que una como tú. Nada más deseo eso en mi vida. Que cojas una como tú. Y que estéis los dos ahí, todo el día en la cama metidos. Es lo único que deseo. A ver si de verdad soy tan envidiosa como dices que soy … y tan mala… y tan hija de puta…y tan asquerosa…[…]

Como adelantándose a una canción de Nacho Vegas, él se quedó indiferente, no lloró pero se sintió mal. En cualquier caso había mil cosas más por las que llorar, solía decir, yo ya he visto llorar a una madre.

Escúcheme señora, yo,
lo único que puedo garantizarle
es que su hijo ha entrado
vivo aquí; ahora bien,
lo que ya no sé, lo que ya no puedo
garantizarle,
es cómo va a salir. […]

Cuando yo le escuchaba hablándome de Mari siempre acababa teniendo la sensación de que no la había querido nunca, que sólo le tenía afecto y que en el fondo él pensaba que ella lastraba sus días por su empeño en protegerla. A veces sin embargo pienso lo contrario, que la brutalidad de su estado no le permitía mostrarse tan afectuoso como quería. Lo dudo. Él no tenía el cuerpo para querer a nadie, empezando por sí mismo. Puede que se viera divertido, pero él no se quería.

Nosotros nos conocimos de otra forma, mucho más tarde y casi sin preguntas. Y además fue él que insistió tanto arrancarme de la compañía de mis amigas. Lo cierto es que divertíamos mucho, como ese jueves de La Sal, aunque las risas acabaran convirtiendose en una convencional manifestación de una nostalgia un poco patética. Pero no puedo evitar divertirme recordando esos tiempos y además, él se deja llevar.

– ¿Avisaré a mi madre? – le pregunté.
– Espera a mañana – me dijo –. Espera a ver qué pasa mañana, qué te dicen. No la dejes preocupada.
Cuando le di la llave de contacto, las lágrimas arrancaron a la primera.
- Tranquilo – me dijo ella acariciándome la espalda con ternura –. Tranquilo – repitió –. Deja de llorar. No llores más. Ahora ya sabemos por qué eres tan dulce.

Hubo un tiempo en el que todo parecía ir tan bien que hasta le ahorrábamos disgustos a su madre, pero cuando enfermó volvió a cambiar. Empezó a tomarse más en serio, a escribir con orden, a viajar y a guardarse el tiempo para sí. Empezó a sentirse más alegre pero también empezó a tener miedo. Miedo a no tener tiempo. Prefería las comidas a las cenas, los paseos a las infinitas tardes en la cama y empezó alargar las sobremesas para huir de los tugurios. Así nos dormimos pronto y aprovechamos el día mañana, solía decir como si acabara de descubrir el truco definitivo para vivir. Y yo también me acabé cansando. Todavía era joven y me quedaba algo de mala; para mí el mañana, el futuro, estaba siempre aún lejano. Lloró, lloró mucho, aunque en el fondo estoy convencida de que comprendió que había llegado la hora de que él hiciera su camino por sí mismo, y que al fin tenía fuerzas para ello.

[…]
y mientras los abusones de la clase
trataban de cogerme por los pies
y me gritaban que bajara
y me tiraban cosas
yo continué con mi ascensión
y al llegar arriba
al llegar arriba me puse de pie
y eché a correr

Ahora le veo bien, centrado, seguro. Se le nota con ganas. Sin embargo a veces me parece que la alegría no le centra, no le deja mirarse a sí mismo, estar a solas. A veces, sin que jamás me atreva a decírselo, tengo la sensación de que los halagos le llevan a otro estado ánimo, le obliguen a ser como le quieren. Yo prefería cuando a lo sumo me recitaba un poema a regañadientes en la cama, cuando tenía que arrancárselo verso a verso, con toda mi insistencia. Creo que me gustaba más cuando le leía a escondidas sus libretas.

Siempre quedan, Daniel, querido amigo,
ciertas manchas
que no pueden arrancar
ni las mujeres de tu pueblo,
ni las del mío, que dicho sea de paso,
en gran parte, la parte del río, ya no existe.

Me encantaban sus poemas. Como a todos. A nosotras por el encanto inexplicable que tiene el macarra herido. A ellos por ese punto sádico que tienen todos los hombres leídos. Y me gustaba más cuando aún tenía miedo a escribir.

5 comentarios:

  1. A ellos por ese punto sádico que tienen todos los hombres leídos... Me quedé enganchado de esta frase...

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  2. La frase "Los dos sabemos que mis halagos le escuecen en sus culpas". es de una claridad de ideas... .

    Y me quedo también con la frase que menciona Javier, pues me siento "un hombre leido".

    Relato bueno por su contenido y por la dificultad literaria que manejas.

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  3. Que buen relato elita, he disfrutado mucho con su lectura, solo espero que estos halagos no te obliguen a ser como quieren los que te leen...

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  4. Todos los hombres sois iguales, por eso os gusta esa frase...

    Muchas gracias por los halagos, aunque resulten tan peligrosos.

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