Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

martes, 17 de noviembre de 2009

La extremaunción

Relatos autobiográficos

Thomas Bernhard,

Anagrama, Barcelona, 2009.

Hace una década, mientras la abuela agonizaba en una cama de hospital con los labios recién pintados de carmín, un carmín rojo que rápidamente embadurnó su cara por las lágrimas y los besos, me pidieron que la llevara conmigo para que ella no lo viera. Cuando estuvo lista, me ofreció su mano diminuta desde un cuerpo de cincuenta centímetros, embutida en lana oscura desde los pies a la cabeza, abrigada con una bufanda que casi le impedía mostrar los ojos.

Parecía imposible que con tanta ropa pudiera caminar, pero ella estaba decidida a ir al parque de paseo.

Durante aquellas navidades todavía apenas hablaba; se podría decir que aún peleaba tozudamente contra la sintaxis torpe de los niños, dando muestras de una potencial locuacidad que todos asociábamos con una inteligencia deslumbrante. Somos de la familia, del mismo modo que lo éramos entonces, y aun así me pareció que nos entendíamos muy bien. Quizás demasiado bien para una niña de dos años a la que aún le cuesta hablar y un tipo que hace tiempo que prefiere inventar lo que oye en lugar de detenerse a escuchar.

Estuvimos paseando a solas durante tres días enteros, todo el tiempo que transcurrió desde la agonía hasta el funeral. Parábamos a comer y a dormir la siesta. Pero el resto del día lo dedicábamos a visitar el parque Vallina, cogidos de la mano, sin prisa, soportando sin queja todo aquel frío. Daba la sensación de que casi habíamos logrado que pareciera normal: ella había sido rescatada por mí del espectáculo temprano de la muerte y yo, había logrado ocultarme – quién sabrá jamás de qué – detrás de ella.

“Al hombre que, en aquel cuarto de baño, había dejado súbitamente de respirar delante de mí lo había oído morir, pero no visto morir. Y ahora, en la sala, otra vez había muerto un ser humano, otra vez había oído morir a alguien, no visto morir […]”

Había dejado un post-it amarillo en la página, y con un bolígrafo rojo a doble línea había subrayado hace meses este párrafo. Como si no debiera olvidarlo, como si me hubiera ofendido. Pero no volví a él después de la llamada, ni por supuesto tampoco pensé en el libro. Sin embargo sí que se encendió la imagen amarilla de la pegatina en mi cabeza.

Tengo pocas dudas de que el acto reflejo es debido a que en los últimos tiempos oigo a los muertos morir, nunca los veo. Es por culpa de la distancia, me digo. O quizás por culpa del teléfono. Es seguramente por culpa del cómodo desapego, de esa necesidad tan Bernhardiana de odiar el lugar del que procedes, pretendiendo vencer con ello el goce justificador de ser de donde somos. Sí, eso es, la eterna adolescencia del solemne. Amarillo. El color amarillo. En la Isla algunas personas enferman, se curan y sanan, y no parece necesario que yo lo sepa. Pero no así los muertos. Los muertos siempre llaman.

Estoy seguro que este invierno la lana es más colorida, y he visto que ahora sus ojos asoman despiertos tras una discretas gafas de pasta blanca. Rara vez mira a la cara y la locuacidad prometida se ha terminado escondiendo tras el silencio avergonzado de la primera pubertad. Sé por los demás que es muy curiosa y lista, y tan tozuda como entonces. Pero esta vez sería muy poco probable que quisiera pasear conmigo por el parque, y yo descartaría completamente la posibilidad de que lo hiciéramos cogidos de la mano.

Desgraciadamente ha vuelto a ocurrir, y mi presencia tan cercana – después de diez años – la ha hecho sospechar.

“Olvidamos que lo que a nosotros se refiere es un juego de azar, y terminamos por ello amargados. Sólo nos queda abierta al final la falta de esperanza. El resultado es la habitación de morir, en la que se muere, defintiviamente. Todo ha sido sólo un engaño. Toda nuestra vida, si lo pensamos bien, no ha sido más que un calendario de festejos usado y finalmente, de hojas totalmente arrancadas.”

Las novelas que componen los Relatos autobiográficos de Bernhard se pueden leer como narraciones de los procesos preparatorios para recibir los sacramentos. Un calendario de hitos que festejamos para inmediatamente reconocer la amenaza macabra que escondían. Es sencillo reconocerlas en el bautizo, esa celebración alegre del nacimiento que nos marca con el sello de una especie única, la especie pecadora; o en la comunión, esa bienvenida a los marineros que festejan que han dejado de ser cachorros para convertirse en personas: se les presume la virtud del criterio a cambio de la amenaza del juicio. Luego, la penitencia a cambio del perdón, la independencia por soledad.

Parece que no sabemos celebrar la vida sin recordar la amenaza de sus peligros. Festejamos la vida con miedo y escepticismo, hasta la muerte. Porque con la muerte nos cagamos.

Por eso la extremaunción es un sacramento tan distinto. No tiene ninguna amenaza, porque simplemente no tiene futuro. No es tampoco ninguna celebración, es un simple acto de cobardía en el que robamos la voluntad a los moribundos para redimirlos. Pero su misterio, el de la extremaunción, es que no se sabe bien quién pide perdón a quien. O no se sabe o no se confiesa.

Yo creo que es todo el humanismo del mundo quien pide perdón al moribundo, todas nuestras ilusiones se concentran en un cura que pide perdón por el engaño, por haber permitido – a aquel hombre inevitablemente bueno por inevitablemente enfermo – que sus esperanzas tuvieran que vivir rodeadas de todos nuestros fracasos, respirando el aire contaminado por nuestros defectos. La extremaunción es un sacramento cobarde, con el que sencillamente hacemos un pacto de silencio, con el que pedimos que lo ocurrido entre nosotros quede entre nosotros.

Antes de entrar he tenido que salir al porche. En esta ocasión no encontré a nadie fumando y me alegré de disponer de un rato en soledad. Por alguna extraña razón encuentro un placer adicional en disfrutar a solas de la alegría y del dolor. Caminé sin alejarme, imaginando que como entonces también ahora ella me entendería perfectamente, comprendiendo sin necesidad de explicación mi deseo de permanecer oculto. A veces salgo de mi aislamiento familiar para dar la extremaunción, le diría, aunque últimamente sólo lo hago por teléfono. Sin duda es más cómodo. Y aunque sea cobarde, es quizás también menos hipócrita.

Amarillo. El escondite perfecto de la pegatina con su puto color amarillo sobre la letra impresa.

He venido a visitar a la ti… He venido a visitar a tu madre, a darle la extremaunción, pensé. He venido a decir que lo siento.

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