Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

lunes, 12 de enero de 2009

Verbos

Todos los hombres son mentirosos

Alberto Manguel,

RBA, Barcelona, 2008.

Después de una aventura adolescente en Chile, de breves años de convulsión política en Argentina y de algunos amores imposibles, Alejandro Bevilacqua, un misterioso escritor argentino instalado en los setenta en Madrid, aparece muerto en el barrio madrileño de Prosperidad, ese al que acudo yo cada mañana para trabajar y tomar cafés.

Treinta años más tarde, Terradillos, un humilde redactor de un periódico francés, empieza a investigar las circunstancias de su muerte. Para ello decide entrevistar a las personas con quien él había compartido confesiones y experiencias, todos ellos pertenecientes al círculo de intelectuales argentinos exiliados e instalados en Madrid. Lo cierto es que Terradillos no consigue descubrir demasiado; al menos yo diría que no consigue atar todos los cabos de la historia, pero obtiene como resultado esta novela de Alberto Manguel.

El primer entrevistado se llama Alberto Manguel, un escritor argentino instalado en Francia que se parece al propio Alberto Manguel, pero que yo no sé realmente quién es. En su larga introducción a la figura de Bevilacqua, apostillada con múltiples reflexiones literarias, Manguel cuenta que éste no era realmente un escritor. Entre otras cosas, porque abusaba del detalle. En sus narraciones –todas orales, porque no se conoce escrito alguno de Bevilacqua – se detenía en todo tipo de precisiones, sin que éstas contribuyeran a resaltar sentimiento alguno: Bevilacqua trataba de ser lo más detallado posible, que como sabe usted muy bien, es una forma de desalentar emociones.

Si el exceso de detalle sirve para desalentar las emociones, el abuso de los verbos sirve para descargar responsabilidades. Lo comprobé la otra noche, mientras veía el fútbol tranquilo en el sofá. De repente apareció por mi casa un conocido del trabajo que estaba ansioso y tenso por la relación con su mujer:

-No sé si seré capaz de explicártelo bien, pero no sé qué hacer. Sé perfectamente lo que siento, o al menos siento perfectamente lo que siento.

-Sientes lo que sientes, brillante. ¿Y cuál es el problema entonces? – le pregunté.

-Ya te lo he dicho, no sé qué hacer.

-No consigo comprenderte. Olvídate de hacer literatura y explícate mejor. Si no te importa trata de hacerlo rápido – el Sporting estaba volcado al ataque, y no quería yo echar a perder la ocasión para gritar o irritarme – estoy viendo el partido.

-Vale. Lo que ocurre es que no sé si quiero, debo o puedo dejar ahora a mi mujer.

-¡Vaya! No sé si has dicho una estupidez o si acabas de resumir la historia de la filosofía en una frase. Toda la vida se resume en las cosas que queremos hacer, las que podemos y las que debemos hacer. Es la esencia de nuestra existencia, así que no me digas que no sabes como vivir. Eso ya lo sé, porque eso no lo sabe nadie.

-La vida no es sólo eso…

-También lo sé. Pero eso es el fondo de la vida, aunque luego estén los aromas que le puedas añadir: risas, ilusiones, dolor y alegría y todo eso. Sustantivos todos, que adornan la vida cuando se convierten en adverbios. Pero los hechos están en los verbos, asume la responsabilidad y deja de filosofar.

Volví a encender el televisor, serví unas copas y ya nos quedamos en silencio. Cuando se fue, un poco más borracho y más melancólico, me di cuenta que lo único que lo que necesitaba era eludir todo tipo pensamientos, quería encontrar las respuestas en lugar de buscarlas.

Del mismo modo que mi amigo, Alberto Manguel – el autor – elude todo tipo de responsabilidad sobre la historia de Bevilacqua ocultándose tras un personaje con su mismo nombre. De este modo, el Alberto Manguel personaje, puede declararse inocente ante todo lo ocurrido y manifestrar sin pudor su hastío hacia el protagonista.

El hastío es una reacción razonable, derivada de la envidia, pero nada tiene que ver con el talento literario de Bevilacqua, ni siquiera con sus virtudes como persona. Yo creo que Manguel envidia su éxito con las mujeres, la fascinación que lograba despertar en ellas a base de esas historias falsas que parecen verdaderas.

La inocencia que reclama Manguel, el personaje, está más que justificada puesto que las vidas ajenas nunca existen. No podemos sentirnos responsable de ellas porque no participamos de sus hechos, no compartimos sus verbos. Todo nos lo inventamos. Todas las vidas son inventadas.

Hace algunas tardes L me contó la historia de José Bernal, indultado por Primo de Rivera a principios de siglo por el asesinato de un moro. Leyendo periódicos de la época especulamos sobre cómo contarían la historia sus protagonistas secundarios. Esa misma noche volví a ver Big fish, encandilado con las invenciones de Edward Bloom, el personaje con el que Tim Burton hizo una oda a la literatura. Pocos días antes los periódicos habían recogido la historia de Herman Rosenblat, un superviviente del holocausto que se había hecho famoso escribiendo la historia inventada de su amor en los campos nazis. Todo el mundo le culpaba, todos comprendían que la editorial hubiese decidido retirar el libro. Sentí pena por todos ellos, incapaces de reconocer nuestra necesidad de huir imaginándonos la vida. También recordé a Arturo Belano, el alter ego de Roberto Bolaño que creó una falsa corriente poética sólo para enamorar a una muchacha. Yo mismo lo hago, yo mismo necesito imaginarme continuamente quién soy, más aún, quién he sido, con tal de que me quieran. Alberto Manguel – alguno de los dos - lo expresa perfectamente:

Leí en alguna parte que lo único que podemos hacer para luchar contra la irrealidad del mundo es contar nuestra propia historia. Que después la verdad sea otra poco importa.

De modo que para que la vida cobre cierto sentido, tiene que ser mentira. Está en nuestra naturaleza, ahora estoy plenamente seguro de ello. Pero esta seguridad me regala una duda de índole práctica. ¿Qué debo hacer yo a partir de ahora? ¿Debo ocultarme tras una máscara con mi mismo nombre o debo seguir fingiendo que soy quien digo ser? ¿Debo empezar a mentir de nuevo o es mejor seguir mintiendo como hasta ahora? ¿Qué verbo quiero, puedo o debo elegir para mañana?

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