Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

lunes, 8 de septiembre de 2008

Vis á Vis con la memoria

La casa de los encuentros

Martin Amis,

Anagrama, Barcelona, 2008.

Ya no hace tanto calor, ya empezábamos a recuperado un poco el ritmo. Todavía aturdidos por la relajación vacacional, los habitantes de Península - sí, esta tierra a la que debemos venir los azorianos para escapar de la locura anticiclónica – nos resignamos hastiados ante una nueva reedición del debate sobre la memoria histórica. Debate que, quiero que quede claro, a mí me importa un bledo.

En primer lugar porque no acabo de entender muy bien de qué se trata, ¿de qué hablan cuando dicen memoria histórica? Es igual. No tratéis de explicármelo. Hace ya tiempo que los azorianos decidimos que el viento se llevara la memoria y dejara sólo los recuerdos. Aunque no lo parezca, hay una diferencia sustancial. La primera es una para todos y los segundos son todos para uno. Para eso consumimos literatura.

Por otro lado, el debate me la suda porque hace ya demasiado tiempo que decidí darme de baja de la convicción de que es necesario que conozcamos el pasado para evitar repetirlo. Todo lo contrario. La mayoría de los crímenes que recordamos se han cometido blandiendo la bandera del pasado en las trincheras. Ni el conocimiento de la historia, ni cualquier otro conocimiento nos va a librar de nuestra propia brutalidad. Y Rusia, tal y como la retrata Martin Amis, es un buen ejemplo.

“A una de las características de la vida rusa que aventura Conrad – la frecuencia de lo excepcional – yo añadiría otra: la frecuencia de lo total.”

Dos supervivientes de los campos del GULAG, el anónimo narrador y su hermano Lev, son los protagonistas de La casa de los encuentros. El bestia y el poeta convertidos en nihilista y cínico respectivamente. Zoya, la mujer de Lev, es el campo de batalla; Rusia, es el estilo de vida. El ritmo lo ponen los tiempos del terror de la Rusia Soviética. La letra es del imperialismo comunista.

Aquí en Península la mayoría de contrarios a la memoria alega que será necesario resarcir también a los muertos del otro bando. Por su parte, los creadores de la nueva realidad, esto es, los voceros gubernamentales, celebran el envite: de una vez por todas, nuestro bando – los vencidos – verá por fin restablecida su dignidad y, sobre todo, su superioridad moral.

Para ello es necesario mantener sin mácula el legado rojo poniendo el acento en los eternos cuarenta años de dictadura nacionalcatólica. Pero, para que no se diga, los herederos del franquismo responden insistiendo y exagerando los crímenes del bando republicano durante la guerra, y por qué no, del octubre del ‘34.

No son los muertos. Son los bandos. ¡No dividamos a la sociedad, no! Pero en Península los votos, las audiencias, las ventas de periódicos están en los bandos.

“Rusia aprendió a gatear, y aprendió a correr. Pero jamás aprendió a caminar.”

Amis hila la novela con dos cartas. Dos cartas de despedida. Una – la novela – la del narrador a su hija. Es una carta escrita al desnudo, sin remilgos, sin emitir un juicio sobre sí mismo pero sin eludir ninguna responsabilidad. Pero también es una carta escrita sin dolor. La otra, es la carta de Lev. Una carta escrita poco antes de morir que el narrador lleva consigo hacia el destino de su viaje terminal. La leerá a su llegada, y le espera una carta sorprendente. Dura. Pero sin dolor.

Esta indolencia es un elemento principal de la novela. Ambos protagonistas pasan por situaciones y sensaciones similares a las que describió, por ejemplo, Levi en Se questo é un uomo: sentirse infrahumano, tratar de sobrevivir a la brutal arbitrariedad. Sucios, enjaulados como animales. Lev se encierra en sí mismo, renuncia a cualquier batalla, se exilia dentro del mismo campo donde su hermano se convierte en la bestia más temida, el líder de la brutalidad. Hasta una noche fatal. La noche de la casa de los encuentros. Zoya visita a Lev. Pero Lev en lugar de ver a su mujer, mantiene un vis á vis con el pasado, con lo que él fue y le fue arrebatado.

Luego viene la vuelta a la libertad, y los cambios. El aislamiento de uno, la vileza del otro. Y pasan los años, y sigue sonando esa polka que tanto embriaga a los rusos de Rusia.

Amis ha pintado un retrato de Rusia con dos hermanos sufridores que al final de sus días han decidido convertirse en cínicos. En ningún momento, en sus cartas de despedida, manifiestan el desgarro que provoca ese dolor. Pero también saben de sus culpas. No las niegan, no se aferran a nada que les pueda justificar.

Aquí en Península el problema es que nadie piensa que el pasado fue un error. Todos aquí creen que el pasado tuvo un culpable, pero no fue un error. Para unos no fue un error el alzamiento nacional, ni los años de dictadura. Otros no sienten culpa por la brutalidad del Frente Popular. Y así seguimos, en pleno siglo XXI reivindicando la estupidez idealista de los años treinta, incapaces de juzgarla con perspectiva, incapaces de asumir, aunque sea en silencio, nuestra culpa de adhesión. Incapaces tampoco de mirar a las víctimas.

“Oh…¿por qué piensa la gente que puede volver a ponerse a molestar a todo el mundo? Piensa que puede volver como si tal cosa. Y causar tanto dolor con esas viejas heridas.”

Sólo un ejemplo significativo: los más radicales opositores a las iniciativas de censar a los desaparecidos durante la guerra son la derecha más carca y Santiago Carrillo.

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