Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

domingo, 28 de septiembre de 2008

Studium der Geschichte für Kinder (Ciencias sociales de primero)

Breve historia del mundo

Ernst H. Gombrich,

Península, Barcelona, 1999.

Hay experiencias que se viven por casualidad y a veces se viven en los libros. Aunque siempre sea una experiencia imaginada es posible hacer viajes impensable, viajes incluso que nos lleven incluso a través del tiempo: vestirse de otro modo, disfrutar de otras costumbres, amar a otras personas, y en alguna ocasión, pensar como en otro tiempo. Este es el cometido de los libros: hacer viajes impensables, perder vidas posibles.

He estado ojeando este libro desde hace mucho tiempo, usándolo como una guía sencilla y rápida para algunas de mis dudas. Pero hace unos días, pensé que merecía la pena leerlo de seguido. Y la experiencia, sorprendente, impactante, para un obseso como yo ha merecido la pena.

De repente me he visto vestido con un pantalón corto que deja mis frágiles rodillas al descubierto, luchando a solas con el frío nevoso de los noviembres vieneses. Menos mal que me han abrochado la camisa hasta el gañote, que luego me han cubierto con ese jersey azul que tanto pica, y con el abrigo negro y pesado que me asa. Mis pies están resguardados por unas botas rudas y fuertes que llegan a cubrir completamente mis tobillos. Desde allí asoman esos lanudos calcetines blancos que me resguardan la espinilla. Las rodillas ni hablar, esas que peleen solas. Si no fuera porque en Viena en el año 1936 apenas se puede jugar en la calle, atemorizados todos por lo que pueda ocurrir tras el acuerdo con Hitler, creería que voy a marcar muchos goles. Voy vestido para ello. Estoy perfectamente cubierto para correr y rematar, pero no para jugar de portero. Me abraso las rodillas.

Pero no voy a jugar al fútbol. Mi madre ya me ha dado el beso en la frente y me dicho eso de que Dios me bendiga, tan católica ella. Mi padre está ya ocupado en sus asuntos, aunque ya sé que no es su costumbre ser cariñoso con nosotros. Y mucho menos darnos bendiciones.

Dentro de poco, cuando salga de casa, me esperan veinte minutos heladores hasta el colegio, antes de que el profesor Gombrich siga con sus clases de historia.

Así es el viaje que me tenía preparado esta Breve Historia del Mundo, un libro aparecido en 1935 y editado con un clarificador comentario final que me devuelve rápidamente a la edad adulta. La historia que magistralmente cuenta Gombrich, es una historia europea, mejor dicho eurocéntrica. Pero este es un egocentrismo cultural más que habitual. Todos, en nuestra vida real, estudiamos la historia poniéndonos en el centro, explicando todos los hechos pasados con el fin de que justifiquen donde estamos.

Sin embargo, aun teniendo muy presente este atenuante, y por otro lado la perseverancia de mi obsesión, no puedo dejar de pensar que el libro trasmite un mensaje aterrador.

A pesar del tono paternalista del libro - que Gombrich escribió para los niños austriacos de la época – no se evitan los sucesos cruentos y sanguinarios, hay al menos tres elementos a lo largo de la historia que se presentan protegidos e idealizados. El primero es lo alemán, sea esto lo que sea. Luego está la iglesia y la religión católica (incluyendo la protestante, a la que se convirtió Gombrich). Y por encima de todo está el ideal del buen alemán, aguerrido guerrero y refinado caballero.

Con estas tres lanzas al hombro, Gombrich nos habla de las maravillosas aventuras del gran Carlomagno, quien es su fervorosa lucha por el cristianismo hizo decapitar a 4000 sajones para que adoptaran la religión del amor; frente a él, la ignominia de los mahometanos (quienes sólo se hicieron mayoría en arabia tras aniquilar a todos los habitantes del desierto). Herederos del gran emperador alemán fueron los valientes caballeros que, en una época fabulosa que va desde las cruzadas hasta la I Guerra mundial, lucharon con gallardía y valor transmitiendo el piadoso mensaje de la fe y de la gloriosa patria de los alemanes.

Cuando todavía me emocionaban estas relatos de las grandes vicisitudes de nuestra patria, solía volver a casa emocionado de pertenecer a ese futuro. Mi madre sonreía al darme la merienda y al escuchar mi pobre resumen de las andanzas de Barbaroja. Cuando en el ’40 decidí alistarme mis padres primero se preocuparon, pero inmediatamente después prometieron enviarme todo el dinero que necesitara. Mi padre estaba orgulloso de mí en los cafés mientras mi madre me buscaba mujer entre las piadosas hermanas de mis compañeros de armas. Más tarde pasó todo. Luchamos en Rusia y en Polonia y defendimos Berlín hasta la invasión bárbara de los bolcheviques.

Ahora que ya tengo ochenta años he leído las disculpas de Gombrich en el epílogo que acompaña libro original. Aunque sé que él huyó a Inglaterra, también sé que dejó en todos nosotros ese espíritu triunfador que nos cegó para la lucha. Cierto que no fue sólo él y que en el fondo todos estábamos orgullosos y deseosos de que aquello fuera cierto.

Yo no puedo decir que mi pasión patriótica surgiera de las clases de historia del colegio, en las que hasta Atila aparecía con orgullo en los cánticos tradicionales. Pero sé que me hicieron alemán a base de un pasado glorioso inexistente y un futuro que nos tocaba construir. Gombrich pide perdón por no haber podido saber de ningún modo que los judíos estaban en peligro. También pide comprensión para todos nosotros, incrédulos y asombrados ante lo que después de la derrota fue descubierto. Pero yo aún estoy a tiempo de decir la verdad. Aunque no me atrevo. Es noviembre y todavía tengo las rodillas destapadas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario