Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

domingo, 22 de marzo de 2009

Panda de cobardes

De Profundis y ensayos

Oscar Wilde,

Losada, Buenos Aires, 2005.

No suelo prestar libros a la gente y mucho menos a los amigos. Siempre que lo he hecho, y tras un breve periodo de entusiasmo por empatizar con el otro, me he visto poseído por la estúpida necesidad de acudir al servicio de urgencia de alguna librería para que adquirir otro ejemplar. Soy incapaz de reclamarlos, no me parece justo; así que desde hace tiempo decidí que si a alguien le apetece un libro mío que se instale en mi casa para leerlo o que lo compre.

El caso de De Profundis es distinto y fue más grave. Cuando decidí abandonar mi casa, mi mujer optó – unilateralmente – por encargarse ella misma de empaquetar mis cosas y prepararlas para la mudanza. Cuando por fin conseguí tenerlo todo desempaquetado en mi nuevo cuarto, pasados ya unos meses, empecé a descubrir que me faltaban algunos libros. Sin que cundiera el pánico, elaboré una lista de no más de quince o veinte títulos. La repasé y estudié detenidamente, pero no conseguí descifrarla. La miraba de vez en cuando para recordar algún título que recuperar, poco a poco, en las librerías, pero a pesar del tiempo seguía sin tener sentido, de modo que cuando conseguí reparar completamente el daño me deshice definitivamente de ella, convencido ya de que solamente se trataba de un descuido.

La única señal que, sin embargo, sigo creyendo significativa es que se quedara con mi ejemplar de la edición de Siruela – edición de bolsillo, nada especial – de la carta que un despechado, resentido y renacido Oscar Wilde le envió al infame Alfred Douglas, Bosie como él le llama, desde la cárcel de Reading, en la que vivía recluido y humillado por su culpa.

Yo desde luego no estaba resentido, así que descarté la idea de que yo le hubiera querido dejar un mensaje similar a mi mujer. Tampoco creo que fuera ella quien me lo enviaba reteniendo el libro: hubiera sido más directa y dura, y seguramente más elegante. Así que yo creo que fue el propio libro el que decidió quedarse allí a gusto, al lado de la chimenea, para que algún día alguien lo leyera para convencerse de que ya es hora de dejar de ser cobardes.

“Nada es más raro en todo hombre – dice Emerson – que un acto propio”. Es muy cierto. Mucha gente es otra gente. Sus pensamientos son las opiniones de los demás, su vida un imitación, sus sentimientos una cita.

A pesar de tener muchas más cosas que reprocharle, esta es la única acusación que Wilde le hace a Bosie: la de haber actuado como un cobarde y no haber tenido la mínima imaginación para ser fiel a sus propios sentimientos. Los cobardes como Bosie, tienen miedo del mundo en el que viven. Pero tienen muchísimo más miedo a tener miedo. Por ello deciden renunciar a sí mismos. No digo que no intenten conocerse, explorar sus pensamientos para reconocer sus impulsos, sus deseos, sus pasiones y sus propios miedos, sino que para las decisiones importantes de sus vidas prefieren ignorarse, buscando consuelo en una vida cuya única directriz sea la coherencia. Una vez tomada una decisión cobarde lo importante es encontrar la argumentación que le dé coherencia, que la explique y que la adecue al ideario racional contra cuyas leyes, muy a su pesar, son incapaces de luchar.

Algunos años antes de la truculenta historia con Bosie, Oscar Wilde ya había manifestado su desprecio por el arte desprovisto de ideales, de la literatura privada de individualismo, pegada como una lapa a la realidad presuntamente objetiva.

Los únicos personajes reales son los que nunca existieron, y si un novelista es lo bastante mediocre como para recurrir a la vida en busca de sus criaturas, al menos debería simular que son creaciones suyas y no jactarse de ellos por ser copias.

Si este parece ser el principio artístico del Wilde autor de los ensayos que ocupan la mayor parte de este libro, cuando era aún engreído, frívolo y descarado, el Wilde dolorido y hundido de De Profundis ha descubierto que también ha de ser el principio de la vida. Sin ideales, sin la ensoñación de ser capaces de conducir nuestros propios días, acabaremos como burdas copias de lo ajeno, siguiendo un guión inútil y frustrante que nos devolverá nuestros sueños en forma de lamentos melancólicos.

Un rostro desfachatado es algo soberbio para mostrar al mundo, pero de vez en cuando, al quedarte solo y sin público, debes, supongo, sacarte la máscara aunque más no sea para respirar. De otro modo, te ahogarías.

Sólo es necesaria una precaución. Los ideales son ensoñaciones y como tales son estrictamente individuales, por tanto no pueden convertirse en necesidades y mucho menos serán universales. No serán nunca verdades y siempre serán el origen de nuestras frustraciones. Pero por ello no estamos legitimados a unirnos a una panda de cobardes.

He conocido últimamente a unos cuantos cobardes y me gustaría obligarles a todos ellos a que, si no lo han hecho, lean este libro. Que se quiten la máscara y se miren a solas al espejo. Pero no dejaré que se instalen en mi casa. Creo que el libro no cuesta más de veinte euros y estoy seguro de que lo pueden encontrar en cualquier librería.

jueves, 19 de marzo de 2009

Antropocentrismo congénito

La naturaleza humana

Jesús Mosterín,

Espasa Calpe, Madrid, 2006.

La acepción más comúnmente utilizada del término antropocentrismo es la más literal, aquella que sitúa al hombre en el centro del Universo. Es una acepción, digamos, estática, sustentada a lo largo de la historia por la cosmogonía aristotélica y que se derrumbó sin remedio tras la revolución copernicana.

Sin embargo la entrada del diccionario de la RAE también recoge un matiz más contundente: el antropocentrismo asume también que el hombre es el fin último – absoluto – de la naturaleza. Ser el fin de la naturaleza le añade contenido histórico a nuestro reinado; ser el fin de algo es mucho más importante que ser sólo el centro, le añade una satisfacción y placidez sólo comparables con las que ofrecen las drogas de paz y los gin-tonics después de comer.

Si la revolución copernicana derrumbó nuestra visión antropocéntrica del cosmos, El Origen de las especies debería haber derrumbado nuestra concepción antropocéntrica de la historia. Sin embargo a la vista está que no es así.

Por mucho que lo intentemos, somos incapaces de narrar la historia natural sin trazar un camino ascendente hacia una meta que, casualmente, somos nosotros mismos. Todos los filósofos lo han hecho, a veces tratando de basarse en conocimientos científicos, a veces acudiendo a elucubraciones delirantes, y Mosterín, aunque prometa y avise de que no lo hará, también lo hace.

Jesús Mosterín es un filósofo del CSIC que conoce y maneja una asombrosa variedad de conocimientos científicos. Yo le conocí con fantástico diccionario de lógica y filosofía de la ciencia publicado hace algunos años. A veces también es excesivamente enciclopédico y en La naturaleza humana este vicio le ha llevado a escribir unos capítulos aburridísimos sobre la clasificación de los animales. Otros son brillantes, como el dedicado a los orígenes genéticos del lenguaje.

La dificultad de hacer una narración coherente con la teoría de la evolución es, por un lado, ser riguroso con lo que significa la selección natural – la mayor capacidad, aleatoria, histórica y ocasional, de reproducirse de algunos seres vivos con mínimas diferencias genéticas respecto a sus congéneres – y no caer en resúmenes utilitaristas como “poco a poco, fueron incrementando un poco su capacidad craneal”, “se especializaron en masticar vegetales…” tras los que parece que se oculte algún tipo de intencionalidad. Esta intencionalidad es la que nos lleva a confundir más adaptado con mejor, más complejo con superior.

Esta dificultad acompañada de una pizca de corrección política, dos cucharadas de progresismo y una buena dosis de buen corazón, llevan a Mosterín a caer en la segunda dificultad, esto es, la de hilar un discurso que desde la ciencia derive en ciertas valoraciones respecto a la dignidad humana o la calidad de vida.

El ejemplo más claro es su reflexión sobre el control de la natalidad en comunidades muy pobres. Mosterín narra con horror y rabia la situación de aquellas mujeres sumidas en la pobreza que no hacen otra cosa que tener hijos antes de morir a los cuarenta. Reclama más dignidad para ellas mediante el control de la natalidad y nos confunde sugiriendo que esta dignidad esté implícita en la evolución de la especie humana. Pero esto no es así. Sólo estamos programados para propagar nuestros genes y no para vivir mejor, por ello, si la probabilidad de que nuestros hijos mueran antes de reproducirse es alta, optamos congénitamente por tener más. Es la estrategia, por ejemplo, de las ratas. Si por el contrario sabemos como proteger a nuestros hijos para que lleguen a la edad reproductiva, tenemos pocos y los cuidamos. Como los elefantes. Pero de aquí no se deduce en ningún caso que las vidas de las ratas sea menos digna que la de los elefantes.

Mosterín es consciente de la dificultad de eludir el antropocentrismo a la hora de explicar la historia de la evolución, y por ello cae en contradicciones que parecen peticiones de perdón por ser humano. Estoy seguro de que, de haber vía de escape, llegaría el día de la demostración de la imposibilidad congénita de describir nuestra propia naturaleza y nuestra historia con la objetividad científica que pretendemos.

A pesar de lo que creemos, no ocurrirá nunca. El avance de los conocimientos científicos nos lleva asintóticamente a un estado que sólo podrá derivar en un pantallazo azul ante nuestros ojos. Aparecerá un mensaje que diga “unrecoverable system error 087X007QP”, nos veremos obligados a resetear y comenzar de nuevo, perdiendo todo recuerdo de aquello que nos ha llevado al bucle singular de nuestro entendimiento.

viernes, 6 de marzo de 2009

Ahora que ya no viene

El telescopio de Schopenhauer

Gerard Donovan,

Tusquets, Barcelona, 2005.

Cuando tiré definitivamente el puto recorte a la basura, en unos días en los que L. ya me había condenado al ostracismo – o al olvido; sé que no es lo mismo, pero he estado a punto de emplear una palabra por otra, a sabiendas de que es el maldito hachís el que me hace decir cosas que no quiero – me sentí un poco huérfano. Seguía enfrascado en ese ensayo algo farragoso sobre evolución y filogénetica, pero estaba necesitado de una novela que me atrapara y me evadiera, y que, si no era mucho pedir, le diera la razón a Nietzsche.

Estuve sondeando historias de bombardeos sobre Hiroshima, memorias de literatura y voluntad, aventuras de suicidio colectivo y un ensayo sobre los efectos de la obesidad en Hollywood. Pero finalmente elegí El telescopio de Schopenhauer porque no conocía en absoluto a Gerard Donovan, ni siquiera tenía referencia alguna sobre él, ya que sólo le había encontrado una vez en un aeropuerto.

Siempre que me animo a descubrir un autor nuevo siento algo parecido a un entusiasmo nervioso: por un lado, una sensación de culpabilidad por no estar haciendo algo más debido – terminar proyectos a medio hacer – y, a la vez, una sensación de clandestinidad que me reconforta y rejuvenece. Creo que se debe a que los autores desconocidos me liberan, aunque sea de forma engañosa y temporal, de mis propias obsesiones; cuando me decido por alguien nuevo, me libero, aunque sólo sea un instante, de mí mismo.

En este caso el impulso para hacerlo lo encontré en la rabia. Hacía mucho que no ocurría así. Cuando todavía venía alguna vez a casa, buscaba historias con pequeñas dosis de melancolía tras las que ocultarme a base de ingenio y carcajadas. Pero esta vez yo necesitaba aligerarme, desenquistar los restos de dolor, salir a torear sin picadores esperando las embestidas de rodillas, sin pasamontañas ni escondites, enfrentarme cara a cara y sin miedo a mis flaquezas. De no haber estado rabioso, Donovan seguiría siendo un desconocido en el estante y yo estaría tratando de terminar, con solemnidad y aplomo, algún clásico alemán de esos que me prometo leer todos los años.

Sin embargo no es sencillo cerrar los ojos y huir, porque al final, aquello que somos y que no dejaremos de ser nunca acaba reflotando. Me lo dicen siempre las personas nuevas que conozco. Al cabo de unos años, de repente, llega un día en el que te dicen ya estás como siempre. Así me ocurrió con El telescopio de Schopenhauer, una fábula que transcurre en un nevadísimo campo de concentración, en el que dos vecinos, el panadero y el profesor, mantienen una larguísima y enigmática conversación mientras el primero cava un hoyo que sin duda será tumba.

El profesor está agotado, la llegada de la guerra a su pueblo le ha sumido en un desconsuelo que no tendrá camino de retorno. El panadero, por su parte, se siente fuerte y libre. Desde hace años decidió que su aislamiento y frialdad compondrían su escudo protector y que realmente no haría falta que la vida fuera alegre. Le basta con que haya un dios que después nos recompense:

Eso es filosofía para mí. Lo que sucede, no por qué sucede.

Así me torturaba menos. Nada de maldecir al crucifijo o al oráculo preguntando: ¿por qué a mí?, como si uno fuese único o mereciera una mención especial, cuando miles de millones piensan lo mismo. Mil millones de personas al mismo tiempo, es decir, una de cada cinco, preguntando: “¿Por qué yo?” o “¿Por qué me pasa siempre a mí?”. Y el oráculo dice: “Porque siempre te pasa a ti, ¿te enteras? No hay otra posibilidad. ¿Quién te ha dicho que la había? ¿Quién te crees que eres, exactamente?”.

El profesor, igual que Thomas Mann, sabe que así es, que no hay nada especial en nuestra naturaleza, pero no lo consigue digerir, ni con la ayudan de los dioses. Necesita creer que todo podría haber sido de otra forma, que todo debería haber sido de otra forma. Él amaba y eso sí lo hacía especial: tenía una mujer, ya probablemente muerta por culpa de los indolentes como el panadero, aquellos que no han perdido nunca nada. Eso no es un hombre, al menos no como él lo entiende.

He leído en alguna parte que los que sufren trastorno bipolar alternan épocas de euforia y tristeza desmedidas. Etapas depresivas y etapas maníacas, las llaman. En cierto modo el profesor y el panadero son dos metáforas de estos estados bipolares: euforia y tristeza, manía y depresión, Eros y Tánatos, Apolo y Dionisio.

Lo inquietante, lo que me ha hecho sentir como siempre, es que yo me identifique, a ratos, casi por igual, con uno y con otro, y no reviente en mi cabeza esta contradicción. Será que, en el fondo, sé que nunca olvidaré que ya no viene.