Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

viernes, 6 de marzo de 2009

Ahora que ya no viene

El telescopio de Schopenhauer

Gerard Donovan,

Tusquets, Barcelona, 2005.

Cuando tiré definitivamente el puto recorte a la basura, en unos días en los que L. ya me había condenado al ostracismo – o al olvido; sé que no es lo mismo, pero he estado a punto de emplear una palabra por otra, a sabiendas de que es el maldito hachís el que me hace decir cosas que no quiero – me sentí un poco huérfano. Seguía enfrascado en ese ensayo algo farragoso sobre evolución y filogénetica, pero estaba necesitado de una novela que me atrapara y me evadiera, y que, si no era mucho pedir, le diera la razón a Nietzsche.

Estuve sondeando historias de bombardeos sobre Hiroshima, memorias de literatura y voluntad, aventuras de suicidio colectivo y un ensayo sobre los efectos de la obesidad en Hollywood. Pero finalmente elegí El telescopio de Schopenhauer porque no conocía en absoluto a Gerard Donovan, ni siquiera tenía referencia alguna sobre él, ya que sólo le había encontrado una vez en un aeropuerto.

Siempre que me animo a descubrir un autor nuevo siento algo parecido a un entusiasmo nervioso: por un lado, una sensación de culpabilidad por no estar haciendo algo más debido – terminar proyectos a medio hacer – y, a la vez, una sensación de clandestinidad que me reconforta y rejuvenece. Creo que se debe a que los autores desconocidos me liberan, aunque sea de forma engañosa y temporal, de mis propias obsesiones; cuando me decido por alguien nuevo, me libero, aunque sólo sea un instante, de mí mismo.

En este caso el impulso para hacerlo lo encontré en la rabia. Hacía mucho que no ocurría así. Cuando todavía venía alguna vez a casa, buscaba historias con pequeñas dosis de melancolía tras las que ocultarme a base de ingenio y carcajadas. Pero esta vez yo necesitaba aligerarme, desenquistar los restos de dolor, salir a torear sin picadores esperando las embestidas de rodillas, sin pasamontañas ni escondites, enfrentarme cara a cara y sin miedo a mis flaquezas. De no haber estado rabioso, Donovan seguiría siendo un desconocido en el estante y yo estaría tratando de terminar, con solemnidad y aplomo, algún clásico alemán de esos que me prometo leer todos los años.

Sin embargo no es sencillo cerrar los ojos y huir, porque al final, aquello que somos y que no dejaremos de ser nunca acaba reflotando. Me lo dicen siempre las personas nuevas que conozco. Al cabo de unos años, de repente, llega un día en el que te dicen ya estás como siempre. Así me ocurrió con El telescopio de Schopenhauer, una fábula que transcurre en un nevadísimo campo de concentración, en el que dos vecinos, el panadero y el profesor, mantienen una larguísima y enigmática conversación mientras el primero cava un hoyo que sin duda será tumba.

El profesor está agotado, la llegada de la guerra a su pueblo le ha sumido en un desconsuelo que no tendrá camino de retorno. El panadero, por su parte, se siente fuerte y libre. Desde hace años decidió que su aislamiento y frialdad compondrían su escudo protector y que realmente no haría falta que la vida fuera alegre. Le basta con que haya un dios que después nos recompense:

Eso es filosofía para mí. Lo que sucede, no por qué sucede.

Así me torturaba menos. Nada de maldecir al crucifijo o al oráculo preguntando: ¿por qué a mí?, como si uno fuese único o mereciera una mención especial, cuando miles de millones piensan lo mismo. Mil millones de personas al mismo tiempo, es decir, una de cada cinco, preguntando: “¿Por qué yo?” o “¿Por qué me pasa siempre a mí?”. Y el oráculo dice: “Porque siempre te pasa a ti, ¿te enteras? No hay otra posibilidad. ¿Quién te ha dicho que la había? ¿Quién te crees que eres, exactamente?”.

El profesor, igual que Thomas Mann, sabe que así es, que no hay nada especial en nuestra naturaleza, pero no lo consigue digerir, ni con la ayudan de los dioses. Necesita creer que todo podría haber sido de otra forma, que todo debería haber sido de otra forma. Él amaba y eso sí lo hacía especial: tenía una mujer, ya probablemente muerta por culpa de los indolentes como el panadero, aquellos que no han perdido nunca nada. Eso no es un hombre, al menos no como él lo entiende.

He leído en alguna parte que los que sufren trastorno bipolar alternan épocas de euforia y tristeza desmedidas. Etapas depresivas y etapas maníacas, las llaman. En cierto modo el profesor y el panadero son dos metáforas de estos estados bipolares: euforia y tristeza, manía y depresión, Eros y Tánatos, Apolo y Dionisio.

Lo inquietante, lo que me ha hecho sentir como siempre, es que yo me identifique, a ratos, casi por igual, con uno y con otro, y no reviente en mi cabeza esta contradicción. Será que, en el fondo, sé que nunca olvidaré que ya no viene.

No hay comentarios:

Publicar un comentario