Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

jueves, 9 de julio de 2009

Otro yo

Céline sectreto

Lucette Destouches y Véronique Robert

Veintisiete Letras, Madrid, 2009.

De pronto, sin haberlo previsto y sin aún poder explicármelo, todo el Céline al que tengo acceso en mi salón ha acabado apilado en mi mesita. Ha estado pegado a mí durante días, rondando a todas horas y, al final, reflejado en un espejo, he aparecido yo.

Me lo llevé a Tel-Aviv facturado en la mochila; viajó en la guantera del coche de camino hacia la Isla, y día tras día, madrugó conmigo en el maletín de la oficina. He estado buscando las razones de esta repentina afinidad con Céline, tratando de encontrar el origen de ese reflejo, inquieto por demostrarme que él es otro, no soy yo. También hemos estado juntos durante las rutinas habituales: el calor, el insomnio, la tele, el hachís.

Todo empezó con Céline Secreto, de Lucette, la última mujer del escritor francés. Una crónica triste y dolorosa de los últimos años que la pareja pasó en Meudon, viviendo aislados de todos y silenciosos entre ellos, sin nada que decirse, con una intensidad en la tristeza de la que todos huían. El libro llevaba tiempo esperando en el estante y decidí abrirlo por casualidad el otro día, dándole vueltas a la traición. Encontré en algún lugar el nombre de Céline bajo la entrada traidor y recordé que había sido condenado oficialmente por traición a la patria, por colaboracionista durante la ocupación de Francia por los nazis. Acudí al libro buscando el lado familiar e íntimo de una traición y me encontré con una aclaración: Céline no era ése, al menos no era ése que pintaban los periódicos, era otro.

Cuenta Lucette que hubo dos hechos en la vida de Céline que provocaron su transformación: su participación en la I Guerra mundial, que le dejó moral y físicamente lastimado y las acusaciones, probablemente hipócritas, de Sartre. La guerra le había dejado inválido de un brazo, expulsado de cualquier ideal de colectividad y con un zumbido en los oídos que – según Lucette – fue responsable del estilo alucinado de los panfletos antisemitas que escribió más tarde. Unos panfletos horribles, desquiciados y llenos de odio que curiosamente no causaron ninguna repulsa de los intelectuales ni del estado francés hasta pasada la guerra. Más tarde salió Sartre a la palestra, le llamó vendido y le llenó de rabia. No quiero explicar estos textos, nadie puede hacerlo. Un traidor se explica a sí mismo o se encierra.

En la primavera de 1951, gracias el abogado Vignancour, - político ultraderechista francés y mentor, entre otros, de Le Pen ­– que logró que en el juicio no se estableciese la relación entre Destouches y el esctritor Céline, pudimos beneficiarnos de la ley de amnistía […] así que a Francia no volvió Céline sino otro, Destouches, el hombre con nombre y apellidos que se ocultaba tras el escritor, el joven que había quedado inválido en la guerra y al que habían otorgado una mención al honor que ahora le permitía expiar sus penas de ciudadanía. Céline se quedó donde estaba, en su mundo dolorido, pesimista y cínico.

Lucette Almanzor fue bailarina, como la mayoría de las mujeres que amó Céline y a las que escribió las Cartas a las amigas que encontré entre los libros más antiguos. Lo compré hace años en una librería de viejo y ahora está destrozado. Ni siquiera el celo evita que le caigan las hojas. Las Cartas muestran a un Céline excitado con el sexo y obsesionado con el culo de las mujeres, pero también paternalista y cariñoso. A mí modo de ver las cartas también demuestran la poca importancia que tenía la política – incluyendo la cuestión judía – para él, que sólo era individualista, práctico y amoral.

También P era bailarina, y siempre nos imaginaba viviendo en un ático muy luminoso: yo pintando y tú con esos libros; con unas gafas aún más gruesas que las mías. Cuando le asentía sonriente, mentía. Sabía que acabaría desertando.

P apareció de nuevo estos días a causa de la traición. Pensé en escribirle una carta, en explicarme, pero es una idea por la que siempre estoy de paso, de la que nunca he ido más allá de imaginarla, de tomar notas para una carta pensada que siempre termina con un adiós, tengo prisa, en el fondo yo ya me iba ya que para quedarme debería encontrar el momento de ser otro, de no ser yo. Ocurrirá otro día, siempre habrá otro día.

Es la edad también que se acerca tal vez, traidora, y nos amenaza con lo peor. Ya no nos queda demasiada música dentro para hacer bailar a la vida: ahí está. Toda la juventud ha ido a morir al fin del mundo en el silencio de la verdad. ¿Y adónde ir, fuera, decidme cuando no llevas contigo la suma suficiente de delirio? La verdad es una agonía ya interminable. La verdad de este mundo es la muerte. Hay que escoger: morir o mentir. Yo nunca me he podido matar.

Fueron éstas las primera palabras que releí de Viaje al fin de la noche. También está roto, pero no es tan viejo. Es una edición de bolsillo de la novela de Céline que compré de joven y a la que rompí el lomo para poder leerla. Al reabrirlo comprobé el daño que le hice y me he pasado todos estos días leyendo con el cuidado de no perder ni una de las hojas despegadas, protegiendo la integridad del retrato que poco a poco iba apareciendo al fondo en el espejo.

Ayer decidí, por fin, salir a cenar a un lugar tranquilo y luminoso, para leer con más calma y sin calor. Le pedí al taxista que me llevara al Café Comercial y en la planta de arriba había una pareja con una chica que lloraba. Ella la consolaba y él no le prestaba atención, no me pareció que fuera por hastío, sino por costumbre. Me quedé inconscientemente observando la figura de la chica, me estaba dando la espalda y podía fijarme en detalle en sus caderas, como si sólo allí pudiera encontrar el defecto que explicara tanto llanto.

Podría echarle la culpa a las lecturas de Céline. Pero no es otro, soy yo.

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