Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

miércoles, 3 de febrero de 2010

Una mujer que me indique el lugar

La historia que no pude o no supe escribir

Javier Cánaves,

Baile del Sol, Tenerife, 2009.

Desde hace algún tiempo sospecho que pasé toda mi infancia en algún barrio de Palma de Mallorca. Aunque sea confuso, a pesar de todas las dudas que emborronan mi memoria, es cada vez más frecuente percibir este recuerdo como una certeza. Más aún cuando vuelve a mí la imagen de la casa de mis padres. Estaba situada, sin duda alguna, en un barrio de interior, en uno de esos barrios mediterráneos que reciben todo el polvo del campo seco en las afueras, mucho más, al menos, que brisa fresca desde el mar, infinitamente más lejano.

Todavía no he sabido averiguar qué razones tiene mi pasado para hacerme creer que crecí en uno esos barrios que bordean las calles que abren la ciudad, aquellas que antaño sirvieron de camino para llegar desde la part forana a la capital y que ahora están más bien pensadas para acercar el puerto a los polígonos industriales. Me refiero a calles como General Riera, Aragón o la calle Manacor, por mencionar algunas. Barrios desiertos en una tarde de verano, abiertos a un sol proletario donde los niños crecían en la plaza a la hora de la siesta; lugares tan alejados del agua azul que la sola idea de pasar un domingo de familia y playa merecía una celebración alborotada. En un allí como estos – no lo puedo ver con más nitidez ahora – estaba la casa en la que me crié.

Me lo insinuó el viejo en su última visita. En su única visita, perdón. Llegábamos desde el aeropuerto al centro y al pasar por el Parc de la Mar me dijo me recuerda a Bari, tiene la misma luz y sobre todo el mismo olor. Todas las ciudades de este mar tan calmo son parecidas, le dije y sí, tienes razón, detrás de la catedral, en cualquiera de las calles del barrio viejo, podría haber señoras vendiendo pasta fresca, ruidosas motocicletas doblando sin casco las esquinas y, en cuanto lo pruebes, verás que el tumbet huele a pizzaiola. También aquí en los salones de las casas los padres apenas hablan entre sí, las madres gobiernan a sus hijos y éstos huyen en cuanto pueden a la calle a darles patadas a un balón.

Pero no supe preguntarle más. Al fin y al cabo fue él el que me enseñó que en nuestra casa no sabremos nunca de dónde somos, que por mucho que investiguemos serán ellas quienes determinen el lugar, tanto la procedencia como el destino.

Fueron, los de la visita, días de invención. Redescubrí junto a mi padre los lugares por los que no había vivido de pequeño: el colegio falso de mi hermano y la iglesia donde no hice la primera comunión, el horno donde no compré nunca el pan, los helados que nunca disfruté. Fui consciente por primera vez que no había nada fundamental en certificar el lugar del que procedo, que podía inventarlo a mi gusto, adaptarlo a las circunstancias y al contexto, esperar, en definitiva, a que llegara el día en que ella apareciera y supiera establecerlo. Darle, por fin, a cada historia su sentido.

También descubrí que importan más los lugares de los alguna vez huimos y encontré una prueba de ello hace unas semanas, en la novela de Javier Cánaves, que es de lo que debería hablar ahora. Aprendí que lo que somos reside en las razones de esa huida, pero estoy tratando de volverme cuidadoso y sé que a menudo éste es un misterio que nos está vedado o que resulta tan doloroso que requiere desandar lo andado, pisar en dirección contraria las cicatrices que quedaron. Fue este miedo el que selló el pacto de silencio de aquellos días, el pacto del silencio y la invención.

Creo que ha llegado el momento de hablarles de la novela de Javier, pero me resulta demasiado cercana y es tremendamente fácil parecer un loco cuando se escribe una carta confiada a un desconocido. Léanla. Léanla como creo que deberían leer cualquiera o, mejor aún, todos sus libros. Léanlos si andan perdidos, y si no lo están, léanlos para recordar cómo eran cuando lo estuvieron. También prometí en una ocasión que explicaría cuál es mi relación con la isla, pero como ya he dicho, lo único que creo saber es que crecí allí, aunque ya saben que no lo recuerdo bien del todo. Probablemente, después de tantos años, mi madre esté dispuesta a negarlo y mi padre no se atreverá a contradecirla.

Lo que sí recuerdo con certeza es que Mallorca siempre ha sido para mí un faro de las noches en calma, de esos faros de mar quieto que muestran caminos inabordables que sin embargo, te empujan a recorrer. En dos ocasiones huí de allí pensando que había llegado la hora de encontrar otro lugar, un lugar al que realmente pertenecer. Por supuesto no fui yo quién supo descubrirlo, sino mujeres que en un momento de mi vida parecieron diferentes, las que nos cambian la vida – las que le ofrecen un sentido – y casi nunca para bien. Ahora, mientras me consuelo pensando que aún puedo hacerles daño, espero, mirando hacia el otro extremo de una calle atestada de coches, a que aparezca la siguiente víctima. La que me devuelva por fin al lugar en el que nací.

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