Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

viernes, 4 de septiembre de 2009

Verano

El paseo

Robert Walser,

Siruela, Madrid, 2008.

Por fin ha llegado el verano, lo noto por el calor. Me he dado cuenta esta mañana al despertar, al despertar empapado a causa del calor. Luego también he notado la llegada del verano por el tono de la luz. Se pone ácida y punzante a través de las cortinas, y basta atreverse a abrir ligeramente un ojo para que la luz te fulmine y te despierte.

Así al menos ha sido esta primera mañana de verano, en la que me he despertado en una charca con una sobredosis de luz y de calor.

Había abierto los ojos molesto por la humedad pringosa de la baba que había estado vertiendo – creo que gota a gota – sobre la almohada. Pero los volví a cerrar con pereza al comprobar que la del otro lado de la cama seguía vacía, como siempre. Podía no haber sido así. Se podía haber dado el caso de encontrar allí a Carmen, una estudiante de letras que me ha estado besando en los conciertos durante todo el invierno. Pero Carmen tiene la puta costumbre de no contestar nunca mis llamadas de modo que la había dejado allí en los conciertos, en el invierno y en la ciudad.

Está bien así. A la mierda la ciudad, ya ha llegado el verano.

Me giré para mirar la hora en el teléfono y comprobé que era tan temprano como siempre; tan temprano como de costumbre me obligan la oficina y los atascos. Pero ya estábamos en verano, así que no hice caso del reloj y pensé que además, en esas circunstancias, también era una ventaja que Carmen no estuviera. Cuando al despertar me topo con compañía me resulta mucho más difícil dar media vuelta; me cuesta acomodar la almohada sin más y volver al sueño. Creo que me emociono y me desvelo.

Volví a echar un vistazo a la mesita antes de recostar de nuevo la cabeza en la almohada, por su lado seco esta vez. Me fijé en el color amarillo chillón de la portada de un libro; qué libro es ese, qué hace ahí ahora, con toda la habitación invadida por la luz ácida y por el calor. Era tan temprano.

Recordé que la portada amarilla era de El Paseo de Robert Walser que me había prestado Carmen. Se lo había recomendado con insistencia su profesora de Literatura universal I, y yo no tuve más remedio que hacerme el interesado. Literatura universal, curioso concepto. A pesar de ser la literatura una actividad exclusivamente humana, llamarla universal no me resulta ni pretencioso ni solemne, porque, al fin y al cabo, a qué otro ser del Universo – que no sea humano – puede interesarle un sustituto tan blando de la vida, tan de sofá. El resto de los seres del cosmos, estoy seguro, están mucho más interesados en vivir.

Pero, por fin, ha llegado el verano. Lo noto por el calor. Me he dado cuenta esta mañana al despertar bañado de baba y de sudor. Empecé a notar las sábanas empapadas y pegajosas justo en el momento en el que oí pasar una ambulancia tañendo su sirena. Me pareció que era en mi calle, probablemente se había parado en mi portal. Pero puede que también estuviera confundiendo el sonido de la sirena con el de claxon insistente y melódico de un coche. O quizás era una orquesta completa de coches que pitaban atascados unos contra otros una canción conocida. Dejé que se me abrieran los ojos, los dos, y que la luz - que lo invadía todo de un blanco limpio – encogiera brutalmente mis pupilas. No podía ser una orquesta de coches, es verano, ya no estoy en la ciudad y aquí no caben tantos coches.

Quedé mirando al techo celebrando la llegada del verano y la lejanía de la ciudad. Estaba en el pueblo para gozar del tiempo, para pasear por las repeticiones rutinarias de escenarios, caminar siguiendo el rumbo fijo que marca la orilla de la playa y observar el aburridísimo perfil del mar. Ahora serán la imaginación y la literatura quienes traigan cosas nuevas. En verano se puede pasear, ser niño y leer, que a fin de cuentas es exactamente lo mismo, algo así como imaginar la vida y no vivirla. Yo para eso necesito la rutina de la playa, el inmutable decorado de mi pueblo y la butaca del salón.

[…] Pero he de confesar que veo la Naturaleza y la vida humana como una serie tan hermosa como encantadora de repeticiones, y además quisiera confesar que contemplo esa misma manifestación como belleza y como bendición.

A la mierda la ciudad, debió pensar Walser cuando abandonó Berlín para volver a su Suiza rural y pasear por lugares conocidos, pasear una y otra vez por escenarios repetidos; pasear hasta la muerte. A la mierda la ciudad y la oficina, pensé yo. Me quedan muchos despertares eternos como este. Ha llegado el verano, un verano sin ciudad ni oficina, sin esa necesidad suya de algo nuevo cada día.

En conjunto la continua necesidad de goce y prueba de cosas siempre nuevas se me antoja un rasgo de pequeñez, falta de vida interior, alejamiento de la Naturaleza y mediana o defectuosa capacidad de comprensión. Es a los niños pequeños a los que siempre hay que mostrarles algo nuevo y distinto para que no estén descontentos.

Me revolví más nervioso en la cama cuando oí sonar la sirena por segunda vez. La melodía me resultó más familiar y quizás se tratara de una alarma. Pero al abrir los ojos sentí el sol más alto en mi frente y decidí que era hora de salir a aprovechar el día. Salté ágil – eso creo – de la cama y como tenía el pelo empapado pensé en visitar al peluquero, preguntarle por sus hijos y cortar un poco la melena para adecuarla a las temperaturas estivales. Decidido como estaba, tomaría una ducha fría, de esas duchas que sólo te permite un buen verano y saldría al quisco a hacer acopio de periódicos, que por esta época son más finos, llenos de noticias de conciertos y fichajes. Sólo algunas páginas siguen dedicadas a los extraterrestres que vagan por el mundo con sus guerras.

Por desgracia no tardé mucho en volver a escuchar la alarma. Ahora la oía con mucha intensidad. Abrí los ojos violentamente, asustado y finalmente reconocí la misteriosa melodía. Era el Nokia Tune de mi teléfono, el que hace de despertador.

Hacía calor y la habitación estaba invadida de una luz ácida e incisiva. Miré el reloj y comprobé que llegaba tarde a la oficina. El primer día.

No, ya no es verano.

3 comentarios:

  1. jajajaja, por un momento me veia haciando maletas y largandome lejos.....espero que tu vuelta no sea muy traumatica..ademas septiembre tampoco está tan mal.

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  2. De niño a niño, este blog ya se ha convertido en un habitual de mis lecturas en la red. Saludos.

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  3. Muchas gracias por tus palabras Javier, es un honor para mí compartir la infancia contigo.

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