Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

domingo, 14 de junio de 2009

La fábrica de nubes

Arquitectura moderna en la central de Soto de Ribera.

Natalia Tielve,

CICEES, Gijón, 2009.

No sé cuánto de esta experiencia me estoy perdiendo por pasarme las horas adormilado en la cabaña, tumbado sobre un camastro adecentado con un colchón tan fino que parece una sábana y una almohada confeccionada con el saco de la ropa sucia. No sé cuánto recordaré de este tiempo pasado en la cabaña frente al mar de Birmania, vencido por el efecto del humo con el que, al atardecer, día tras día, lleno de densas nubes la estancia y de ensoñaciones caprichosas mi mente.

El opio me lo provee uno de los capataces chinos que trabaja con nosotros en la obra. Viaja cada mes a Bangkok y me trae una cantidad suficiente para pasarme adormilado el mes siguiente por lo que siempre me recomienda que sea cuidadoso, que lo comparta, por ejemplo, con el cocinero italiano. No se atreve a pedírmelo pero sé que le gustaría conseguirlo, me dice. Prefiero no hacerlo, desde que me fui he sido de rituales solitarios. Tumbado en la cama despliego el papel de aluminio sobre el suelo, deposito con cuidado una o dos de las bolitas marrones y las caliento con el fuego de un mechero hasta que comiencen a humear. Las hago rodar en círculos sobre el papel para suavizar la combustión y luego inhalo el humo con un canuto de cartón viejo, una y otra vez, profundamente, hasta que se caiga el libro de mis manos, y luego cedan los párpados sobre mis ojos.

Ya queda poco trabajo para finalizar la obra: terminaremos la torre refrigerante de la central en pocas semanas y aunque falten algunos detalles de la presa y adecentar los jardines del poblado para los trabajadores que aquí se instalen, no tardaremos más de un año en estar de vuelta. De hecho ya estamos preparando la logística del retorno y, para organizarlo, ha llegado una chica nueva a la oficina. Se llama Tess, es escocesa y morena, puede que guapa. Como responsable de todos los bienes de la empresa, también se encarga de gestionar el archivo y la biblioteca.

Si hubiera dependido sólo de mí hubiera elegido no conocerla. No necesito crear nuevos vínculos personales con el retorno tan próximo y además hubiera preferido evitar darle explicaciones sobre mi estado. En los últimos tiempos he adelgazado mucho, mis fosas oculares se han hundido y la flaccidez de la cara hace que mi mandíbula parezca más prominente, y los dientes, más separados y amarillos. Pero sigo necesitando acudir a la biblioteca para disponer de libros que me acompañen en el ritual de la quema de las bolitas marrones. A pesar de que el calor, la humedad y el humo hayan atrofiado mi memoria, necesito leer algunas líneas antes de permitir que el opio se apodere de mi voluntad cada noche.

Así que me presenté a Tess. Es de ese tipo de chica que parece de una clase social a la que nunca perteneceré. Tiene los dientes perfectamente alineados, limpios y blancos, tiene el cuerpo firme – no sabría decir si por la juventud o los cuidados – y parece pertenecer a una familia ordenada y agradable, de esas aburridas y convencionales que encandilaban a los escritorzuelos de principios de siglo. Es educadísima e inexpugnable, siempre protegida por su sonrisa y su alegría dicharachera.

Le pregunté si habíamos recibido algún libro nuevo de la central para la biblioteca. Ya te conté que es una biblioteca muy corporativa: libros de empresa, historias de la ingeniería y la arquitectura, ensayos sobre las centrales de ciclo combinado, y volúmenes con miles de datos sobre materiales. También hay algún libro de Ken Follet y de Dan Brown y hace algún tiempo, sorprendentemente, aparecieron en los estantes algunos ejemplares de Conrad traídos por un misionero o un cooperante de la zona. Desaparecieron cuando huyó el aparejador vasco, ese visionario estúpido y sexópata que escapó selva adentro con una muchacha joven del poblado, tan joven que él mismo llamaba Ternura.

Tess me mostró las novedades sin demasiado interés. Quizás pensaba que con mis manos grasientas y callosas lo de leer libros era una impostura. Quizás fuera porque se notaba que yo le hablaba nervioso y cabizbajo. Puede que imaginara que yo trataba de aproximarme a ella para explorar la posibilidad de matar el tiempo con su cuerpo. Pero soy consciente que entre esa alegría de familia educada y mi camastro hay un abismo que sólo se atraviesa con dolor, con un dolor que ya no soy capaz de infligir a nadie.

Me indicó Arquitectura moderna en la central de Soto de Ribera, una de las obras emblemáticas de la empresa, realizada a medidados de siglo pasado cuando el norte de España era todavía el tercer mundo. Soy escocesa, pero mis padres eran de esa zona, me dijo, y desde niña pensaba que en la enorme chimenea se fabricaban las nubes y las lluvias que verdean el paisaje.

Recordé las tardes de juventud, tras el colegio, tú y yo sentados en las colinas fumando, mirando a través del humo de las chimeneas la sombría postal de Manchester en plena decadencia. Perdimos el tiempo esperando que aquella realidad se llenara de chicas libertinas como las que conocimos en Mallorca. Ahora paso las noches odiando la alegría de Tess, tumbado en el camastro infame de mi fábrica de nubes.

Espero volver a verte pronto. Espero estar recuperado y sobrio para entonces.

Siempre tuyo,

John.

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