Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

domingo, 22 de febrero de 2009

El faro de Tazones

Los anillos de Saturno

W.G. Sebald,

Anagrama, Barcelona, 2008

Sin que se conozca con claridad el motivo, Sísifo fue condenado a subir perpetuamente por la empinada ladera del monte Hades rodando una enorme roca hacia la cima. Siempre que estaba a punto de alcanzarla, la piedra se caía, precipitándose rápidamente hacia el valle, y obligando al antiguo rey a reintentar la hazaña. Dicen que Sísifo pasó el resto de sus días subiendo y bajando la montaña, algunos incluso creen que lo hará toda la eternidad en el infierno, pagando por sus misteriosas y múltiples culpas.

Una vez vi a Sísifo en Oles, una pequeña aldea que disfruta de los escasos llanos de monte que hay cerca del puerto de Tazones. En una granja, en un cercado perfectamente rectangular de al menos media hectárea, vallado con una endeble rejilla de alambre, estaba encerrado un jabalí que trotaba permanentemente por uno de los lados largos del rectángulo, hacia delante y hacia atrás, una y otra vez, como aquellos carrileros de medias caídas que desaparecieron con el fútbol de los ochenta. No sabría decir cuál era la roca que este Sísifo rodaba – quizás su estúpida cautividad porcina – pero aquella tarde recorría una y otra vez una banda a la que ya le había arrancado toda la hierba, labrando en el césped un carril de no menos de veinte centímetros de profundidad, lleno de barro oscuro y húmedo que cedía al peso del animal en cada pasada. Se había olvidado completamente de los otros tres lados del perímetro y, mientras buscaba la salida en cada vuelta, sus carreras le hundían más y más en aquel fango.

La carretera que lleva al faro de Tazones, y que pasa muy cerca de esa granja de Oles, es mi monte Hades particular. Allí he subido, entre manzanos y eucaliptos, empujando monte arriba mi cabeza, en las ocasiones en las que sentía la proximidad del cambio. Subí al faro de Tazones cuando decidí abandonar por primera vez la Isla, cuando me fui a Suiza, o cuando entendí que mis padres empezaban a necesitar de mis cuidados más que yo. Siempre que pensé que había algo importante por ocurrir, me iba al faro de Tazones a ver amanecer. Lo hice antes de casarme, antes de saber si me daban un trabajo o tras la muerte de un amigo.

Al salir el sol emprendía el viaje de vuelta cuesta abajo. Somnoliento y silencioso, fumaba mientras el coche deshacía por sí solo el camino de la ladera, con las luces cortas alumbrando mi cabeza que rodaba alegremente, unos metros por delante, ansiosa e inconsciente por volver a la realidad.

Durante unos de estos ascensos, me llamó Pablo para hablarme del libro de Sebald.

-¿Cómo estás?
-Bien y ¿vosotros? ¿Qué tal el guaje?
-Muy bien. Oye, tienes que leer Los anillos de Saturno. Es increíble.
-Lo tengo en el estante desde hace tiempo, y está en la lista de los próximos, pero necesito tiempo.
-Tienes que leerlo. Déjate de historias, es impresionante. Yo creo que ya es mi libro preferido.
-Vale. Me pongo con ello.

Cuando una sugerencia es tan contundente y cualificada, y además viene de alguien tan querido y admirado, a la vez que tan parco en recomendaciones literarias, sé que debo obedecer. Pero el hecho de que me recomendara Los anillos me imponía respeto. El escritor Alemán se encuentra entre aquellos a los que sé que debo dedicar todos los sentidos. Leer un libro de Sebald me exige concentración y entrega, y siempre me ha merecido la pena. Pero estos libros también me dan miedo. Diría que, de algún modo, casi siempre me han cambiado la vida.

En esta ocasión, la inconveniencia era que yo estaba en medio de un ascenso, ya casi exhausto y con la lengua afuera, excitado ante la expectativa de hacer cumbre. Por ello estuve mareando el libro varias semanas, superficialmente, sin sintonía. Sin embargo, tras el último traspié, que me devolvió a mi condición de escalador neófito y que lanzó mi cabeza rodando nuevamente hacia abajo, recuperé el espacio para su lectura.

Los anillos de Saturno no es un libro difícil de leer, pero tiene esa característica de la obra de Sebald de sugerir una infinidad de mensajes codificados en un relato sencillo y con un falso aire cotidiano. Siempre me ocurre, siempre tengo la sensación de que ha quedado algo fuera de mi alcance, y que es lo que realmente esconde las verdades esenciales. De modo que creo que podría estar leyendo estos relatos una y otra vez, eternamente, descubriendo en cada pasada una nueva lección, hundiéndome en cada sprint en el lodazal de mi naturaleza.

Cuando Sebald decidió escribir las notas de su excursión a pie por las costas del condado de Suffolk, en el este de Inglaterra, ya era mucho más maduro y astuto que yo. Así que supo hábilmente evitar caminos escarpados o laderas empinadas, y recorrió la costa entre colinas suaves y campos llanos de maíz, como si en lugar de subir y bajar al faro de Tazones, diera cómodas y apacibles vueltas a su alrededor.

Durante estas largas caminatas, con breves conversaciones con los lugareños, alguna visita a monumentos y granjas, reencuentros con antiguos colegas y personajes misteriosos, Sebald va tejiendo un relato subjetivo y magistral de la naturaleza humana. Desde la civilización China a la Inglaterra de principios de siglo, desde las andanzas de Conrad en el Congo al relato de la crisis Irlandesa de los años veinte contada por boca de la clarividente señora Ashbury. La batalla de Waterloo, los bombardeos de la segunda guerra mundial, el ascenso y caída de los condados de caza del campo inglés.

Siempre hay algo excepcional en la literatura de este alemán que vivió afincado en Inglaterra, y en esta ocasión me he quedado asombrado de la capacidad del escritor para explotar el potencial metafórico de la Naturaleza.

Siempre me ha parecido un poco estúpido atribuir rasgos humanos a los animales. De hecho siempre he oído decir que hacerlo con las mascotas domésticas acaba generándoles problemas psicológicos. Ahora estoy convencido de que no lo hacemos para dignificarles, sino por nuestra necesidad de simplificarnos a nosotros, de ser condescendientes con nuestros propios problemas mentales. Humanizamos a los animales porque necesitamos reencontrar un alivio sencillo para nuestras frustraciones y contradicciones derivadas de la conciencia. Con los avances de la ciencia, hemos descubierto que la biología es una buena disculpa de nuestros fracasos. Quizás pueda parecer demasiado fácil, pero creo que es irrefutablemente verdadero.

-¿Cómo lo llevas? ¿Cómo vas con el libro?
-Bueno, ahí ando, me está costando leerlo porque no encuentro el momento. Tú, con todos los líos que tienes, ¿pudiste leerlo tranquilo?
-No. Ya sabes que es muy complicado leer a Sebald con una mujer metida en la cama.
-Ya. Entonces comprenderás que mucho más difícil es hacerlo con una metida en la cabeza.

Con el talento y la maestría que hay en los relatos que componen Los anillos siento que me acarician el lomo como a un cerdo, que pertenezco a una manada de arenques de camino a la oficina, que follo como un molusco en una playa, y siento sofoco cuando me aniquilan al vapor, como a un gusano de seda en el III Reich. Sé también que parezco una codorniz enjaulada y desquiciada a la que cualquier día se le parte el cuello, lanzando el cogote ladera abajo hasta caer al agua en el Calieru, a medio camino entre la Isla y el faro de Tazones.

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