Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

jueves, 21 de enero de 2010

Un principio y dos palabras agudas


El fin de semana perdido

José Luis Piquero,

DVD, Barcelona, 2009.

El principio antrópico. En algún momento durante el año en el que yo nací, un físico australiano inventó un misterioso nombre para una obviedad que, a pesar de serlo, carece de toda evidencia empírica posible: el Universo, y las reglas que lo rigen, debe ser compatible con la vida, y más concretamente, con la vida humana.

Más allá de su relevancia filosófica, esta premisa funciona bien a modo de ligadura, de requisito inexcusable para cualquier teoría científica: todas las explicaciones que construyamos de la Naturaleza deben ser compatibles con nuestra aparición sobre el planeta. La distancia entre el Sol y la Tierra debe ser suficientemente grande para que no nos abrasemos; la intensidad de la fuerza nuclear debe ser suficiente para que los átomos sean estables y formen moléculas duraderas, y la masa del protón debe permitir la formación de los átomos de carbono, esenciales para la aparición de la vida.

Sin embargo, y a pesar de toda la controversia generada en torno a él, el principio antrópico es una obviedad. Está implícito en nuestra necesidad de explicar, puesto que todas nuestras elucubraciones sobre el entorno que nos rodea requieren necesariamente que confirmemos nuestra existencia. Toda explicación requiere que nos expliquemos y por ello el principio antrópico no es más que una tecnificación inútil de la máxima cartesiana que igualaba el vivir al pensar. La vida exige que nos pensemos – es nuestra única función biológica diferenciadora –, y pensar el mundo termina equivaliendo a vivir.

Nunca ha habido otro tiempo ni otro espacio.

Una mañana el aire
estaba como virgen, intocado
por la mano del dios, y comprendimos:
nunca llegamos, nunca nos iremos.

Una rueda perfecta, si esto fuera una rueda.
Una prisión perfecta, si esto fuera una prisión.


Aflicción: Una de las consecuencias de nuestra necesidad de explicar el mundo que nos rodea es la inmediata tentación de transformarlo. Nos explicamos el mundo para existir, y, ya que estamos, lo adaptamos para sobrevivir y perpetuarnos. En el fondo más que una consecuencia, nuestro impulso transformador del entorno es una necesidad y, de hecho, sería más correcto postular el enunciado contrario. Nuestra única ventaja adaptativa es nuestra capacidad de transformar el medio para obtener los recursos y crear las condiciones adecuadas para nuestra supervivencia. La evolución nos ha dado la mezcla apropiada de ingenuidad e inteligencia para convencernos de que, para modificar el entorno, la mejor estrategia pasa por la ilusión de comprenderlo.

Desgraciadamente tendemos a convertir la necesidad en destino y así conseguir no sólo explicarnos sino también justificarnos. Es por ello que existe una versión fuerte – mucho más controvertida y delirante – del principio antrópico que dice que no sólo el Universo debe permitir la existencia de la vida humana, sino que de hecho está regulado exclusivamente para producirla. También tendemos a convertir las capacidades en obligaciones, y por ello nuestro potencial transformador se convierte en un deber.

¿Y por qué iban a ser las cosas de otro modo?
Ellos nos miran pero no nos ven.
Se diría que esperan algo que va a ocurrir.
Nunca ha ocurrido nada
y nada va a ocurrir. Permanecemos.

Ha de haber un milagro en todo esto.
O mejor nos dejamos de milagros.

Aflicción, no nos dejes
ahora que sabemos lo que somos.
Aflicción: nuestra última certeza
cuando ya no nos quedan más certezas.


Eyaculación: Hemos sublimado la forma más básica de perpetuarnos y hemos inventado amar. Eyacular amando. Pero todas las eyaculaciones de mi vida son contra natura. Inútilmente elaboradas con el ansia nerviosa de una excitación que finalmente impulsa la dosis perfecta de mis genes para que terminen estampándose contra el algodón sucio de una sábana, la frialdad impasible de la loza o la elasticidad nueva de una goma. A veces ha ocurrido de un modo diferente. Es cierto. En alguna ocasión he mezclado con saliva el elixir de una estirpe futura, y en las más notables lo he depositado, mientras cerraba los ojos con alivio, sobre la piel trémula de alguien que esperaba. Pero no me permito olvidarlo: mis eyaculaciones son contra natura. Sirven para que, aunque sea sólo en un instante eléctrico, yo me olvide de este mundo. No explicarlo, morirlo. Pero no pretenden perpetuarlo, y ya no me permitiría pensar en trasformarlo. Los vicios de juventud, ahora, se compran en la calle.

Morir.
No es necesario, salvo en la adolescencia:
el exceso de amor nos asfixia y estamos dispuestos a inmolarnos con el mundo.
Somos el cuarto oscuro de cualquier casa.
Cada mañana el mundo renace sin nosotros y entre la muchedumbre dejamos esa afrenta,
helados como sombras en el verano de otros.

Tontos adolescentes – por mucho que nos gusten –,
mientras fuman y lloran en mitad de la escalera.

Después de doce años de silencio José Luis Piquero ha escrito un libro que, según dicen, es de lo mejor que ha dado la poesía española el pasado año. Yo me vuelvo a quitar el sombrero para celebrarlo. Hay cosas que, a pesar de mil intentos desde entonces, nunca cambian.

miércoles, 13 de enero de 2010

John y Tess en la fábrica de cuentos

Concierto del No Mundo

A.G. Porta,

Acantilado, Barcelona, 2005.

Se acabará marchando, de eso estoy seguro. Será pronto, y, como de costumbre, no habré hecho lo suficiente para evitarlo. Se acabará yendo y me quedaré igual que siempre, inmóvil, huyendo hacia el teclado como si la única salvación posible que está a mi alcance fuera la de escribir una gran obra que contenga todos mis silencios, todas las imágenes que invento. La vida inventada.

Pero esta noche escribo sin ayuda: terminé la última postura de opio tras tu visita, esperando que me sirviera de coartada para eludir el choque brusco con la realidad, con el Mundo. Sé que debería hacerte caso y dejar de engañarme: mi vida inventada no vale nada sin el humo y la sobriedad no me deja abrir los ojos. Me deja inmóvil, callado y sonriente. Tú mismo sabrías ponerle un símil.

Le he estado dando vueltas, muchas vueltas hasta quedarme atónito observando la bombilla de la única farola que ilumina mi calle. Es una bombilla amarilla, como casi todo aquello que últimamente aparece ante mis ojos en los momentos de alarma. Pero en esta ocasión la luz de la bombilla es de un amarillo blanquecino y tenue. Tan tenue que, francamente, la farola es lo único visible de la calle. Yo, al menos, no logro distinguir nada más: no hay casas, ni aceras, ni asfalto. Tampoco pasan coches. Parece que en esta calle, si realmente existe, sólo hay una farola envuelta en un halo de penumbra amarillenta que desaparece en pocos metros. Todo el resto es oscuridad.

Me he quedado embobado mirando a la bombilla, dándole vueltas a todo esto. También al asunto de Tess. Pero me he distraído pensando en el momento en que, justamente encima de la única ventana de mi habitación, un funcionario municipal decidió poner esta estúpida farola. Una farola tan débil que sólo logra iluminarse a sí misma es una farola inútil. Y esta es tan inútil que sólo cobra sentido si en realidad fue instalada para observarme, ya que, claro está, desde el otro lado de la calle lo único visible es la farola y su penumbra, pero también los son mi ventana y mi cara retorcida observando la bombilla.

La revelación de esta nueva perspectiva de la calle me ha producido una sensación suave de ridículo, similar al pudor que se siente al descubrir ser observado en la distancia. He creído sentir que me espiaban con una linterna, aunque a ratos parecía mucho más probable que estuviera siendo interrogado tras una enorme lámpara policial. He bajado la mirada para descansar la vista y he descubierto mi sombra proyectada más abajo, en el piso de la calle. De forma inconsciente y algo patética me ha parecido estar ante el único foco de un teatro oscuro, de pie en un escenario frente a un mar de butacas que no sé si están vacías, listo para arrancar un monólogo cínico y brillante con el que exponer todas mis certezas. Un monólogo breve y monocorde, sin duda.

Creo que en algún momento del discurso, seguramente cuando estaba siendo más convincente, pensé que la farola era un faro. Pero finalmente comprobé que la luz provenía del viejo flexo que hay sobre mi mesa, el mismo que ahora ilumina un cuaderno casi en blanco en el que he tomado las notas que me ayudarán a escribir tu carta. Decidí cerrar las persianas y apagar la farola. Encerrarme una vez más, darle vueltas al asunto de Tess y resolver de una vez por todas todo esto.

Sé que se acabará marchando y no habrá nada que yo pueda hacer. Pero no importa, debo pensar primero en mí, recuperar el pulso, volver a percibir la vida tal y como es, o al menos tal y como dicen que es. Iré paso a paso. Aquí todavía me cuesta distinguir el día de la noche, a pesar de que en Manchester hace años que el humo de las fábricas dejó de flotar sobre el río. El aire ahora está más limpio, pero no es suficiente y tú lo sabes. Conocemos bien el esfuerzo que pone la ciudad en permanecer gris a todas horas. Además he cerrado las persianas para evitar la luz de la farola y, en cualquier caso, ahora eso no importa: he vuelto con la convicción de concentrarme y resolverlo, de modo que después de algunos días de bienvenida para celebrar mi retorno he decidido evitar a todos los demás. Me he impuesto acudir a su compañía sólo en los momentos más festivos, aquellos que garanticen el éxito de mis bufonadas y no requieran demasiadas confidencias.

Debes darme más tiempo porque ahora es así: necesito arreglar todo lo demás pero cuando cierro los ojos, cuando vuelvo a mi No Mundo, ella se apodera de mi voluntad. Necesito pedirte más paciencia. Ha pasado tiempo y lo sé, pero no aún el suficiente para perder la esperanza de olvidarla.

Hay noches que John el viejo deambula tosiendo por la casa. Duerme tan mal que él tampoco distingue ya el día de la noche. He seguido a lo largo de todos estos años su camino hacia la renuncia y nunca he sido capaz de hacer nada por él. Hubo un tiempo en el que preferí huir y acabé encontrando a Tess. Así que esta noche, en lugar de salir a ayudarle, me recluyo en el estudio frente al teclado, molesto, fastidiado porque que sus ruidos interrumpan mi vida inventada sin pudor, obligándome a recurrir una vez más a la novela de Porta, a la invención de la literatura, a la invención de la invención de la literatura; a la invención de la niña, a la invención de la niña inventada. Y una vez más, Tess se apodera de todo.

“Si no estuviera tan desesperado se sentiría feliz. Feliz porque los pasos de la niña le parecen minuciosamente calculados. No se irá, sonríe. No la dejará marcharse tan fácilmente. Eso sería una huida, y la niña de su historia no puede acabar huyendo, por más cansada que se sienta, por más que le disguste lo que el pensamiento construye a su alrededor.”

Pero yo sé que Tess se irá. No sé cuándo, pero sé que se irá. Quizás a China, o a África, quizás decida hacer las Américas o puede que simplemente vuelva a Tailandia, al lugar donde por primera vez me enseño ese liguero encarnado bajo su falda. Te haré caso y no insistiré en buscarla. También te prometo que dejaré de inventarla. Sé que ahora no puedo condenar a nadie, real o imaginado, a soportar este nubarrón gris que permanentemente planea sobre mi calle. Debo resolver todo lo demás. No puedo pedirle que se pare, como yo sí debo hacer, a esperar que sea la luz del sol la que haga sombra a la única farola de mi calle.

“De vuelta a la realidad, el guionista también precisa una salida a su propia vida. Mientras escribe se le olvida, pero los problemas acaban por imponerse”.

Te prometo que en unos días la dejaré marchar sin hacer ruido, y que esperaré a buscarla más adelante, en otro cuento. En uno largo y luminoso, en el que yo vista un jersey de fondo blanco y rayas de colores. La buscaré en un cuento de Chéjov pero con un final feliz. Lo escribiré, y cuando lo escriba, hablaremos de todo lo demás.

Prométeme que no te preocuparás.

Tu amigo que te quiere,

John.