
Erri De Luca
Feltrinelli, Milano, 2009.
Cuentan los hombres que hablan de la revolución del 2 de Mayo que siendo España, como tal, un concepto ausente de los pensamientos de sus ciudadanos, el pueblo de Madrid se rebeló contra el invasor francés harto de sus abusos y de sus pretenciosas vestimentas, pero, sobre todo, cansados de ver como los soldados de la ilustración le tocaban sin pudor el culo a sus mujeres.
Armados de una carga ideológica parecida, es decir, desprovistos de ideal patriótico alguno, los ciudadanos de Nápoles protagonizaron una revuelta similar contra el ejército alemán. Ocurrió durante los cuatro últimos días del mes de septiembre de 1943 y suele referirse como Le quattro giornate di Napoli.
Traicionados por el estado fascista italiano y amenazados por la marina americana que esperaba en la bahía el momento oportuno para el ataque, los mandos alemanes que gobernaban la ciudad de San Gennaro decidieron aumentar la presión sobre sus habitantes: se forzó el reclutamiento de los hombres válidos; se derruyeron los edificios que pudieran ser de utilidad para los aliados tras la derrota; se redujo la distribución de agua y alimentos y se represaliaron brutalmente todos los intentos de rebelión partisana. Ante el aumento de la escasez y la tensión, el pueblo de Nápoles, familia a familia, edificio a edificio, barrio a barrio, organizó una revuelta anárquica que en sólo cuatro días supuso la única derrota que un grupo de civiles infringió al ejército del
Como diría Erri de Luca – curiosísimo personaje de la literatura italiana y fantástico novelista – las cuatro jornadas de Nápoles fueron fruto de la complicidad, en ningún caso de la solidaridad. El pueblo napolitano, como el español, fue efímero. Duró exactamente cuatro días. Una vez huidos los alemanes y recuperado el control sobre la ciudad, el pueblo se disolvió y quedaron, solas, las personas.
Los mecanismos emocionales de la rebelión son exactamente los mismos que los de la felicidad. Así como la rebelión es el día antes de la libertad, la felicidad siempre es el día antes de la felicidad. Rebelión y felicidad son siempre el mañana, ilusiones que de tener algo realmente perceptible, tanto en un caso como en el otro, es siempre y sólo la ficción de una promesa que, inevitablemente, da paso a la tragicomedia del día después.
El pueblo de Nápoles se evaporó y llegaron desde el mar los americanos. Aparecieron con sus poderosos jeeps y sus uniformes bien planchados, sus exóticas cajetillas de tabaco y sobretodo, sus sacos de alimentos. Los recibió con especial simpatía un ejército de mujeres, algo así como una manifestación de primas de Sofía Loren, todas ellas de piel morena y gran sonrisa, tan grande, al menos, como sus escotes. Se esfumaron las mujeres y quedaron, solos, los hombres.
Cuando los hombres perdemos a las mujeres, a nuestras mujeres, perdemos la infancia y el futuro, se van nuestras madres y nuestras esposas. Quedamos pasmados, invadidos por esa impotencia tan viril ante la vida, esa soledad melancólica que tiñe de oscuridad y mierda nuestras viviendas. La promesa se convierte en una burla, el aire se llena de un caldo gris de palabras murmuradas, de miradas caídas que se estrellan en las aceras.
En este caldo gris que fue el Nápoles que les quedó a los hombres tras la batalla de las cuatro jornadas, es donde De Luca ha cocido Il giorno prima della felicitá, una historia de hombres solos.
La novela es la historia de un huérfano que recorre el camino de la adolescencia al abrigo de un portero de un edificio viejo y ya casi vacío. Colabora en su educación un librero de segunda mano, incapaz de comprender que cuando el hambre impera no hay tiempo para fantasías. Por su parte, ella, Anna, es la eterna promesa que le llevará a cometer las mismas imprudencias y repetir los mismos errores de quien no sabe – nunca se aprende – que la felicidad es siempre el día antes de la felicidad.
La soledad de los hombres solos sólo puede enseñar a sobrevivir en soledad, y los hombres solos sólo saben hacerlo de dos formas: regalando un libro o regalando un arma. Con un libro aprendemos a evitar mirar en el espejo de nuestras estupideces, nos enseñan a creer que existen experiencias ajenas que permitirán evitar nuestros descalabros. Por el contrario con un arma nos advierten que nuestros sueños conllevan riesgos, que nuestro esfuerzo es a menudo una amenaza, que nuestra libertad siempre es un ataque que se defiende a solas o se pierde.
Puede que fuera por no dejarme nunca solo, o quizás fuera por un solemne gusto estético, pero a mí nunca me regalaron un arma, ni siquiera una navaja. Quizás esto ha provocado en mí la ilusión de la compresión y la consecuente pereza ante la lucha, la dejadez del futuro. Pero si yo llevara un sable oculto en mi pantalón, si lo hubiera llevado desde la adolescencia quizás ahora me aventurara a salir a por ello, quizás pensara que hay días buenos que están por llegar y que sólo es necesario salir a cazarlos.
Pero mi padre siempre me decía que usara la cabeza y así me ha ido. Ahora sólo gano para dudas.