Pobre George Paula Fox,
Aleph, Barcelona, 2009.
Hay días, como hoy, en los que a pesar de tener la predisposición adecuada, la actitud correcta y exigente que requiere lo social - sonrisa fácil y mano tendida - vuelvo a casa sin haber aprendido nada nuevo. Es posible que donde digo aprender debiera haber dicho sentir, pero prefiero evitar el fatalismo y aunque puedo permitirme ser más sincero, a estas alturas ya no me consiento exagerar. No querría que esto fuera percibido como un drama, y por eso peque quizás de ingenuo si digo que tampoco valoro este tedio inmóvil de los días como un mal presagio. En el fondo, todos sabemos que si obviamos completamente aquellas situaciones que olvidamos con facilidad, la mayoría de los días transcurren así, sin apenas sensaciones, sentimientos ni saberes que invitar por primera vez a la cama.
Me reconforta pensar que esta reiteración inane de los días responde a una necesidad instintiva, a un requisito de nuestra biología. Sospecho que es cosa de nuestros ritmos corporales que, de algún modo, nos obligan a buscar periodos de sosiego y de rutina para asimilar lo ya vivido. También puede ser que sea cosa de la edad, que hace estos periodos cada vez más largos y evidentes. Sea como fuere, no me angustia constatar que, en días como hoy, la vida da muestras de apatía y repetición.
Afortunadamente la Naturaleza es previsora y ha tenido tiempo y oportunidades suficientes para amortiguar esta apisonadora del espíritu que es la rutina; a lo largo del tiempo ha elaborado, probado y refinado herramientas que impiden reacciones excesivamente hastiadas de este tedio, reacciones tan intensas y contagiosas que pudieran llegar a resultar peligrosas para la especie. Después de inventar la rutina, la Naturaleza se dio cuenta de que el aburrimiento tendría un precio y que no podía permitirse el lujo del suicidio universal; puede que Ella necesite tiempo para forzarnos a madurar, pero sabe ya lidiar con la tendencia hacia la catarsis colectiva de la juventud, tan propicia para cultivar toda forma de violencia fraticida. Para Ella debemos apañárnoslas con el ocio, con la engañifa del tiempo bien empleado. El ocio es un engaño, sí, es el ocio del pueblo. Y también es una escapatoria eficaz.
Minutos, horas y días enteros inflados con actividades de distracción que con el tiempo decimos aficiones y que, más adelante, víctimas ya de toda la solemnidad con la que justificar nuestra existencia, llamamos intereses. Tiempo perdido cavando en la arena. Si a mí me hubiera tocado el bricolaje o la pesca, podría haber sido uno de los personajes más desolados de Carver, que siempre aparecen partiendo leña en el jardín o pescando en una ciénaga. Si fuera un aficionado a la música, podría ser uno de Bernhard, o - ¡qué coño! - el Bernhard mismo, aunque para eso también tendría que tener talento. Pero a mí me ha dado por leer y por poco más, así que por eso hoy me siento un personaje desolado como los de Paula Fox. Lúcido, solo y poco imaginativo como George, aunque seguramente más indiferente y más cruel.
Personajes como George y personas como yo necesitamos inventar altibajos emocionales que nos permitan distinguir un día de los demás, artificios contra el muermo encontrados en la lectura ansiosa de los libros, como quien busca entre las novedades musicales historias que cuenten lo que se está a punto de vivir. Muertes y sordidez en una novela, como en ésta, corazones rotos y drogas en una canción. Encontramos sensaciones para cada clima. George y yo somos de los que siempre damos con el mensaje acertado del horóscopo. He tenido tanto tiempo a solas para leer y ya he leído lo suficiente para saber que leer no me hace mejor. Estoy descubriendo que tampoco las canciones me hacen más alegre. Todo esto, te diría si pudiera, querido George, simplemente me hace más solitario.
Pero la puta de la vida también nos da sorpresas que sin embargo no sabemos utilizar. Reflejos perdidos por pasar el tiempo cavando en la arena justo debajo de nuestros pies.
Debería haber llamado a Tess para unos trámites, pero me pone muy nervioso y me hace sentir inseguro como un adolescente. Así que no lo hice, preferí retirarme, convencido de que estaría mucho más cómodo con un poco de vino y un buen rato de lectura en el sofá. Prepararía la cena con la música alta, rasgando a ratos como una guitarra, una sartén. A la tele le dedicaría sólo unos minutos y luego acabaría sentado frente al cuaderno de las notas, pensando en la novela.
“George Mecklin, un profesor discreto de una escuela privada de Manhatan, vive una existencia gris, al borde de la apatía, sumergido en un fondo de fatalismo cotidiano. George es un profesor, un marido, un samaritano, un don nadie que observa la vida con una lucidez que le supera. Un día descubre que un joven adolescente, Ernest, ha irrumpido en su casa sin previo aviso. Y entonces, en lugar de llamar a la policía, como insiste que haga su mujer, George decide convertirse en tutor del chico. A partir de ahí, su vida da un giro radical”.
Un giro de trescientos sesenta grados, diría yo. Un giro radical que por culpa de la lucidez deja al lastimoso George más hundido que antes en su soledad culta y tolerante. Porque también George ha leído muchos libros, y es profesor y todo eso. Ha aprendido a sobrevivir en un entorno de impulsos muy dispares, tan dispares que ha llegado a comprenderlo todo, a consentirlo.
Pero la lucidez es también el mayor ofuscamiento, es una de esas virtudes trampa, esas que terminan siendo fuentes de frustración. No se me comprenda mal. No estoy pensando en la frustración melancólica de quien dice haber descifrado los rodamientos del mecano del mundo y no soporta la existencia, no, ni tampoco otras mamonadas setenteras de esas. La lucidez predispone para tolerarlo todo, para estar dispuesto a aceptarlo y comprenderlo. Ser una persona tolerante permite vivir más cómodo. También distancia y enfría. A veces hiela. Te quita la voz y los reflejos.
Os estoy jodiendo la novela. Aunque lo realmente importante es que debería haber llamado a Tess pero no lo hice. Decidí que aunque fuera para seguir pensando en ella era preferible quedarme en casa leyendo y luego, si encontraba las ganas, me pondría a escribir.
Y entonces llamó ella. Así, de repente, fuera de hora. Y entre la confusión de lo que yo hablaba surgieron los problemas de comunicación. Tenemos problemas de comunicación. Eso dijo. Vaya, problemas de comunicación. Creo que lo primero que pensé es que a fin de cuentas problemas de comunicación no estaba mal del todo. Supongo. Supongo que supuse bien porque recuerdo que no supe qué decirle, lo que al fin y al cabo fue una demostración de que problemas los había, pero también de que eran provocados por una buena causa. Me estaba poniendo cada vez más nervioso e inmediatamente empecé a recordar las conversaciones simuladas que había mantenido con ella durante la tarde de libros en el sofá. Pasé rápidamente a la música y tarareé de memoria todas las canciones que en algún momento había pensado enviarle, acudiendo a ese truco cobarde de convertir a Cyrano al formato mp3. Pero al final no dije nada y donde digo nada podría haber dicho tonterías. Creo que todavía puedo permitirme ser más sincero, pero haré el intento de evitar todo sadismo.
Me quedé sin voz. Como George y Ernest. Como también se quedó Emma, la mujer. En algún momento de su historia todos empezaron a hablar demasiado tiempo a solas y cuando intentaron darse cuenta eran hielo. Pero lo que importa ahora es que colgué y me puse a releer las notas del cuaderno, mecánicamente, a veces susurrándolas, convirtiendo la lectura trabada de esos párrafos inconexos en una oración a las leyes del azar para que me preparen circunstancias más propicias.
Si ella no hubiera llamado esta noche y convertido este día distinto a los demás, yo ahora no podría estar escribiendo esto. Seguramente hoy me hubiera quedado horas ojeando el cuaderno, buscando entre sus párrafos la frase que me diera pie para arrancar. Entonces la repetición insistente de la lectura se habría mezclado con el eco de las conversaciones simuladas, y toda ese zumbido se habría convertido finalmente en un salmo rezado a un dios extranjero, uno al que desesperadamente pedir una oportunidad para este incapaz de encontrar el coraje y las palabras para cerrar el cuaderno, darle al botón de rellamada e invitarla a cenar.