Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

martes, 23 de febrero de 2010

Sin voz y sin reflejos

Pobre George

Paula Fox,

Aleph, Barcelona, 2009.

Hay días, como hoy, en los que a pesar de tener la predisposición adecuada, la actitud correcta y exigente que requiere lo social - sonrisa fácil y mano tendida - vuelvo a casa sin haber aprendido nada nuevo. Es posible que donde digo aprender debiera haber dicho sentir, pero prefiero evitar el fatalismo y aunque puedo permitirme ser más sincero, a estas alturas ya no me consiento exagerar. No querría que esto fuera percibido como un drama, y por eso peque quizás de ingenuo si digo que tampoco valoro este tedio inmóvil de los días como un mal presagio. En el fondo, todos sabemos que si obviamos completamente aquellas situaciones que olvidamos con facilidad, la mayoría de los días transcurren así, sin apenas sensaciones, sentimientos ni saberes que invitar por primera vez a la cama.

Me reconforta pensar que esta reiteración inane de los días responde a una necesidad instintiva, a un requisito de nuestra biología. Sospecho que es cosa de nuestros ritmos corporales que, de algún modo, nos obligan a buscar periodos de sosiego y de rutina para asimilar lo ya vivido. También puede ser que sea cosa de la edad, que hace estos periodos cada vez más largos y evidentes. Sea como fuere, no me angustia constatar que, en días como hoy, la vida da muestras de apatía y repetición.

Afortunadamente la Naturaleza es previsora y ha tenido tiempo y oportunidades suficientes para amortiguar esta apisonadora del espíritu que es la rutina; a lo largo del tiempo ha elaborado, probado y refinado herramientas que impiden reacciones excesivamente hastiadas de este tedio, reacciones tan intensas y contagiosas que pudieran llegar a resultar peligrosas para la especie. Después de inventar la rutina, la Naturaleza se dio cuenta de que el aburrimiento tendría un precio y que no podía permitirse el lujo del suicidio universal; puede que Ella necesite tiempo para forzarnos a madurar, pero sabe ya lidiar con la tendencia hacia la catarsis colectiva de la juventud, tan propicia para cultivar toda forma de violencia fraticida. Para Ella debemos apañárnoslas con el ocio, con la engañifa del tiempo bien empleado. El ocio es un engaño, sí, es el ocio del pueblo. Y también es una escapatoria eficaz.

Minutos, horas y días enteros inflados con actividades de distracción que con el tiempo decimos aficiones y que, más adelante, víctimas ya de toda la solemnidad con la que justificar nuestra existencia, llamamos intereses. Tiempo perdido cavando en la arena. Si a mí me hubiera tocado el bricolaje o la pesca, podría haber sido uno de los personajes más desolados de Carver, que siempre aparecen partiendo leña en el jardín o pescando en una ciénaga. Si fuera un aficionado a la música, podría ser uno de Bernhard, o - ¡qué coño! - el Bernhard mismo, aunque para eso también tendría que tener talento. Pero a mí me ha dado por leer y por poco más, así que por eso hoy me siento un personaje desolado como los de Paula Fox. Lúcido, solo y poco imaginativo como George, aunque seguramente más indiferente y más cruel.

Personajes como George y personas como yo necesitamos inventar altibajos emocionales que nos permitan distinguir un día de los demás, artificios contra el muermo encontrados en la lectura ansiosa de los libros, como quien busca entre las novedades musicales historias que cuenten lo que se está a punto de vivir. Muertes y sordidez en una novela, como en ésta, corazones rotos y drogas en una canción. Encontramos sensaciones para cada clima. George y yo somos de los que siempre damos con el mensaje acertado del horóscopo. He tenido tanto tiempo a solas para leer y ya he leído lo suficiente para saber que leer no me hace mejor. Estoy descubriendo que tampoco las canciones me hacen más alegre. Todo esto, te diría si pudiera, querido George, simplemente me hace más solitario.

Pero la puta de la vida también nos da sorpresas que sin embargo no sabemos utilizar. Reflejos perdidos por pasar el tiempo cavando en la arena justo debajo de nuestros pies.

Debería haber llamado a Tess para unos trámites, pero me pone muy nervioso y me hace sentir inseguro como un adolescente. Así que no lo hice, preferí retirarme, convencido de que estaría mucho más cómodo con un poco de vino y un buen rato de lectura en el sofá. Prepararía la cena con la música alta, rasgando a ratos como una guitarra, una sartén. A la tele le dedicaría sólo unos minutos y luego acabaría sentado frente al cuaderno de las notas, pensando en la novela.

“George Mecklin, un profesor discreto de una escuela privada de Manhatan, vive una existencia gris, al borde de la apatía, sumergido en un fondo de fatalismo cotidiano. George es un profesor, un marido, un samaritano, un don nadie que observa la vida con una lucidez que le supera. Un día descubre que un joven adolescente, Ernest, ha irrumpido en su casa sin previo aviso. Y entonces, en lugar de llamar a la policía, como insiste que haga su mujer, George decide convertirse en tutor del chico. A partir de ahí, su vida da un giro radical”.

Un giro de trescientos sesenta grados, diría yo. Un giro radical que por culpa de la lucidez deja al lastimoso George más hundido que antes en su soledad culta y tolerante. Porque también George ha leído muchos libros, y es profesor y todo eso. Ha aprendido a sobrevivir en un entorno de impulsos muy dispares, tan dispares que ha llegado a comprenderlo todo, a consentirlo.

Pero la lucidez es también el mayor ofuscamiento, es una de esas virtudes trampa, esas que terminan siendo fuentes de frustración. No se me comprenda mal. No estoy pensando en la frustración melancólica de quien dice haber descifrado los rodamientos del mecano del mundo y no soporta la existencia, no, ni tampoco otras mamonadas setenteras de esas. La lucidez predispone para tolerarlo todo, para estar dispuesto a aceptarlo y comprenderlo. Ser una persona tolerante permite vivir más cómodo. También distancia y enfría. A veces hiela. Te quita la voz y los reflejos.

Os estoy jodiendo la novela. Aunque lo realmente importante es que debería haber llamado a Tess pero no lo hice. Decidí que aunque fuera para seguir pensando en ella era preferible quedarme en casa leyendo y luego, si encontraba las ganas, me pondría a escribir.

Y entonces llamó ella. Así, de repente, fuera de hora. Y entre la confusión de lo que yo hablaba surgieron los problemas de comunicación. Tenemos problemas de comunicación. Eso dijo. Vaya, problemas de comunicación. Creo que lo primero que pensé es que a fin de cuentas problemas de comunicación no estaba mal del todo. Supongo. Supongo que supuse bien porque recuerdo que no supe qué decirle, lo que al fin y al cabo fue una demostración de que problemas los había, pero también de que eran provocados por una buena causa. Me estaba poniendo cada vez más nervioso e inmediatamente empecé a recordar las conversaciones simuladas que había mantenido con ella durante la tarde de libros en el sofá. Pasé rápidamente a la música y tarareé de memoria todas las canciones que en algún momento había pensado enviarle, acudiendo a ese truco cobarde de convertir a Cyrano al formato mp3. Pero al final no dije nada y donde digo nada podría haber dicho tonterías. Creo que todavía puedo permitirme ser más sincero, pero haré el intento de evitar todo sadismo.

Me quedé sin voz. Como George y Ernest. Como también se quedó Emma, la mujer. En algún momento de su historia todos empezaron a hablar demasiado tiempo a solas y cuando intentaron darse cuenta eran hielo. Pero lo que importa ahora es que colgué y me puse a releer las notas del cuaderno, mecánicamente, a veces susurrándolas, convirtiendo la lectura trabada de esos párrafos inconexos en una oración a las leyes del azar para que me preparen circunstancias más propicias.

Si ella no hubiera llamado esta noche y convertido este día distinto a los demás, yo ahora no podría estar escribiendo esto. Seguramente hoy me hubiera quedado horas ojeando el cuaderno, buscando entre sus párrafos la frase que me diera pie para arrancar. Entonces la repetición insistente de la lectura se habría mezclado con el eco de las conversaciones simuladas, y toda ese zumbido se habría convertido finalmente en un salmo rezado a un dios extranjero, uno al que desesperadamente pedir una oportunidad para este incapaz de encontrar el coraje y las palabras para cerrar el cuaderno, darle al botón de rellamada e invitarla a cenar.

jueves, 11 de febrero de 2010

El dentista

Yo maldigo el río del tiempo

Per Petterson,

Mondadori, Barcelona, 2010.

– Te aviso con tiempo por si no los sabes. Mondadori acaba de publicar el segundo libro traducido de Petterson, Yo maldigo el río del tiempo. Te lo digo por si no te enteraste todavía y quieres salir corriendo a una librería a comprarlo.

– Lo leí en el periódico, pero todavía no lo tengo. ¿Tú ya lo leíste?

– Voy emocionadín por el tercer capítulo y voy a escribir una reseña en el periódico. Promete.

– Nada. Mañana mismo salgo a comprarlo. Por cierto, ¿qué tal la crisis de la guardería?

– ¿Crisis? Mañana sí que hay crisis. Tengo que ir al dentista y estoy acojonao.

– No me extraña. A mí me da pavor. Yo sólo voy al dentista si mi madre viene conmigo. Allí tumbado, lo único que hago es apretar el culo y cerrar los ojos.


Lírica matemática del norte

La Voz de Galicia

Culturas, 6 de Febrero de 2010.

Pablo González

“Uno comprende, después de leer solo dos libros de Per Petterson (Oslo, 1952), que llega un momento en la vida en que es bueno sentarse con tu madre en una fría terraza frente al mar de Dinamarca, cubiertos por edredones y bebiendo una copa de calvados. Que es bueno caminar con ella apretando su mano hasta clavarnos las uñas «porque somos nosotros quienes decidimos cuándo nos duele», escribía al fi nal de Salir a robar caballos, la única novela traducida al español de este gran escritor noruego antes de esta última con título igual de sugerente, Yo maldigo el río del tiempo. Y uno supone que en lo venidero se traducirán muchas más inéditas en castellano de este escritor —al menos seis—, porque resulta acogedor encontrar a alguien que cuente nuestra propia historia de búsqueda de nuestros padres sin que sean los nuestros, e incluso vivan en tierras frías y desconocidas de Noruega y Jutlandia. Y que lo haga con un estilo que habría que describir como lírica matemática: mucha emoción, mucha evocación de paisajes e infancias, pero con una dosificación nórdica que se agradece, pues es fácil caer en el abismo del sentimentalismo cuando se bordean los precipicios por los que Petterson deambula. No es en definitiva como Arco de triunfo, la novela que su madre cree que hay que leer antes de cumplir veinte años.

Petterson vuelve al asunto que a menudo nos acecha: recapitular la convivencia con nuestros padres para llegar a superar la incomprensión mutua de estos seres queridos, a menudo tan desconocidos. El protagonista lo hace cuando su madre ya tiene un cáncer incurable, cuando está a punto de divorciarse y cuando su paraíso comunista se derrumba, en esa fecha tan querida de 1989, cuando por fin cayó el muro que encerraba la gran mentira. Tan ensimismado estaba en su mundo maoísta que Arvid, el adolescente de 37 años y dos hijas que protagoniza la novela, se entera tarde y mal del acontecimiento, como se entera tarde y mal de casi todo. Por un lado quiere ser diferente a un padre al que se parece demasiado, por otro quiere cruzar el «río Grande» que le separa de una madre muy distinta a él. De todo aquello solo le quedará el Mao más humano, el Mao poeta que escribió: «Quebradizas imágenes de la partida y el pueblo de entonces. Yo maldigo el río del tiempo: han pasado treinta y dos años».”

miércoles, 3 de febrero de 2010

Una mujer que me indique el lugar

La historia que no pude o no supe escribir

Javier Cánaves,

Baile del Sol, Tenerife, 2009.

Desde hace algún tiempo sospecho que pasé toda mi infancia en algún barrio de Palma de Mallorca. Aunque sea confuso, a pesar de todas las dudas que emborronan mi memoria, es cada vez más frecuente percibir este recuerdo como una certeza. Más aún cuando vuelve a mí la imagen de la casa de mis padres. Estaba situada, sin duda alguna, en un barrio de interior, en uno de esos barrios mediterráneos que reciben todo el polvo del campo seco en las afueras, mucho más, al menos, que brisa fresca desde el mar, infinitamente más lejano.

Todavía no he sabido averiguar qué razones tiene mi pasado para hacerme creer que crecí en uno esos barrios que bordean las calles que abren la ciudad, aquellas que antaño sirvieron de camino para llegar desde la part forana a la capital y que ahora están más bien pensadas para acercar el puerto a los polígonos industriales. Me refiero a calles como General Riera, Aragón o la calle Manacor, por mencionar algunas. Barrios desiertos en una tarde de verano, abiertos a un sol proletario donde los niños crecían en la plaza a la hora de la siesta; lugares tan alejados del agua azul que la sola idea de pasar un domingo de familia y playa merecía una celebración alborotada. En un allí como estos – no lo puedo ver con más nitidez ahora – estaba la casa en la que me crié.

Me lo insinuó el viejo en su última visita. En su única visita, perdón. Llegábamos desde el aeropuerto al centro y al pasar por el Parc de la Mar me dijo me recuerda a Bari, tiene la misma luz y sobre todo el mismo olor. Todas las ciudades de este mar tan calmo son parecidas, le dije y sí, tienes razón, detrás de la catedral, en cualquiera de las calles del barrio viejo, podría haber señoras vendiendo pasta fresca, ruidosas motocicletas doblando sin casco las esquinas y, en cuanto lo pruebes, verás que el tumbet huele a pizzaiola. También aquí en los salones de las casas los padres apenas hablan entre sí, las madres gobiernan a sus hijos y éstos huyen en cuanto pueden a la calle a darles patadas a un balón.

Pero no supe preguntarle más. Al fin y al cabo fue él el que me enseñó que en nuestra casa no sabremos nunca de dónde somos, que por mucho que investiguemos serán ellas quienes determinen el lugar, tanto la procedencia como el destino.

Fueron, los de la visita, días de invención. Redescubrí junto a mi padre los lugares por los que no había vivido de pequeño: el colegio falso de mi hermano y la iglesia donde no hice la primera comunión, el horno donde no compré nunca el pan, los helados que nunca disfruté. Fui consciente por primera vez que no había nada fundamental en certificar el lugar del que procedo, que podía inventarlo a mi gusto, adaptarlo a las circunstancias y al contexto, esperar, en definitiva, a que llegara el día en que ella apareciera y supiera establecerlo. Darle, por fin, a cada historia su sentido.

También descubrí que importan más los lugares de los alguna vez huimos y encontré una prueba de ello hace unas semanas, en la novela de Javier Cánaves, que es de lo que debería hablar ahora. Aprendí que lo que somos reside en las razones de esa huida, pero estoy tratando de volverme cuidadoso y sé que a menudo éste es un misterio que nos está vedado o que resulta tan doloroso que requiere desandar lo andado, pisar en dirección contraria las cicatrices que quedaron. Fue este miedo el que selló el pacto de silencio de aquellos días, el pacto del silencio y la invención.

Creo que ha llegado el momento de hablarles de la novela de Javier, pero me resulta demasiado cercana y es tremendamente fácil parecer un loco cuando se escribe una carta confiada a un desconocido. Léanla. Léanla como creo que deberían leer cualquiera o, mejor aún, todos sus libros. Léanlos si andan perdidos, y si no lo están, léanlos para recordar cómo eran cuando lo estuvieron. También prometí en una ocasión que explicaría cuál es mi relación con la isla, pero como ya he dicho, lo único que creo saber es que crecí allí, aunque ya saben que no lo recuerdo bien del todo. Probablemente, después de tantos años, mi madre esté dispuesta a negarlo y mi padre no se atreverá a contradecirla.

Lo que sí recuerdo con certeza es que Mallorca siempre ha sido para mí un faro de las noches en calma, de esos faros de mar quieto que muestran caminos inabordables que sin embargo, te empujan a recorrer. En dos ocasiones huí de allí pensando que había llegado la hora de encontrar otro lugar, un lugar al que realmente pertenecer. Por supuesto no fui yo quién supo descubrirlo, sino mujeres que en un momento de mi vida parecieron diferentes, las que nos cambian la vida – las que le ofrecen un sentido – y casi nunca para bien. Ahora, mientras me consuelo pensando que aún puedo hacerles daño, espero, mirando hacia el otro extremo de una calle atestada de coches, a que aparezca la siguiente víctima. La que me devuelva por fin al lugar en el que nací.