Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

lunes, 22 de junio de 2009

Le pedí que no lo hiciera

Leer para ti

Siri Hustvedt

Bartleby Editores, Madrid, 2007

La forma en la que nos conocimos fue divertida. Y quizás, dejando aparte el sexo, fue lo único divertido que pudimos compartir. Fue un sábado de verano a primera hora de la tarde, yo había terminado mi lectura dominical de prensa – la hago los sábados – y había resuelto refugiarme en una librería con el único propósito de escapar, al menos unos minutos, del sol abrasador. Entré en la primera que encontré y empecé a vagar por ella como quien llega a la estación central de una ciudad desconocida.

No tardé demasiado en sentirme observado e incómodo, y decidí resolver mi necesidad de cobijo de otra manera. Compraría un libro y buscaría un bar fresco donde poder matar un buen rato leyéndolo. Quise hacerlo rápido y pensé que el modo más sencillo de salir pitando de allí era pedirle al librero lo primero que me viniera a la cabeza. Me acerqué al mostrador y allí estaba ella, esperando. Cuando aquel hombre barbudo y pálido apareció desde la trastienda ella empezó a hablar inmediatamente, casi pisándole al librero el saludo, como si durante toda la espera hubiera ensayado una y otra vez lo que debía decir. Me sorprendió el ímpetu, pero su acento lo aclaró todo. Ella intentaba hablar despacio, dejando sonar las vocales, dando golpes secos y un poco forzados con la lengua. Pidió Pájaros de América de Lorrie Moore y yo– en un acto reflejo que debió ser motivado por el culo que le hacía esa combinación de tacones y vaqueros – saltédesde atrás para que a mí me pusiera una de El hospital de ranas, también de Moore. Fue un error. Ella debía haber pedido Autoayuda y yo debería haberme quedado callado.

Se volvió y me miró sonriente y cuando por fin conseguí salir de la tienda, ella estaba afuera, fumando un Lucky Strike, esperándome.

No sabría relatar cómo fueron transcurriendo los hechos y cuáles las palabras de nuestra conversación, pero después de cuatro o cinco cañas, unas croquetas y unas bravas, tomamos el primer gin-tonic en mi cama. Fue ella quien lo propuso y también fue ella la primera en abandonar el colchón escapando del calor.

Paseó desnuda por la casa, con el gin-tonic en la mano y un cigarrillo perpetuo entre sus labios. Después de completar la ronda se quedó parada frente a la librería, mostrándome unas nalgas diferentes a las que yo había intuido hacía unas horas. Empezó a preguntarme por Ferlosio, Vila-Matas, Sebald, la literatura italiana y la música de Coltrane mientras yo estaba tumbado en el sofá, rehuyendo las respuestas, todavía recuperando mi ritmo de respiración habitual, con lo ojos cerrados, comiendo unos trozos de sandía que había rescatado del olvido en la nevera.

Ella cogió el libro de Siri Hustvedt, me preguntó por qué me gustaba, - está muy buena, contesté – lo abrió al azar y, a pesar de mi sorpresa, empezó a leer.

[…] Tell it again. The hair falling out of the tower. In bed, I rest the book on your chest. I will always read to you. I promise. I will read you stories forever into the years. I did not say it. It is what I whished to say. I remember parts of the stories in this book from my childhood, the rest is empty […]

Lo había hecho con una dicción fantástica, con un inglés seductor y suave, pero inmediatamente quiso leerlo en castellano, y lo hizo arrastrando líquidamente las vocales, espetándose contra las consonantes como quien se golpea con una puerta de cristal. No hace falta, le dije, ya está bien, déjalo, no lo hagas:

[…] Cuéntalo otra vez. El pelo que cae de la torre. Dejo descansar el libro sobre tu pecho, en la cama. Siempre te leeré. Te lo prometo. Te leeré cuentos siempre, a medida que pasen los años. No te lo dije. Era lo que quería decir. Recuerdo fragmentos de historias de este libro de mi niñez, el resto está vacío […]

Cuando hace algunos días volví al libro de Hustvedt pensé que casi la había olvidado y que precisamente en la conciencia de ese olvido estaba su recuerdo. También hace calor esta noche y me pregunto para qué sirve recordarla, para dolernos nuevamente, para reírnos como en la primera ocasión, para justificarnos una vez más o para volver a condenarnos.

[…] Ahora recuerdo lo que había olvidado. He olvidado pero cómo es posible que recuerde que olvido. Los entierros son casi siempre afuera, ponen a los muertos lejos de nosotros, fuera de la casa. Son omisiones, espacios en blanco en el paisaje, señalados e inscritos y llevados dentro como si estuvieran vivos. En el vacío, en el día vacío, hay cosas que se van y que vuelven sólo cuando podemos soportar el recuerdo. La cruz del santuario está vacía sobre el mantel violeta de la Cuaresma, la historia después de la muerte, después de morir, después de morir la muerte, los que se mueren y los muertos, muertos, muertos.

Me ha escrito pidiéndome que nos casemos. Le he dicho que sí, que seguramente habrá un momento de nuestras vidas para reencontrarnos y casarnos. También le dije que mi mujer no lo aprobaría, al menos por el momento. De todos modos - la advertí - su voracidad emocional agotaría el matrimonio en tres semanas. Sería perfecto.

domingo, 14 de junio de 2009

La fábrica de nubes

Arquitectura moderna en la central de Soto de Ribera.

Natalia Tielve,

CICEES, Gijón, 2009.

No sé cuánto de esta experiencia me estoy perdiendo por pasarme las horas adormilado en la cabaña, tumbado sobre un camastro adecentado con un colchón tan fino que parece una sábana y una almohada confeccionada con el saco de la ropa sucia. No sé cuánto recordaré de este tiempo pasado en la cabaña frente al mar de Birmania, vencido por el efecto del humo con el que, al atardecer, día tras día, lleno de densas nubes la estancia y de ensoñaciones caprichosas mi mente.

El opio me lo provee uno de los capataces chinos que trabaja con nosotros en la obra. Viaja cada mes a Bangkok y me trae una cantidad suficiente para pasarme adormilado el mes siguiente por lo que siempre me recomienda que sea cuidadoso, que lo comparta, por ejemplo, con el cocinero italiano. No se atreve a pedírmelo pero sé que le gustaría conseguirlo, me dice. Prefiero no hacerlo, desde que me fui he sido de rituales solitarios. Tumbado en la cama despliego el papel de aluminio sobre el suelo, deposito con cuidado una o dos de las bolitas marrones y las caliento con el fuego de un mechero hasta que comiencen a humear. Las hago rodar en círculos sobre el papel para suavizar la combustión y luego inhalo el humo con un canuto de cartón viejo, una y otra vez, profundamente, hasta que se caiga el libro de mis manos, y luego cedan los párpados sobre mis ojos.

Ya queda poco trabajo para finalizar la obra: terminaremos la torre refrigerante de la central en pocas semanas y aunque falten algunos detalles de la presa y adecentar los jardines del poblado para los trabajadores que aquí se instalen, no tardaremos más de un año en estar de vuelta. De hecho ya estamos preparando la logística del retorno y, para organizarlo, ha llegado una chica nueva a la oficina. Se llama Tess, es escocesa y morena, puede que guapa. Como responsable de todos los bienes de la empresa, también se encarga de gestionar el archivo y la biblioteca.

Si hubiera dependido sólo de mí hubiera elegido no conocerla. No necesito crear nuevos vínculos personales con el retorno tan próximo y además hubiera preferido evitar darle explicaciones sobre mi estado. En los últimos tiempos he adelgazado mucho, mis fosas oculares se han hundido y la flaccidez de la cara hace que mi mandíbula parezca más prominente, y los dientes, más separados y amarillos. Pero sigo necesitando acudir a la biblioteca para disponer de libros que me acompañen en el ritual de la quema de las bolitas marrones. A pesar de que el calor, la humedad y el humo hayan atrofiado mi memoria, necesito leer algunas líneas antes de permitir que el opio se apodere de mi voluntad cada noche.

Así que me presenté a Tess. Es de ese tipo de chica que parece de una clase social a la que nunca perteneceré. Tiene los dientes perfectamente alineados, limpios y blancos, tiene el cuerpo firme – no sabría decir si por la juventud o los cuidados – y parece pertenecer a una familia ordenada y agradable, de esas aburridas y convencionales que encandilaban a los escritorzuelos de principios de siglo. Es educadísima e inexpugnable, siempre protegida por su sonrisa y su alegría dicharachera.

Le pregunté si habíamos recibido algún libro nuevo de la central para la biblioteca. Ya te conté que es una biblioteca muy corporativa: libros de empresa, historias de la ingeniería y la arquitectura, ensayos sobre las centrales de ciclo combinado, y volúmenes con miles de datos sobre materiales. También hay algún libro de Ken Follet y de Dan Brown y hace algún tiempo, sorprendentemente, aparecieron en los estantes algunos ejemplares de Conrad traídos por un misionero o un cooperante de la zona. Desaparecieron cuando huyó el aparejador vasco, ese visionario estúpido y sexópata que escapó selva adentro con una muchacha joven del poblado, tan joven que él mismo llamaba Ternura.

Tess me mostró las novedades sin demasiado interés. Quizás pensaba que con mis manos grasientas y callosas lo de leer libros era una impostura. Quizás fuera porque se notaba que yo le hablaba nervioso y cabizbajo. Puede que imaginara que yo trataba de aproximarme a ella para explorar la posibilidad de matar el tiempo con su cuerpo. Pero soy consciente que entre esa alegría de familia educada y mi camastro hay un abismo que sólo se atraviesa con dolor, con un dolor que ya no soy capaz de infligir a nadie.

Me indicó Arquitectura moderna en la central de Soto de Ribera, una de las obras emblemáticas de la empresa, realizada a medidados de siglo pasado cuando el norte de España era todavía el tercer mundo. Soy escocesa, pero mis padres eran de esa zona, me dijo, y desde niña pensaba que en la enorme chimenea se fabricaban las nubes y las lluvias que verdean el paisaje.

Recordé las tardes de juventud, tras el colegio, tú y yo sentados en las colinas fumando, mirando a través del humo de las chimeneas la sombría postal de Manchester en plena decadencia. Perdimos el tiempo esperando que aquella realidad se llenara de chicas libertinas como las que conocimos en Mallorca. Ahora paso las noches odiando la alegría de Tess, tumbado en el camastro infame de mi fábrica de nubes.

Espero volver a verte pronto. Espero estar recuperado y sobrio para entonces.

Siempre tuyo,

John.

miércoles, 10 de junio de 2009

Obediencia debida

Anatomía de un instante

Javier Cercas,

Mondadori, Barcelona, 2009.

Una cuestión moral planea sobre todo el relato que Javier Cercas ha hecho de los sucesos y las circunstancias que dieron lugar al golpe de estado del 23 de Febrero de 1981. El dilema es la imposibilidad de adquirir una ética de la traición, esto es, la incapacidad de construir un código de la infidelidad, un conjunto de reglas y valores que permitan a alguien actuar en contra de los principios a los que ha sido fiel siempre, empujado por otros más recientes que se manifiestan con especial intensidad y convicción.

Aquel que cambia, repentinamente, de principios, de bando o de pareja, está destinado a ser juzgado en rebeldía y condenado sin piedad dado que existen pocos pecados que consideremos más graves que la traición.

Desde Judas a Luis Figo, todos los traidores han sido odiados y perseguidos hasta la melancolía. Sólo los conversos han tenido mejor aceptación, seguramente protegidos por la existencia de otro bando dispuesto a acoger al infiel, a redimirlo. No es así en política, y menos aún en la política tal y como era en España a principios de los ochenta en los que cualquier opinión de carácter político emanaba dosis de misticismo mucho más potentes que los de cualquier religión. Tanta pasión ideológica excluía, sin remedio, la posibilidad de acoger en condición de igualdad al tránsfuga.

Dante imaginó a los traidores a la patria penando sobre hielo, y como estatuas heladas permanecieron en el congreso de los diputados los tres traidores protagonistas de Anatomía de un instante: Adolfo Suárez, presidente del gobierno y traidor al franquismo que le dio todas sus oportunidades, y también traidor al Rey, que le dio la última y más importante; Manuel Gutiérrez Mellado, que era vicepresidente y ministro de defensa y traidor a las fuerzas armadas por su ambición personal que lo había llevado al bando de Suárez; y Santiago Carrillo, secretario general del PCE y diputado que había traicionado a todo el antifranquismo con sus renuncias y tragaderas.

No es exacto decir que los tres protagonistas de esta novela de no ficción se quedaran helados como estatuas cuando la pandilla de Tejero entró en el hemiciclo del congreso ya que Suárez y Gutiérrez Mellado forcejearon con los guardias civiles, y Carrillo se las tuvo que ver, más pacíficamente, con uno de ellos. Pero el ensayo novelado que ha escrito Cercas se centra en el instante en el que Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo esperan sentados e inmóviles – fumar como condenados no es moverse – en sus escaños, rodeados por un mar de diputados tumbados en el suelo, asomando tímidamente la mirada, mostrando con su ausencia todo su pavor.

Es llamativo descubrir que somos mucho más comprensivos con los cobardes que con los traidores. También es curioso como el cobarde habitualmente recuerda en tono reivindicativo su actitud, mientras el traidor siempre necesita explicar sus actos. La sociedad española, – no sólo lo cuenta Cercas, sino que lo cuenta cualquiera que recuerde esos días – se recluyó en su casa toda la tarde del 23 de Febrero, aterrada, dispuesta a aceptar con resignación aquello que resultara del asalto al parlamento. Con los años esa misma sociedad – el bando contrario que debía haber comprendido la iluminación de Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo, y en consecuencia haberlos acogidos como conversos – vio como los mismos diputados que permanecieron escondidos de cuclillas, los mismos que habían conspirado los días previos al golpe, leían un manifiesto alabando la valentía y la respuesta de rechazo firme que todos habíamos dado aquella tarde a los agresores de la democracia.

Perdonamos y apoyamos al cobarde, como perdonamos y apoyamos a un amigo enamorado loco de su amante pero incapaz de abandonar a su mujer. Al traidor lo condenamos sin piedad, ya lo he dicho; al infiel, a ese que llega un día y nos dice he dejado a mi mujer, sólo sabemos dejarle solo. Igual de solos sabían que estaban Suárez, Carrillo y Gutiérrez Mellado; sabían que el golpe de estado significaba su desaparición definitiva de la escena política – certificada tras las elecciones de 1982 –, pero esta certeza debió de actuar a modo de escudo protector de las estatuas, que quedaron observando cómo se cerraba el último capítulo de la guerra civil en el que, dice Cercas, definitivamente quedaría instaurado un sistema político equivalente al derrocado por los militares en 1936.

Segun él mismo relata, la tarde de 1981 Javier Cercas corrió, tras oír la noticia del asalto de Tejero, hacia la universidad en búsqueda de una compañera por la que había perdido los papeles. Que yo recuerde, mi último acto con cierto contenido político fue una manifestación contra la guerra de Irak en febrero de 2003. Yo había acudido arrastrado por P, de la que estaba totalmente enamorado a pesar de las continuas discusiones. Me dejé llevar por complacerla, por no desentonar en un fin de semana en el que nos visitaban sus amigas, todas ellas muy progres y muy modernas. Pero yo, entre la multitud que invadía la Gran Vía, era un traidor.

Pasados los meses de regalo que P me concedió, abandoné definitivamente cualquier vínculo – libros, prensa, debates, discusiones – con la política, y decidí recrearme en mi individualismo cínico y descreído. Sólo una llamada a la que no puedo ser infiel, me lleva a acerarme nuevamente a un debate del que soy incapaz de sacar nada en claro. Ya veis, soy un traidor. Necesito explicarme.