Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

jueves, 30 de abril de 2009

Poética

Cómo hablar de libros que no se han leído

Pierre Bayard,

Anagrama, Barcelona, 2008.

Mientras leía Cómo hablar de libros que no se han leído fantaseé con ser profesor de instituto. Imaginé un taller de literatura en el que cada uno de mis alumnos recibía un libro con el encargo de hacer un trabajo sobre el. No les pedía que estudiaran ningún aspecto concreto, sino que escribieran con total libertad sobre el libro, y, lo más importante, que lo hicieran sin sentirse obligados a leerlo.

La especulación sobre los resultados de este experimento soñado, me acompañó durante el resto de la lectura, con la sensación de que mi fantasía se había dejado llevar hasta el extremo opuesto de lo que habitualmente recordamos de las lecturas escolares. De hecho - y así lo subraya Bayard – la virtud de leer, la obligación de hacerlo de forma amplia y completa y la descalificación sistemática de quienes hablan de un libro sin leerlo, son los mandamientos elementales que nos inculcan desde las academias de las letras.

Bayard sostiene que estos axiomas marcan para siempre nuestra relación con los libros y la lectura, construida en torno a tres obligaciones que son reflejo, a mi modo de ver, de los tres principios morales que nos andan jodiendo la vida: la bondad, o nuestra obligación de perseguir el bien, la obligación de leer en busca de la verdad; la coherencia, que nos fuerza a ser precisos, a construir argumentos completos, a leer los libros desde el índice hasta el epílogo. Y, por último, la sinceridad; la que nos coacciona a la hora de pronunciarnos sobre los textos desconocidos, no leídos.

En mi opinión estos principios morales tienen como origen, como sustento argumental, un equívoco. Un equívoco que aunque sea bienintencionado, a menudo no pasa de ser autocomplaciente.

El error consiste en atribuir a la literatura la capacidad de transferirnos conocimiento. Un conocimiento acumulable, que es posible ampliar y refinar. Se asume habitualmente que gracias a la literatura seremos capaces de comprobar, demostrar, construir unas teorías sobre los avances de otras y – como en las ciencias formales – eliminar tajantemente los caminos que no llevan a ningún lado. Con esta meta como reto, nadie puede rebatir que la lectura deba ser un propósito obligado y loable.

Pero la literatura no es conocimiento, es discusión. No debemos esperar que los libros abran caminos hacia el aprendizaje; cumplen su cometido con el simple hecho de entrar a formar parte de nuestra experiencia personal, de integrarse en lo vivido. Las lecturas, pienso, sólo se viven.

Partiendo de este análisis, Bayard argumenta que aquel que tenga una mayor capacidad para integrar un libro en el conjunto de sus experiencias – también, por supuesto, las ocasionadas por la lectura – es quien menos necesidad tiene de leerlo y, en cierto modo, haciéndolo limita todo el potencial de disfrute que le darían las múltiples formas de no hacerlo. Como el que yo ofrecía, generosamente, a los alumnos de mi sueño.

Más allá del estilo irreverente y divertido que emplea, creo que el fondo de la propuesta de este profesor francés reside en que los libros no tienen la función de ser leídos, sino que se usan necesariamente como elementos para construir nuestra propia representación teatral de la vida y del mundo. En consecuencia, aunque sea un proceso creativo, hablar de libros – y en particular de aquellos que no se han leído - no es necesariamente un proceso fantasioso. Todos tenemos relaciones y experiencias personales con todos los libros, empezando por la de no haberlos leído nunca. Hablar de libros consiste en narrar estas experiencias. Hablar de libros es siempre, sin remedio, hablar de uno mismo.

En la segunda parte del libro, llamada Situaciones de discurso, Bayard argumenta su tesis con el análisis de aquellas situaciones en las que uno se siente obligado a hablar de libros que no se conocen o se conocen muy poco. Lo llamativo, para mí, es que para ilustrar y evocar experiencias vitales, reales – presuntamente vividas – acuda a situaciones análogas de personajes de ficción. Explica la vida recurriendo a la novela para cerrar así el círculo en el punto en que lo vivido vuelve a lo leído. Son las vivencias, ahora, las que también se leen.

Hasta aquí la parte del libro que, a pocos días de cumplir un año escribiendo esta Bibliácora, adopto como poética. Ahora que la he desvelado, si no os importa, me tomaré el derecho de cambiarla.

viernes, 24 de abril de 2009

El iPod

La isla

Giani Stuparich,

Minúscula, Barcelona, 2008.

No he tenido nunca la costumbre de escuchar música con unos auriculares por la calle. No recuerdo haber usado walkman cuando era niño, ni haber entrado cinco minutos tarde en clase en la facultad, pidiendo perdón y apagando el discman. Por supuesto no he tenido nunca un iPod y de hecho creo que mi rechazo se debe a una sensación parecida al miedo, a alguna clase de vértigo que me vence ante tanto aislamiento entre la gente.
No le ocurre lo mismo al amigo mallorquín que visité hace unos días. Cuando le conocí siendo niños, hace años, llevaba siempre unos cascos enormes de esos antiguos que tenían la almohadilla de espuma naranja. Me parecía muy peligroso que los llevara incluso cuando pedaleaba a toda leche entre el club de tenis y su casa del paseo Mallorca, pero no dejó de hacerlo nunca. Años más tarde, compartir una habitación con él significaba dormirse oyendo el zumbido grimoso que hacían los CDs al girar en su discman. Durante un tiempo usó su teléfono y ahora es un fanático del iPod.

Si vas a salir a dar un paseo, me dijo, llévatelo y pruébalo. Volverás nuevo.

Y así lo hice. Programé una lista aleatoria de canciones– modo shuffle – pero decidí elegir la que sonaría en primer lugar. Bajé las escaleras hasta el portal y di un único paso hacia la calle San Magí. Pulsé el botón del play y a todo volumen arrancó Leyenda del tiempo de Camarón. Me dirigí hacia el centro. Hacía sol.

No fui consciente del grado de aislamiento que producía la música hasta que no entré al mercado de Santa Catalina por la esquina del Eroski. Tenía como único cometido reservar paella en Can Joan Frau, un bar de mercado que es todo un símbolo en el barrio. Cuando me quité los cascos y el murmullo mañanero del mercado se abalanzó sobre mí sentí un subidón de adrenalina que me dejó nervioso y aturdido. Le pedí a Pere el arroz con cara de susto, me disculpé e inmediatamente volví a la música para calmarme. Con los cascos puestos el silencio entra por los ojos.

Crucé el mercado entre las fruterías, fijándome, con envidia descarada, en el color rojo de los tomates; luego las tiendas de flores, las carnicerías, el otro bar y, un poco más allá, finalmente la puerta. Recuperé la luz mientras sonaba Al respirar de Vetusta Morla. Afuera, ni una nube en el horizonte.

Bordeé el parque de Sa Faxina fascinado por la luz. Es algo que echo de menos sólo cuando la recupero. Se lo había dicho a Carlos en el aeropuerto: Te parecerá un tópico, pero echaba de menos este aire, esta luz”. Me acordé de La isla, la novela de Stuparich que había terminado de leer en el último avión. La había conocido por Vila-Matas en el periódico y la había leído durante una semana ajetreada, en varios vuelos, a trozos, con la sensación de que no le estaba prestando la debida atención. Pero la novela, una historia de un hijo y un padre con los días contados en búsqueda de tiempos pasados en su isla del adriático friulano, es ante todo evocadora. Luminosa. Al parecer Stuparich era el único de una generación de escritores triestinos que sobrevivió a la gran guerra, y el único de ellos que quiso transmitir luz. El único representante de la triestinidad blanca. Igualmente luminosa y blanca es la novela: una terrible historia de miedo y confianza que, sin embargo, provoca una brisa suave de resignación positiva.

Decidí bajar por Jaime III en lugar de atravesar el casco viejo hacia el Borne. Quería aprovechar el sol por calles más anchas, metido en mi burbuja musical en la que hacía aparición, como un mal augurio, Corcovado. Se puso a llover de repente, con esas gotas gordas del verano. Aceleré el paso y entre la música y las prisas pensé que se me salía el corazón. La música se detuvo cuando alcancé los soportales. Descansé un rato esperando que amainara y me quedé mirando a una pareja de ancianos que se peleaban con el paraguas, quejándose de la torpeza de su edad.

También me acordé de Miguel, que había llamado para decir que no podría venir al aperitivo. Este fin de semana le tocaba a él quedarse con su padre.

Solían salir a dar un paseo en esa antigua zodiac lenta y ruidosa, su padre sentado en la goma, a la izquierda de Miguel que era quien timoneaba. Era un paseo apacible, tranquilo y silencioso. Pero hacía tiempo que había perdido la alegría de cuando ponían la radio. Miguel lo vivía preguntándose casi siempre en qué estaría pensando su padre y por qué él no era ya capaz de preguntárselo sin ese tono de lástima. El desgaste y la pena habían quebrado la confianza. No era posible volver a aquellos tiempos en los que su padre llevaba el timón, mostraba a Miguel los más mínimos detalles del paisaje y medía con precisión y rigor los tiempos de los baños. Le hubiera gustado volver atrás, pero ahora era él quien debía llevar la barca.

Si no ocurre nada extraño, a todos nos llega el momento en que ya no encontramos sosiego en los padres, sino que nos sentimos obligados a dárselo. Cuando los roles se invierten, sólo lograríamos deshacer el cambio descargándonos completamente de nuestro sentido de la responsabilidad, volver a ser libres y temerarios como un adolescente. Pero intentarlo con un padre enfermo es frustrante y doloroso porque es imposible. Imposible volver a disfrutar de la zodiac, imposible volver a la isla.

La lluvia y la melancolía que me dejó el recuerdo de La isla; la historia que Miguel vive ahora y que me recuerda a otras ya pasadas; todas las sensaciones de inquietud sobre el futuro me empujaron a dar la vuelta desde el Borne por la Lonja, llegar a la plaza de Tarazanas y subir la calle San Pere hacia el barrio. Le di al stop y busqué las canciones de Nacho Vegas. Decidí tomar los mandos de mi vida. Perdón, de mi música.

Hace poco una amiga lamentaba haber perdido los cascos de su radio. Mientras salíamos del portal me decía qué rabia, hubiera preferido llegar al centro metida yo sola en mi burbuja. Pensando en mis cosas, pensando en mí. Olvidándome de ti y de todos, escuchando a Macaco. Si yo hubiera probado el iPod antes, si aquel día hubiera hecho un día de sol mediterráneo en Madrid o si yo hubiera tenido en la cabeza la evocación que me producen los recuerdos de La isla, la habría entendido mucho mejor.

Llegué de vuelta al mercado por la calle Fábrica y al entrar en él por la esquina contraria a la de la meca del frito, el pica-pica, las albóndigas y la paella de los sábados, empezaba a sonar Ai Dolors de Manel. Es una propuesta alegre, una invitación a un último baile festivo, nada solemne, sencillamente un baile que nos recuerde que a veces debemos pensar que qué más da. Que aunque se vaya, la vida sigue.

Al fondo, diviso a mis amigos. Es hora de salir de la burbuja. Es hora de volver a la vida que sigue y mete ruido.

jueves, 16 de abril de 2009

Operación retorno

Tiempo y materiales

Robert Hass,

Bartleby, Madrid, 2008.

Esta vez conseguí robarle tiempo al trabajo en la oficina. Había hecho la maleta con antelación y por tanto podía marchar con calma hacia la Isla que suele estar espléndida de primavera y visitantes en Semana Santa. A media mañana las carreteras estaban aún vacías; la radio proponía una banda sonora llena de éxitos de los ochenta y el sol resaltaba el verde de riego y el marrón oscuro del campo castellano. Yo sólo fumaba y disfrutaba del viaje.

Unas hora más tarde, ya en Asturias, llegué a Lieres, un cúmulo de casas que el progreso ha convertido en pueblo fantasma. Allí decidí salirme de la ruta más rápida y tomar la carretera antigua hacia la Isla. Es la carretera que bordea el valle de Valdediós, hace cumbre en el alto de la Campa y baja entre eucaliptos, robles y castaños hasta casi mimetizarse con la serpiente de agua de la ría. Es una carretera de las de antes: estrecha, tortuosa e invadida por la vegetación en los arcenes. Una carretera de las de antes de la autopista.

He recorrido esta carretera una infinitud de veces, a todas las edades, desde la infancia hasta ese engaño que llamamos responsabilidad. Conocía todas sus curvas de memoria, disfrutaba con los colores cambiantes de las copas de los árboles: los marrones, ocres y dorados del otoño; el verde fosforescente de los meses de lluvia, la oscuridad del cambio de hora en invierno.

Como entonces, la semana pasada sentí la misma excitación de siempre cuando alcancé el alto y pude contemplar a lo lejos, casi en el horizonte, la arena amarilla de la playa de Rodiles. En la radio sonaba Voyage, voyage, ese himno de los coches de choque de Kate Ryan:

La niebla se ha retirado de la costa estas últimas semanas
regalándonos unos días de Marzo esplendorosos […]

Llevaba Tiempo y materiales en la mochila, y me pareció divisar, sólo por un instante, las velas de los barcos que tanta felicidad le producían a Milosz. Me parecía que podía ser feliz, que sin duda todo aquello era una señal de la felicidad fugaz prometida para esos días.

Pero yo no soy Milosz, y, muy a mi pesar, los lugares no tienen alma. Por mucho que queramos siempre han sido inertes, observadores pasivos de los días. Es arriesgado atribuirles capacidades emotivas puesto que al final, siempre, nos sorprenden con una trampa, con un reproche.

Lo supe algunos días más tarde. En el mismo lugar en el que yo había estado celebrando la vida con mis amigos; un lugar en el que acaricié, de niño, por primera vez el lomo de una vaca y en el que probablemente besé a la primera chica. Hace unos días una sirena llenó el ambiente con un intermitencia de un amarillo intenso, sincronizada a la perfección con el ruido ensordecedor de una alarma.

Una ambulancia que sale del corredor de urgencias de un hospital es siempre un espectáculo impactante. Cuando la ambulancia que ves partir es la que lleva a tu madre en búsqueda de un remedio urgente, toda la culpa se te viene encima. No hay escapatoria. Todas las responsabilidades quedan clarificadas, todos tus pecados son irrefutables. No hay dudas ni matices morales que te eximan; todo se esclarece, todas las soledades ajenas son tu culpa.

[…] Habría dado las yemas de mis dedos por tocar tus pómulos […]

Pensé en las otras mujeres. Pensé en las últimas huidas. Pensé que ya estoy harto de mitos, de musas. Quiero verla esta noche y decirle que estoy tan cansado que se me han hinchado los pies. Recostarme en esta cama que fue suya hace tan poco tiempo, hablarle del atardecer que compartimos, de esa puesta de sol que hace que hoy todo huela más fuerte.

Pero no ha quedado tiempo. Todos hemos tenido que marcharnos. Así que volví a coger el coche, hice la maleta como pude y pisé el acelerador a fondo por el carril izquierdo de la autopista. Tuve la suerte de que hubieran abierto el peaje y ni siquiera necesité parar. El retorno lo hice a toda prisa, sin música y sin sol.

El cuerpo un fulgor amarillo y la cabeza
Un poco naranja como en las pinturas chinas
Bañadas de crepúsculo por los dioses del verano
Que también provocan esa sacudida repentina
De los álamos, menos viento que río
Donde estaba el pájaro que creías
Ver, creyeras haberlo visto o
No, y luego no estaba, se había
Ocultado, dejando tras de sí el vacío
Que ahora zumba ligeramente en ti, lo cual no es malo
Ni triste, sólo que se asemeja a un temor reverente, al miedo.
El pájaro ahora está en otra parte y tú estás aquí.

domingo, 5 de abril de 2009

Andare via

Gomorra

Roberto Saviano,

Mondadori, Milano, 2006.

-¿Has visto lo que han hecho en Foggia?

- Sí, lo he leído en el periódico esta mañana. Pero, afortunadamente, los periodistas no entienden nada. Lo ven todo desde una perspectiva política, no entienden de negocios. Hace tiempo que no hablo con la gente de Foggia, pero estoy seguro que la idea de los autobuses es de algunos de los nuestros. En los últimos años hemos tenido que emplear a muchos africanos y albaneses en los talleres, así que los locales están indignados. Pero esto debería arreglarse en silencio, no a navajazos en los autobuses. Somos cortos de miras.

Mi abuelo paterno era de Foggia, aunque yo nací en Bari. Nací y pasé mi infancia en Appulia, en el tacón de la bota, en la parte sur del sur de Italia.

Tuve que venir a vivir a la Costa del Sol después de todo aquello. Decidí mudarme después de reencontrar a Gaetano, pasados muchos años, y meterme en un oscuro asunto de negocios que acabó con mi carrera. Ahora volvemos a ser vecinos. Pero hemos decidido no hablar nunca más de ello; nos vemos los domingos por la tarde, para hablar de fútbol y de política, a sabiendas de que son simples banalidades con las que matar el aburrimiento y la nostalgia. Nunca hablamos de mujeres. Cuando nos separamos por primera vez éramos aún muy jóvenes, así que no nos había dado tiempo a desarrollar el código de complicidad que se requiere para hablar de bajas pasiones. Nos reencontramos ya muy tarde, en una época en la que sólo hablábamos de dinero y de las precauciones necesarias para ganarlo.

Habíamos compartido durante toda la infancia el rellano de la escalera, como si fuera propiedad exclusivas de nuestras familias. Las puertas de nuestras casas estaban abiertas todo el día; la merienda se servía indiferentemente en una cocina u otra; las reprimendas y los castigos maternos nos los imponían nuestras madres de forma colegiada, como un comité arbitral de nuestros juegos.

Pero el hecho de que mi madre no fuera italiana siempre estuvo presente. Para los demás siempre fui lo spagnolo y ella procuró que no lo olvidara, que nuestra pertenencia a ese lugar pareciera transitoria. Siempre pensó que debíamos irnos, que debíamos mudarnos a un mundo más tranquilo y previsible. A poder ser, mudarnos a la Isla. Lina, la madre de Gaetano, estaba de acuerdo. En realidad todo el mundo allí pensaba - y piensa - que lo mejor es irse, buscar un futuro más digno y, sobre todo, más decente en otro lugar con más oportunidades que aquella tierra soleada de olivos, frutti di mare, fábricas ilegales y ajustes de cuentas a balazos. La tierra de la Sacra Corona Unita.

La mudanza llegó en mitad de mi adolescencia. Lina estaba entusiasmada, a pesar de la pena que le suponía perder a su compañera de dificultades, suscribía plenamente la decisión de mi madre. Nos mudaríamos a España y yo, tan estudioso y responsable, conseguiría terminar una carrera, encontrar un buen trabajo y prosperar. Estaríamos siempre en contacto. No te preocupes me decía. Puedes venir a pasar los veranos, no te preocupes.

Así fue: vine a España, estudié una carrera, encontré un buen trabajo. Luego seguí estudiando, prosperé, me enseñaron a dirigir empresas, a pensar en el negocio y casi sin quererlo, sin darme cuenta, me encontré coordinando equipos, contratando personal, analizando balances y tomando decisiones. Entré en una maquinaria autoexplicativa; la primera vez que tuve que despedir a un subordinado no me inmuté, había aprendido a analizar las circunstancias y a establecer las prioridades.

- Raffaele es un mierda. Siempre lo ha sido y nunca ha conseguido despertar de esa inercia moral suya. Se pudrirá triste y viejo, pobre y orgulloso de su valiosa honradez. Morirá solo, estoy seguro de que ni siquiera sus hijos querrán quedarse a su lado. He tenido que salvarle el pellejo en varias ocasiones, y finalmente he conseguido que le dejen tranquilo con sus trabajillos en el taller.

El mismo taller en el que solíamos pasar las tardes de verano escuchando a Vasco Rossi y a Francesco De Gregori. El taller del padre de Raffaele, que por aquel entonces solía resolver asuntos menores para los sacristas: despiezaba motos y coches robados, cambiaba matrículas o simplemente ponía a punto los bólidos de las clases bajas del clan, mafiosillos de poca monta que nos daban una propina de mille lire sólo por ir al bar de enfrente a por una cerveza y un bocata.

Yo lo tenía prohibido por mi madre, pero Gaetano y Raffaele, al cumplir los doce, empezaron a pasearse en motocicleta por el barrio. Eran motos del clan, probablemente robadas, pero desde luego potentes y atractivas. También empezaron a usar gafas de sol.

Unos años después, el día que cometieron su primer delito, yo ya vivía en la Isla. Se habían ofrecido voluntarios a cumplir un encargo sencillo, en realidad, sólo una prueba: debían robar una moto a un vecino, esconderla unos días y luego conducirla hasta una casa de campaña. Entregarla y buscarse la vida para el camino de vuelta. Lo hicieron pero los pillaron y aunque Lina nunca me lo contó, sé que esto motivó que Gaetano se fuera a hacer la mili cuanto antes. Ella siempre lo había dicho, había que marcharse de allí, andare via.

- Mi madre quería hacerme desaparecer para evitar precisamente lo que luego ocurrió. – Gaetano no culpaba a su madre sino a la tierra en la que habíamos nacido. - Me mandaron a Caserta, una de las capitales de la Camorra, para el servicio militar. Mi madre tenía la idea de que me reenganchara y siguiera toda mi puta vida en el ejército. Pero en el sur de Italia las vidas del orden y del crimen son muy próximas, se confunden. Fue precisamente en el cuartel de Caserta donde conocí al hijo de Di Lauro, y fue él quien me metió en este lío.

- Tú quisiste esa vida – debía haberme callado - fuiste consciente del tipo de vida que estabas escogiendo.

- No seas estúpido, te recuerdo que fuiste tú quien acudiste a nosotros.

- Yo no sabía cómo manejar el trasporte al este de Europa – no debía haber empezado esa conversación.

- Vosotros, como tú dices, como si realmente existiera alguna diferencia entre nosotros y vosotros, queríais hacer más negocio, y aun sabiendo a qué me dedicaba no te alejaste, sólo te fijabas en la oportunidad. Muy propio de ti, tan responsable y profesional.

Es cierto. Yo sabía que Gaetano, después de su servicio militar había empezado a trabajar para el clan. Aunque fallaran la prueba de la moto, había caído en gracia y años más tarde, supo hacer valer sus amistades napolitanas para prosperar. Casi sin quererlo, sin darse cuenta, empezó a coordinar equipos, a contratar mujeres para las fábricas de zapatos, a ocultar dinero y a tomar decisiones. Su maquinaria también era autoexplicativa; la primera vez que tuvo que mandar eliminar a un chivato, había aprendido a analizar las circunstancias, a establecer prioridades. No se había olvidado de sus amigos:

- Le di una oportunidad a Raffaele. Sólo le pedí que se encargara de nuestros coches; de limpiarlos, ocultarlos, quemarlos si hacía falta. Pero empezó a decir que no podía, que su padre le había rogado que buscara para sus nietos una vida diferente. Me estaba dando muchos problemas y no me tembló el pulso cundo fui personalmente a aclararlo. Ni siquiera necesité amenazarlo.

Nos interrumpe la mujer de Gaetano. Loredana es elegantísima y refinada. Se dedica al arte, pero nunca he preguntado qué hace concretamente. No sé si pinta, si es una galerista, o simplemente una ladrona. Tiene un gusto exquisito, se nota que es italiana del norte.

- ¿Cómo estás spagnolo? Gaetano siempre habla mucho de ti, no sé si eres consciente de lo orgulloso que está de haber crecido contigo.

- Es mutuo y él lo sabe. Yo estoy bien, ¿y tú?

- Muy bien. ¿No estaréis hablando de negocios? Dejadlo ya, disfrutemos de esta tarde malagueña. ¿Qué andas leyendo spagnolo?

- No sé si habéis oído hablar de Gomorra, de un tal Saviano. Es una narración muy implicada y aparentemente veraz de cómo funcionan últimamente las cosas en las tierras del…

- Lo edita Mondadori, ¿no? Seguro que nos han pedido permiso para publicarlo – intervino Gaetano – Yo no quiero leerlo. No quiero saber nada de este Saviano, no quiero preocuparme por cuánto tiempo durará.

- Bueno, ya está bien de volver siempre a lo mismo, Gaetano. ¿Merendamos?

Con un acento indudablemente adquirido por la convivencia con i terroni del clan, Loredana gritó hacia la cocina: ¡Nanni, - la gorda magrebí que obedecía en una extrañísima mezcla de andaluz e italiano - porta in terrazzo birra e focaccia!

miércoles, 1 de abril de 2009

El segmento suicida

Delicioso suicidio en grupo

Arto Paasilinna,

Anagrama, Barcelona, 2007.

Creo que fue el de Sócrates el único del que me hablaron en el colegio, aunque de entre los griegos el que más recuerdo es el del melancólico Lucrecio, a pesar de que algunos duden de su veracidad. También podrían haberme comentado, como anécdota, el de Demócrito, pero al parecer sólo se trataba de agotamiento por los crónicos dolores o algo así. O el de Aníbal, rabioso hasta el punto de no dar el brazo a torcer. Creo que el de Larra, sólo se rumoreaba. Pero no es de extrañar, algunas enciclopedias tampoco los mencionan. Están pensadas para los adolescentes y ya se sabe.

Más adelante los fui encontrando sin querer: el de Hemingway, probablemente borracho y frustrado en Cuba, o el de Pavese deprimido y solo, el de Zweig y su mujer, horrorizados y tumbados en una cama allá en Brasil; los que cometieron una Woolf incomprendida, el último Améry irritado, su enemigo Primo Levi, Celan, Plath, Goytisolo, Casariego Córdoba, Wallace…

Un impulso extraño me ha llevado a buscarlos por mí mismo: me topé con Fitzroy pasándose el filo de la navaja por la garganta, repitiendo el mismo gesto que su padre; Ehrenfest mirándose en el espejo negro por su hijo y Boltzmann acabando con su vida poco después de dar forma a su famoso epitafio; Majorana desapareció en un barco cuando huía de los nazis, como también le ocurrió, según se cuenta, a Turing, acosado hasta el límite de volver a cometer el pecado original. Lo encontraron tumbado en una cama, después de haber mordido por segunda vez la manzana de la muerte.

Poco a poco he conseguido elaborar un palmarés de ilustres que nunca recuerdo y, aunque no sé cómo ha ocurrido, me he convertido en un miembro del segmento suicida. O suicidófilo, si es que tal cosa existe. Quiero decir que pertenezco a ese segmento de lectores que cuando ven la palabra suicidio escrita en la portada de un libro, como mínimo, se quedan mirándolo. Si tienen tiempo lo hojean. Si les queda dinero, se lo compran.

De todos es conocido que hay un amplio grupo de lectores que empezaron adorando a Bukowski y cada vez que aparece un libro que hable de borracheras, sexo infame, nocturnidad y marginación, acuden inmediatamente a las librerías para leérselo de un trago. Pero la existencia de un segmento suicida sólo es conocida por las editoriales. Y aunque a veces sea hipócrita, el marketing suicida es siempre muy contenido.

Últimamente – aviso, escribo un poco rabioso por el tiempo que me ha robado esta novela – les ha dado por el humor. Y yo he vuelto a picar. Además, por este exagerado sentido de la responsabilidad que me llevará a morir de viejo, no he conseguido desengancharme de la historia hasta el final. Puede que esté exagerando y no sea para tanto; quizás debiera decir también que la novela es entretenida, porque cierto es que la historia que cuenta Delicioso suicidio en grupo es, al menos a ratos, entretenida. Un grupo de suicidas finlandeses decide unirse para morir juntos arrojándose en un autobús de lujo desde el Cabo Norte, los Alpes Suizos y los acantilados de Sagres. Recorren despreocupados y unidos media Europa, comparten experiencias, se enamoran y en un momento determinado deciden fundar la Asociación Libre de Suicidas Anónimos. ALSA, ¡Toma ya!

Para los que somos de la Isla, ALSA – ahora ya muy famosas – son unas siglas que viajan en cuatro ruedas. A pesar de que todos los viajes en autobús no son iguales, para mí, las excursiones siempre han sido momentos de mucha alegría y pertenencia. Es imposible suicidarse en una excursión con los amigos.

Cuando viajábamos en autobús, en algún momento del viaje, nos emborrachábamos. Siempre acababa ocurriendo. Nos repartíamos las chicas de los asientos delanteros, incluso alguna vez hacíamos parte del viaje sentados a su lado. En las mejores ocasiones las besábamos y volvíamos hacia las filas traseras entre vítores, soñando con una noche en una cama del hotel, aunque esta posibilidad, a decir verdad, casi nunca se consumaba. En una excursión en autobús nos sentíamos protegidos por no estar en casa. Libres y protegidos.

El grupo de finlandeses suicidas de Paasilinna, podría haber sido cualquier grupo: un equipo de fútbol, los jubilados del INEM, los sabandeños, la coral sinfónica o los niños cantores de Viena. El suicidio, en esta novela, es sólo una disculpa, un contexto cualquiera que permite comentar esa curiosa costumbre nórdica con cierta gracia. Porque una vez hecho chiste, el suicidio la pierde toda y ya sólo sirve para llamar la atención de melancólicos morbosos y cobardes como yo.

Sí. Sí, he dicho cobarde. Pero prometo no volver a leer nunca más una novela graciosa de suicidas.