Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

viernes, 27 de febrero de 2009

La pesada carga

Poesía completa

Friedrich Nietzsche,

Trotta, Madrid, 2008.

Llevo toda la semana madrugando, llegando a la oficina con el tiempo suficiente para tomar con calma el primer café, a solas con el periódico, en el bar más alejado al que mi autonomía me permite llegar a pie. Lo hice el pasado lunes, y como estaba aburrido de crisis económica y memorias golpistas, empecé el periódico al revés.

Aunque estaba jodido por la enésima derrota del Sporting preferí lanzarme directamente a las páginas de deportes y una vez superada esta contradicción masoquista, continué hojeando El País hasta dar con un artículo llamativo: Dios habita en el cerebro, de Javier Sampedro. ¡Vaya noticia!, quise decirle a la rubia cuarentona de ojos azules y mallas rosas que se zampaba la tostada habitual antes de su sesión de gimnasio. Pero, cuando iba a abrir la boca ella ya hablaba por teléfono, así que al final sólo pude pensar que vaya noticia.

Leí el artículo y me quedé con un sentimiento de molesto hastío. Pagué el café, cogí el periódico y salí del bar. Empecé a caminar hacia la oficina mientras buscaba la página con el dibujo místico para recortarla antes de deshacerme del resto del periódico. Lo conseguí antes de entrar al edificio. Luego trabajé el resto del día como una mula mecánica y al volver a casa saqué el recorte de la chaqueta para buscarle un libro.

Al principio le guardé en La naturaleza humana, un ensayo de genética y evolución que me tiene agotado con tanto detalle enciclopédico. Pero unas horas después descubrí que no me apetecía dejarlo allí. El artículo hablaba de cómo ciertos valores - ¡que alguien me ayude a entender esta palabra! – que agrupados dan cuerpo a nuestras morales religiosas, en realidad tienen su origen en nuestra conciencia y en nuestra capacidad de simular relaciones sociales. De este modo todas las construcciones de cohesión social, entre ellas la creación de Dios, la política, la familia, serían capacidades naturales del ser humano. Y yo me pregunto, ¿dónde está la noticia? ¿En la localización de una zona del cerebro de la capacidad emotiva? O ¿en que estas capacidades son naturales? ¿Si no hubieran sido naturales, qué serían?

No conseguimos librarnos del humanismo. A pesar de los múltiples esfuerzos por racionalizar la realidad y librarnos de la religión, no somos capaces de dejar de divinizar al hombre. Substituimos la magia de lo sobrenatural por el encanto mágico de la ciencia, disfrazándola de trascendencia, alimentando nuestras debilidades con una naturaleza ilusoria que nos devuelve necesariamente al vértice de la creación.

Tanta ingenuidad blanda me dio rabia y decidí coger el pesado recorte y guardarlo en La poesía completa de Nietzsche, que leía días atrás, contagiándome de su rabia y su nula condescendencia hacia nuestras flaquezas. Pero también me ha contagiado de su sentimiento de abandono, de la soledad de aquellos que quieren decir cosas que los demás no quieren escuchar. La pesada carga del ostracismo que Nietzsche desahogaba a base de ironía y clarividencia:

Dios nos ama porque nos creó.
“El hombre creó a Dios”, dice el sutil sobre el caso.
¿Y no ha de amar lo que creó?
¿Acaso porque lo creó deberá negarlo?
Eso cojea, gasta la pezuña del diablo.

Finalmente decidí dejar el ingenuo recorte bien aplastado entre las páginas del final y, una vez aliviado mi gusto sádico por la contradicción, vovlí al Nietzsche poeta, al que lamenta dolorosamente su destino de buscador de la verdad. Es llamativo ver como usa este apodo para casi mofarse de si mismo en múltiples poemas, afligiéndose una y otra vez por esta búsqueda enfermiza que lo ha convertido en víctima crónica de si mismo, hasta la locura.

Ahora…
solitario contigo,
disolitario en tu propio saber,
falso ante ti mismo
entre mil espejos,
inseguro
entre mil recuerdos;

Cansado por cada herida,
frío por cada helada,
estrangulado con tus propias cuerdas,
¡conocedor de ti mismo!
¡Verdugo de ti mismo!

¿Por qué te ataste

con la cuerda de tu sabiduría?
¿Por qué te sedujiste
hasta el paraíso de la vieja serpiente?
¿Por qué te deslizaste
en ti, en ti?...

Esta noche he vuelto a sacar el recorte antes de sentarme a escribir esto. He vuelto a leerlo y me ha parecido aún más ingenuo. Así que ya está, que descanse para siempre en la montaña de papel para tirar.

domingo, 22 de febrero de 2009

El faro de Tazones

Los anillos de Saturno

W.G. Sebald,

Anagrama, Barcelona, 2008

Sin que se conozca con claridad el motivo, Sísifo fue condenado a subir perpetuamente por la empinada ladera del monte Hades rodando una enorme roca hacia la cima. Siempre que estaba a punto de alcanzarla, la piedra se caía, precipitándose rápidamente hacia el valle, y obligando al antiguo rey a reintentar la hazaña. Dicen que Sísifo pasó el resto de sus días subiendo y bajando la montaña, algunos incluso creen que lo hará toda la eternidad en el infierno, pagando por sus misteriosas y múltiples culpas.

Una vez vi a Sísifo en Oles, una pequeña aldea que disfruta de los escasos llanos de monte que hay cerca del puerto de Tazones. En una granja, en un cercado perfectamente rectangular de al menos media hectárea, vallado con una endeble rejilla de alambre, estaba encerrado un jabalí que trotaba permanentemente por uno de los lados largos del rectángulo, hacia delante y hacia atrás, una y otra vez, como aquellos carrileros de medias caídas que desaparecieron con el fútbol de los ochenta. No sabría decir cuál era la roca que este Sísifo rodaba – quizás su estúpida cautividad porcina – pero aquella tarde recorría una y otra vez una banda a la que ya le había arrancado toda la hierba, labrando en el césped un carril de no menos de veinte centímetros de profundidad, lleno de barro oscuro y húmedo que cedía al peso del animal en cada pasada. Se había olvidado completamente de los otros tres lados del perímetro y, mientras buscaba la salida en cada vuelta, sus carreras le hundían más y más en aquel fango.

La carretera que lleva al faro de Tazones, y que pasa muy cerca de esa granja de Oles, es mi monte Hades particular. Allí he subido, entre manzanos y eucaliptos, empujando monte arriba mi cabeza, en las ocasiones en las que sentía la proximidad del cambio. Subí al faro de Tazones cuando decidí abandonar por primera vez la Isla, cuando me fui a Suiza, o cuando entendí que mis padres empezaban a necesitar de mis cuidados más que yo. Siempre que pensé que había algo importante por ocurrir, me iba al faro de Tazones a ver amanecer. Lo hice antes de casarme, antes de saber si me daban un trabajo o tras la muerte de un amigo.

Al salir el sol emprendía el viaje de vuelta cuesta abajo. Somnoliento y silencioso, fumaba mientras el coche deshacía por sí solo el camino de la ladera, con las luces cortas alumbrando mi cabeza que rodaba alegremente, unos metros por delante, ansiosa e inconsciente por volver a la realidad.

Durante unos de estos ascensos, me llamó Pablo para hablarme del libro de Sebald.

-¿Cómo estás?
-Bien y ¿vosotros? ¿Qué tal el guaje?
-Muy bien. Oye, tienes que leer Los anillos de Saturno. Es increíble.
-Lo tengo en el estante desde hace tiempo, y está en la lista de los próximos, pero necesito tiempo.
-Tienes que leerlo. Déjate de historias, es impresionante. Yo creo que ya es mi libro preferido.
-Vale. Me pongo con ello.

Cuando una sugerencia es tan contundente y cualificada, y además viene de alguien tan querido y admirado, a la vez que tan parco en recomendaciones literarias, sé que debo obedecer. Pero el hecho de que me recomendara Los anillos me imponía respeto. El escritor Alemán se encuentra entre aquellos a los que sé que debo dedicar todos los sentidos. Leer un libro de Sebald me exige concentración y entrega, y siempre me ha merecido la pena. Pero estos libros también me dan miedo. Diría que, de algún modo, casi siempre me han cambiado la vida.

En esta ocasión, la inconveniencia era que yo estaba en medio de un ascenso, ya casi exhausto y con la lengua afuera, excitado ante la expectativa de hacer cumbre. Por ello estuve mareando el libro varias semanas, superficialmente, sin sintonía. Sin embargo, tras el último traspié, que me devolvió a mi condición de escalador neófito y que lanzó mi cabeza rodando nuevamente hacia abajo, recuperé el espacio para su lectura.

Los anillos de Saturno no es un libro difícil de leer, pero tiene esa característica de la obra de Sebald de sugerir una infinidad de mensajes codificados en un relato sencillo y con un falso aire cotidiano. Siempre me ocurre, siempre tengo la sensación de que ha quedado algo fuera de mi alcance, y que es lo que realmente esconde las verdades esenciales. De modo que creo que podría estar leyendo estos relatos una y otra vez, eternamente, descubriendo en cada pasada una nueva lección, hundiéndome en cada sprint en el lodazal de mi naturaleza.

Cuando Sebald decidió escribir las notas de su excursión a pie por las costas del condado de Suffolk, en el este de Inglaterra, ya era mucho más maduro y astuto que yo. Así que supo hábilmente evitar caminos escarpados o laderas empinadas, y recorrió la costa entre colinas suaves y campos llanos de maíz, como si en lugar de subir y bajar al faro de Tazones, diera cómodas y apacibles vueltas a su alrededor.

Durante estas largas caminatas, con breves conversaciones con los lugareños, alguna visita a monumentos y granjas, reencuentros con antiguos colegas y personajes misteriosos, Sebald va tejiendo un relato subjetivo y magistral de la naturaleza humana. Desde la civilización China a la Inglaterra de principios de siglo, desde las andanzas de Conrad en el Congo al relato de la crisis Irlandesa de los años veinte contada por boca de la clarividente señora Ashbury. La batalla de Waterloo, los bombardeos de la segunda guerra mundial, el ascenso y caída de los condados de caza del campo inglés.

Siempre hay algo excepcional en la literatura de este alemán que vivió afincado en Inglaterra, y en esta ocasión me he quedado asombrado de la capacidad del escritor para explotar el potencial metafórico de la Naturaleza.

Siempre me ha parecido un poco estúpido atribuir rasgos humanos a los animales. De hecho siempre he oído decir que hacerlo con las mascotas domésticas acaba generándoles problemas psicológicos. Ahora estoy convencido de que no lo hacemos para dignificarles, sino por nuestra necesidad de simplificarnos a nosotros, de ser condescendientes con nuestros propios problemas mentales. Humanizamos a los animales porque necesitamos reencontrar un alivio sencillo para nuestras frustraciones y contradicciones derivadas de la conciencia. Con los avances de la ciencia, hemos descubierto que la biología es una buena disculpa de nuestros fracasos. Quizás pueda parecer demasiado fácil, pero creo que es irrefutablemente verdadero.

-¿Cómo lo llevas? ¿Cómo vas con el libro?
-Bueno, ahí ando, me está costando leerlo porque no encuentro el momento. Tú, con todos los líos que tienes, ¿pudiste leerlo tranquilo?
-No. Ya sabes que es muy complicado leer a Sebald con una mujer metida en la cama.
-Ya. Entonces comprenderás que mucho más difícil es hacerlo con una metida en la cabeza.

Con el talento y la maestría que hay en los relatos que componen Los anillos siento que me acarician el lomo como a un cerdo, que pertenezco a una manada de arenques de camino a la oficina, que follo como un molusco en una playa, y siento sofoco cuando me aniquilan al vapor, como a un gusano de seda en el III Reich. Sé también que parezco una codorniz enjaulada y desquiciada a la que cualquier día se le parte el cuello, lanzando el cogote ladera abajo hasta caer al agua en el Calieru, a medio camino entre la Isla y el faro de Tazones.

lunes, 16 de febrero de 2009

Viajar hasta Mallorca

Molt més en joc

Javier Cánaves

El Tall, Palma de Mallorca, 2007

Llevaba ya un tiempo ofuscado y disperso cuando por fin vino a visitarme mi hermano Carlos. Se presentó aquí con una propuesta sorprendente: volvamos a Mallorca ahora mismo, me dijo nada más verme en el aeropuerto. Olvida esta ciudad, olvida los atascos matutinos, las grandes avenidas y tu soledad llena de libros en el limbo. Volvamos a la isla, vayámonos a la playa, a Illetas o a Cala Ratjada, a Banyalbufar o a Formentor, contémonos otra vez nuestras anécdotas, reinventémonos un glorioso pasado. Saldremos airosos, me prometió.

Sin embargo, a modo de advertencia, me entregó el ejemplar de Molt més en joc de Javier Cánaves: es mi regalo de San Valentín; lee el prólogo y olvídate del libro hasta que me vaya, me exigió.

[… ]Hi ha dones que darrere els ulls, els llavis, amaguen un precipici, la nostra impossibilitat d’arribar a una meta, aquell lloc que vam creure que era el nostre.

Sempre n’hi ha un altre que hi arriba abans, algú que invariablement té aspecte d’assasí. Aleshores saps que comença el teu calvari.

Diàlegs impossibles amb tu mateix, imatges que no són reals però que t’esgarrapen la pell, un codi secret per a descifrar els teus dies d’ara […]

No sé por qué me ha traído el libro en esta visita que prometía ser más lúdica. Quizás porque sabía de mi necesidad de expresar la rabia. Quizás porque imaginaba que me gustaría el tono resignado y melancólico – a veces también rabioso – de Cánaves. Un tono que por otra parte me resulta muy fácil de asumir como propio.

Ahora que lo pienso, Carlos me ha traído el libro probablemente por mi insistencia en reclamarlo. Era el único que todavía no había leído de este poeta mallorquín y hacía tiempo que intentaba encontrarlo, sin éxito, en tierra firme. En cualquier caso lo que sí me sorprendió fue que me exigiera que leyera el prólogo. Pero quizás también respecto a esté yo tergiversando los hechos.

Últimamente tengo serias dificultades a la hora manejar conceptos como responsabilidad y culpa. De un tiempo a esta parte confundo causa y efecto, inicio y final. Así que seguramente también fui yo quien le dijo déjame que te lea el prólogo, sólo el prólogo por favor, y ya no hablamos más de este tema. También recuerdo que no tardé mucho en incumplir esta promesa.

[…]“El temp sap ser cruel/ perqué posa les coses al seu lloc”. Era aquest el punt d’arribada? És final o és inici? No creus que sigui crueltat, però tampoc justicia. Més aviat una cosa a mig camí. Tombs a la vora del no-res. Coses que es fan pero no avorrir-se.

A pesar del desconcierto decidí aceptar inmediatamente su ofrecimiento y de inmediato volvimos a Mallorca, eso sí, sin movernos de Gran Vía. Inauguramos la excursión con el propósito de reírnos de nuestra naturaleza cruel y escatológica ante los cuadros de F. Bacon expuestos en el Prado.

Impactado por el espectáculo de los grandes lienzos de Bacon, pasé por la primera parte de la exposición aturdido y con la atención dispersa. Más tarde me pareció que definitivamente había conectado con su nihilismo epistemológico, plasmado en las cortinas grises de telas suaves y vaporosas que confunden nuestra percepción de toda realidad.

La misma sensación, la misma reflexión que esta noche me producen las ilustraciones de Salva Ginard que aparecen en el libro. Pero no debo equivocarme. En mi caso, el diagnóstico es mucho más sencillo.

[…] Tu parlant-me des d’un malson mentre passeig per aquest port maleït i el cel s’il·lumina amb coets que esclaten massa prop del meu cap i les meves ganes de tu.

Luego una revelación. Entre los visitantes del museo me encontré a Antonio López haciendo de guía para alguien que debía ser muy importante. Hablaba poco y observaba cada cuadro con timidez, casi escondiéndose tras su diminuta esposa.

Decidí seguirle, usando su explicación privada a modo de lección magistral furtiva. Traté de escuchar atentamente, de fijarme en los mismos detalles a los que él observaba tan de cerca como para necesitar sus gafas. Les seguía cuadro a cuadro, pero iba demasiado deprisa para mis inercias. Dudé en hablarle y preguntarle, pero para eso debía haberme delatado y últimamente he cogido cierta aversión al riesgo.

Mi seguimiento oculto se terminó cuando apareció una chica rubia que muy educadamente manifestó su admiración al maestro. Recuerdo como él se ruborizó y, agradeciendo el gesto, huyó. Hay afectos que deberían permanecer siempre ocultos.

Me dí cuenta que debo hacerlo solo. Ningún maestro va a ayudarme a comprender mi realidad. Aunque me quiera. Así que decidí a continuar la visita a la exposición a solas, observar el realismo colorido, decadente y cruel de la segunda parte de la obra de Bacon sin ayuda. Allí estaban, familiares e inquietantes para mí, los pedazos de carne expuestos sobre bancos de despiece; meros animales privados de cualquier humanidad. Allí estaba la realidad.

La revelación me enseñó el fracaso. Había quemado todos los puentes hacia Mallorca, ya no podría ir allí con Carlos, ni en barco ni en avión, sólo cabía la esperanza de que los gin-tonics y las drogas permitieran algunas risas adicionales. Aunque me doliera supe que debía quedarme solo.

Tombs a la vora del no-res.
Paraules que no diuen el que penses.
Escodrinya aquest pou.
Rere aquesta tendresa, le llàgrimes més brutes.
Potser ara t’ho puguis confesar:
no sols vas perdre aquella dona.
Hi havia, és clar que sí,
molt més en joc.

Debía descubrir si soy el asesino o la víctima. Si morir o matar, como le había oído cantar a Nacho Vegas el jueves pasado poco antes de aterrizar. O al despegar, ya no lo recuerdo.