Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

miércoles, 31 de diciembre de 2008

Xabiero

Les llingües de la Hidra

Xabiero Cayarga,

Trabe, Oviedo, 2006.

Lo único que necesito para sentarme a escribir es un poco de tranquilidad. El resultado depende exclusivamente de la suerte, pero la ensoñación que busco para concentrarme sólo me la proporciona la tranquilidad. Algo similar me ocurre cuando leo poesía; si no consigo estar tranquilo, los poemas se convierten en un parloteo ruidoso, molesto e indescifrable, que distorsiona la sinfonía de mis ansias.

Quizás en esta necesidad de tranquilidad esté el fundamento para el diagnóstico de L. Dice que mi melancolía es debida al uso del hachís. Yo le digo que es para relajarme. Pero ahora me doy cuenta que no existe melancolía sin sosiego. De hecho estoy convencido de que es el propio sosiego la fuente de melancolía, el que me lleva a evocar tiempos más apasionados que estas horas delante del teclado o las tardes de poemas en el sofá.

Pero los trenes de este verano inútil ya partieron, así que esta mañana me he puesto a buscar sosiego, calma y melancolía en los versos de Les llingües de Hidra, los últimos poemas publicados de Xabiero Cayarga. Por lo que sé, desde Dortmund.

La última vez que vi a Xabiero nos dijimos adiós, pero en aquel momento yo no sabía que el que realmente se marchaba era él. Hace casi diez años, cenamos juntos por última vez el día de mi despedida. Fue en la cena en la que celebramos mi marcha de la Isla. Yo me iba a una tierra casi alemana, y él por su parte, hace algún tiempo que ha establecido su vida en la Alemania de verdad. Desde entonces no hemos podido volver a coincidir así que poco a poco colaron per esi previsible furacu escuru del tiempu los dies que nos ataben. Ahora no me queda otra posibilidad que imaginármelo tranquilo y abrigado, pasando de largo delante de alguna facultad para sentarse a solas en un bar, a disfrutar de una café solitario y melancólico cobijado frente al frío.

Aunque esta mañana encontré el resquicio de tranquilidad que necesitaba para leer a Xabiero, ahora estoy nervioso. Pensé que pensar me calmaría y que me ayudaría a templarme para escribir. Pero no ha sido así. Quería hablar de lo distinto que resulta conocer a alguien y leer sus poemas. Para ello iba a recordar las noches con Xabiero: sidra y pollo al ajillo primero; cervezas y salchichas persiguiendo erasmus tetudas y despistadas donde Paco y finalmente acabar de copas apretujados en el Tigre Juan, ese premio literario que primero fue un tugurio.

Pero esta noche estoy nervioso y otras ensoñaciones se apoderan, una y otra vez, de mí. Pierdo la atención y acabo releyendo las revelaciones de Cayarga:

"Los primero güeyos que vieron
una nueche estrellada.
L'home que se pierde nel so llaberintu, y acuerda
sabiéndose Minotauro.
...
La voz de páxaru
d'un marineru de Colón
que grita: ¡Tierra!
...
El replicante Nexos 6
clisáu pol fulgor d'unos rayos
a les puertes de Tannhäuser.
Yo, el más feliz,
que tengo visto
amanecer
asomáu
a la delicada cuenca del to embeligru.
"

Es curioso, en la mayoría de las conversaciones de aquellos tiempos no tenía cabida el amor. Sí los amoríos, pero no el amor. Tampoco había tiempo para la literatura. Había lengua, pero no había literatura. Dedicábamos demasiado tiempo a reconstruir un país en perpetua demolición que no teníamos tiempo para nosotros. Luego llegó la época del insomnio. Emigramos y empezamos a mirar la Isla desde lejos, para así darnos cuenta que aquí no podíamos dormir porque nos habíamos quedado ya sin sueños.

Sentados, solos ante un café, es fácil rememorarlo. A solas, tumbados en el sofá, es sencillo volver a caer en la letanía del sueño, pero resulta más gozoso recrearse en la indolencia. Hasta que vuelvo a perder la concentración; me vuelve a bloquear la ilusión y trato de entender porqués inexpugnables:

"Al home persíguenlu los suaños
involuntarios guixarros que-y furaquen los zapatos.
Porque'l so corazón – siamos sinceros – nun siente. Ye un músculo apáticu,una
soleta soldada a una mente que miente.
¿Qué órganu letal inventa la primavera?"

Me rindo, Xabiero. Quería escribirte un homenaje y me ha salido una queja amarga. Ojalá el tiempo pudiera volverse atrás, no para volver a ser como entonces, sino sólo para disfrutar de una única noche entera, juntos los de antes, con las mismas ilusiones. Persiguiendo culos y arreglando patrias.

********

Me vuelvo a distraer. Miro el correo electrónico por enésima vez. Leo hasta el spam en busca de un alivio, de una gracia. Pero me doy de bruces con la literatura. En un mensaje de contactos, encuentro – acompañado por una foto que le da sentido a la evolución de las especies – una cita del Marqués de Sade:

"Imperious, Choleric, Irascible, extreme in everything, with a dissolute imagination the like of which has never been seen, atheistic to the point of fanaticism, there you have me in a nutshell. Kill me again or take me as I am."

Kiss me again and take me as I am.

viernes, 26 de diciembre de 2008

Curriculum vitae

Curso de física teórica. Mecánica.

L.D. Landau y E.M. Lifshitz

Reverté, Barcelona, 1991.


Llegué a la Isla y efectivamente era invierno. Todo el mundo aquí ya está acostumbrado a que con el frío sólo se pueda vivir en dos lugares: en casa o en los bares. Me recomendaron que los bares los dejara para la noche, que dedicara las mañanas al poco sol que aquí asoma y que me buscara la vida por las tardes.

Llevo días enfrentándome sólo a las tardes de la Isla, a estas sobras frías y grises del día. Alguna se me hace tan larga que ni siquiera la exploración espacial me libera de los cíclopes, de esos pensamientos de mirada tan fija que parecen obsesiones.

Busco refugio en mi cuarto hasta que desaparezca esta maldita luz blanquecina y las tabernas vuelvan a abrirme las puertas. Me quedo embobado repasando las tardes de inviernos pasados. Están todas juntas, ordenadas, todas apiladas en un estante aparte. Allí están, como bloques inexpugnables llenos de acertijos y certezas los libros de física a los que tanto tiempo regalé.

Hacía muchos años que no los había vuelto a hojear. Los había abandonado casi con despecho, repudiándolos para imponerme su olvido, aceptar que pertenecían a un tiempo ya pasado. Cuando necesito virar el rumbo, vengarme de mí mismo y reprocharme la recaída, me piro a la francesa. No saludo, mantengo el paso firme, no me vuelvo atrás. Pero a veces me dedico a imaginar obsesivamente las cosas que dejo en el camino, las vidas que no pudieron ser. Entonces necesito actuar y me invento reproches y defectos que me obliguen a la indiferencia. A la física la traté así.

En estas tardes de encierro forzoso me han vuelto a enternecer. He encontrado a viejos amigos en el estante, los he reabierto después de muchos años y he repasado con ellos las antiguas lecciones.

Recuerdo de lo que supuso leer el Calculus de Apóstol. Para mí era la primera vez que comprendía que estudiar matemáticas era lo más parecido a hacer la mili que viviría en mi vida. Una vez superada la instrucción, los miles de retos que contenía Mathematical Methods for Physicists de Arfken me demostraron que efectivamente la Naturaleza habla con los números, y yo disfrutaba imaginando a Galileo atónito ante su descubrimiento.

Una de las lecciones más importante que he recibido de las matemáticas, me la dieron los números complejos. Cuando conseguí leer bien Variable Compleja y Aplicaciones de Churchill y Ward quedé finalmente convencido que hay problemas que conviene no afrontar, que sólo se resuelven bordeándolos.

Las matemáticas trazan planos por los caminos más escarpados, los llenan de armonía humanizada, haciéndolos más simples y comprensibles. La simetría, por ejemplo, es el arma que lo unifica todo, que dota a nuestro entendimiento de una potencia que a mí no ha dejado de asombrarme. Lo descubrí aprendiendo electromagnetismo en las páginas de Principles of Electrodynamics de Schwartz viendo como las leyes de Newton y Maxwell necesitaban de una mente como la de Einstein para unirse y explotar en la asombrosa Teoría General de la Relatividad, que yo aprendí, enamorado como un adolescente, en las páginas de Gravitation and Cosmology de Weinberg.

Sin embargo para todos aquellos a los que la física nos ha robado tardes, mañanas y noches – tanto en verano como en invierno – la aparición de la mecánica cuántica supone una crisis de la que a veces no es sencillo salir. Lo sentí por primera vez en las páginas del Quantum Physics of Atoms, Molecules, Solids, Nuclei and Particules de Eisberg y Resnick. Era un compendio de problemas conceptuales y de parches que parecían responder con malicia sólo a la mitad de las cuestiones. La teoría de los cuantos puede producir melancolía, sentimiento de pérdida, pérdida de verdades las que nos creíamos fuertemente asidos.

El paso del tiempo, la costumbre, un poco de imaginación, y la lectura de Quantum Mechanics de Cohen-Tannoudji, Diu y Laloë permiten recuperar el hálito. Gracias a las páginas de este libro – y sin duda las del Landau o el Messiah – pensé que dominaba la indeterminación aunque el precio que hubiera pagado era el de convertirme en un nihilista, en un nihilista de los buenos.

Más adelante la aventura se torna más compleja y sofisticada. Llegó el día en que pude pelearme con Diagrammatica de Veltman, Field Theory de Ramond; empecé a leer artículos y a garabatear muchos cálculos, mientras por fin sentía que podía observar desde la punta de mi lapicero los orígenes del universo.

Creí haber realizado el sueño depertenecer al mismo grupo los dos más grandes autores de la profesión: Richard Feynman y Lev Landau. El primero ha escrito las lecciones de física más geniales que jamás habrán de escribirse. Toda obra que lo intente superar será siempre una imitación del profesor californiano. El segundo, de la escuela soviética, elaboró una enciclopedia de física que a todos nos gustaría comprender. El primer tomo de su Curso de Física Teórica es esta Mecánica, y es el que me ha hecho sentir físico de nuevo esta tarde, cuando aún me he sentido capaz de captar la elegancia de sus argumentos, la claridad de sus imágenes.

Teorías. Muchas teorías han llenado las tardes de mis inviernos en la Isla. Pero con el paso del tiempo uno acaba descubriendo que inclusive en lo que a la física se refiere, la realidad es infinitamente más terca que nuestras ansias de respuestas. Había creído tanto en las teorías que me olvidé de la Naturaleza. Me conozco y sé que soy así, un idealista que reniega de sí mismo, que disfruta imaginando el mundo consciente del engaño de los sueños, pero que cierra los ojos con tal de no ver la realidad.

Este invierno ha venido con el dolor en el pecho de mi madre, el silencio habitual y misterioso de mi padre y la ausencia de mi hermano, inmóvil y atado a una cama. Cierro los ojos para no ver y hallo cobijo en el pasado, oculto en el estante. Desde allí me he puesto a contarle mi currículum vitae a una musa silenciosa y lejana, que sabe las pocas respuestas que busqué y me oculta su apasionado caos con un manto rojo y racional.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Azzurro

El Jarama

Rafael Sánchez Ferlosio,

Destino, Barcelona, 2004.

Llegan las navidades y la gente se va de veraneo. Mientras me falta un escaso día para volver a la Isla, tengo sensación de estar a finales de Junio y que se acaban los exámenes. Será la oficina, en periodo de cierre, será que el espíritu celebrativo me ha dado fuerte, pero a mí estas navidades me saben a sol y playa.

Sé que Nacho no me lo perdonará nunca, que me condenará por ultrajar su novela fetiche, pero he estado leyendo El Jarama de Ferlosio, con Azzurro - la famosa canción de Paolo Conte – sonando en los descansos. No lo sé, yo creo que es por esta sensación veraniega que me ha poseído.

Después de cuarenta años, cuando Paolo Conte escribió Azzurro para que la cantara Adriano Celentano, y de catorce más para que Ferlosio publicara su novela más conocida, estas dos historias veraniegas se mezclan en mis fantasías. Pero no es una coincidencia, es el paso del tiempo. Al igual que en la canción, en la novela de Ferlosio el drama es el paso del tiempo, esa condena salvadora que nos libra de todos los embrollos. Si Celentano exigía el paso del verano, los personajes de El Jarama lamentan el ritmo del transcurrir de los días, por pesados y eternos, o por breves y fugaces.

He oído siempre decir que el pasado tiene futuro. Que los mecanismos de la memoria nos hacen reinventarlo cada vez que acudimos a él. Pero yo también pienso que el futuro tiene pasado y lo vemos año tras año, cuando nos dedicamos a reimaginar lo que seremos el siguiente. Y si los mecanismos de la memoria son jocosos, los de la imaginación son crueles.

La imaginación del futuro y la reinvención del pasado son las dos voces de El Jarama, encarnadas en la pandilla de jóvenes que acuden al río de excursión, y los habituales de la tasca que viven el espectáculo de la juerga fluvial desde la mesa de la partida, dejados allí apaciblemente, en desuso.

La juventud acude allí en bicicleta a vivir con intensidad, a inventarse el futuro, abrir nuevas puertas y sentir las primeras emociones. Y a los jóvenes todo nos parece poco:

-Así es la vida cielo, no sirve darle vueltas. Los ratos buenos nos pasan más pronto que los malos. Y tampoco por eso dejan de ser buenos.

-Buenos para quedarse con las ganas. ¡Para eso son buenos!

- Ya verás el domingo que viene – terció Marialuisa -; mira, el domingo que viene nos venimos otra vez y armamos aquí un gatuperio de esos que hacen época.

- Pues igual, hija mía, ¿qué más dará?; el domingo que viene pasará lo mismo, parejo a lo de hoy. ¿Por qué iba a ser más largo?

Sin embargo siempre hay tragos amargos en los viajes iniciáticos. Siempre hay un miedo que vencer, unas raíces que podar, siempre al final aparece una pared que derribar a testarazos, un salto al abismo.

Por su parte, todos los domingos los viejos están en el río para entretenerse. Para disfrutar del confort dulce y tranquilo de compartir recuerdos y vino jugando al dominó.

Pero la vejez se desvela por la noche con maltragos. Mientras escupe tabaco maldice el paso de los años, la irrealidad de los recuerdos, la lejanía del goce intenso. Ya se sabe también que a los viejos todo nos parece poco:

- ¡Sí! Que me quiten lo bailado… Eso es lo que dicen muchos a mi edad. Que me quiten lo bailado. ¡Una mierda! No estoy conforme yo con eso, ¡tontería semejante! ¿Cómo demonios voy a estar conforme? Yo lo que digo es justamente lo contrario. Quitado es lo que está, ¡y bien quitado! ¿Acaso lo tengo yo ahora? Lo que hace falta es que me lo diesen. ¡Ésa sería la gracia! Que me lo devolvieran. – Movía las manos con violencia -. ¡Pues ahí está el asunto! Lo que yo digo es que me lo den, ¡que me devuelvan lo bailado!

Me he quedado con la sensación extraña de no saber si todo me parece nuevo o si sentir que estamos como siempre. Si estoy viejo y mi lugar es el mirador desde que se ve el río fluir, o si soy joven para saltar en bomba y salpicar alrededor.

Suena Azurro una vez más, con todas sus vueltas por el patio. Sigo esperando a que llegue mi turno para hablar, desde que este falso verano de navidad se los ha llevado a todos a la playa.

Pero mañana me voy a la Isla. A un planeta pequeño en el que nunca es verano, ni siquiera en navidades. Podré repasar tranquilo los lugares en los que se me da bien pensar. Volveré a las órbitas que me confunden.

…Tres, Dos, Uno, Cero, ignición.

martes, 16 de diciembre de 2008

Lo hiciste mal

Voi non sapete

Andrea Camilleri,

Mondadori, Milano, 2007.

Pizzinu: así se llama el vale de papel sobre el que están escritos los números de la lotería… a conservar por quien ha jugado.

Eso debe pensar mi padre cada vez que le entrego il pizzino con la lista de libros que quiero que me traiga de su viaje a Italia. Ya sé que existe Internet, pero desde hace algunos años mis libros italianos los ha comprado mi padre. En Feltrinelli o Laterza, en Bari. Cada vez que le entrego el recado – ahora en formato digital - lo mira para inmediatamente mirarme extrañado, y yo le imagino de camino a la librería por vía Sparano, pensando qué me habrá tocado esta vez.

En esta ocasión, entre otros, había un diccionario de términos mafiosos escrito por Andrea Cemilleri, basado en la vida de ziu Bennu, el más famoso de los capos de la mafia siciliana.

Cuando le detuvieron en 2006, Bernardo Provenzano llevaba 43 años viviendo en la clandestinidad. Los últimos 20 seguramente los había pasado en ruinosas casas de campo, incluso en gallineros. Desde 1994 era el número uno, el mandamás de Cosa Nostra y siempre escribía pizzini: notas mecanografiadas en trozos de papel, que ocultos en lugares inverosímiles, viajaban por una compleja red de carteros hasta llegar a los afortunados destinatarios del clan.

Desde sus primeros días en la cárcel Provenzano se quejó porque le habían quitado su Biblia. Se la habían requisado y le habían dado una completamente nueva. Pero ziu Bennu quería la suya, llena de anotaciones, marcas e ideas que luego tomaba para sus micro-cartas. Le habían quitado las notas. Le habían quitado los apuntes y ahora se vería obligado a escribir sin brújula.

Me imagino a mí mismo, aquí enfrentado al teclado sin mis libros y sus anotaciones. Estaría perdido, sometido a una biblioteca completamente nueva y sin pasado, que me exige que lo olvide todo, que vuelva a empezar. Imposible escribir ni una sola de estas líneas sin la firma de las emociones que se cruzan por la vida; por esa vida falsa de los libros.

Bernardo Provenzano necesitaba su Biblia como un pilar firme donde apoyarse y estar seguro, para dar buenos consejos. Escribía sus notas intercalando citas del Antiguo Testamento, repitiendo giros devotos, citando al mismo Dios. Lo hacía por el bien de todos, pero sobre todo por el bien de los suyos. Y eran muy buenos consejos. Tanto, que había que seguirlos.

Por qué escribo yo aquí. Apoyado en la frágil columna de papel, desautorizado por cada libro que consulto. Asediado por aquellos que siembran dudas. Qué me da la letra para animarme a decir cosas que realmente no sé decir, que sólo sé balbucear.

Llegó un día en que Bernardo Provenzano lo hizo francamente mal. Estaba nervioso por los rumores, y se sentía atacado por su próstata. Varios descuidos: primero, la antena de la televisión; luego las extrañas conversaciones a solas del dueño de la cabaña; y finalmente una mano que sale de una puerta y le delata. Lo hiciste mal, no debiste tender la mano, te vieron. Al menos no debiste tenderla tanto. Muy mal.

Pienso en Provenzano encarcelado, leyendo su Biblia nueva, maldiciendo la suerte, consciente de su error. Escribiendo pizzini fríos y desorientados desde la celda. Echará de menos poder cruzar con alguien de los suyos la mirada y, como buen siciliano, decirlo todo con los ojos. Lo has hecho mal. Lo hiciste mal.

Tan mal como yo, que ahora tomo notas en papel de plata. Comiendo los restos. Cenando recuerdos. Era un juego y ahora es real.

Compartiría ahora un silencio con Bernardo Provenzano. Sentados a horcajadas en una silla; los codos clavados en el respaldo de mimbre; los hombros encogidos; la mirada fija en el boleto de lotería, maldiciendo la suerte, queriéndolo todo. Tarareando en silencio la maldita canción de Nacho Vegas que se ha asentado en una órbita estacionaria a un palmo de mi cabeza.

A la de tres empezaré a correr. Pero olvido que no sé contar.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Mañana, lunes

Los muertos y los vivos

Sharon Olds,

Bartleby Editores, Madrid, 2006.

Me lo había dicho una impresora. Sí, desde hace algún tiempo a algunos objetos les ha dado por hablarme, como a Millás.

A última hora, casi a oscuras, en una tarde de esas en las que uno se pregunta por qué no me voy ya a casa, me dirigí a por unos papeles que había mandado imprimir en la oficina. Lo que me encontré en la bandeja era una amenaza. Sólo cogí la primera hoja. Sólo una. Era una hoja prácticamente en blanco, como esas en las que sólo se pone el título del libro, en las que sólo aparece a modo de sentencia, en negrita y letra grande, una única frase: “Honrarás a tu padre y a tu madre”, este era el aviso. Siempre miro a mi alrededor cuando tengo miedo, pero allí estaba yo solo. Estaba dirigido a mí.

Hoy L. me ha mandado un cuento. Un cuento de padres. Un cuento como un poema de Sharon Olds. Este 2008 que se quiere acabar con tanta prisa ha sido para mí un año lleno de historias de padres. De padres que han sido, de padres que son y de otros que serán. Pienso en mi obligación de honrar a mis progenitores y desafortunadamente me doy cuenta de que las historias de padres que se han cruzado en mi camino son historias que no parecen nada honrosas. Pero quizás se trate de un engaño; quizás lo honroso sea que a pesar de toda la suciedad que acumulamos con los años, los padres, sea como sea, salen limpios al final del camino, al encuentro último con sus jueces. A nuestro encuentro. Para salvarnos.

“Esta noche me quedé de pie en el porche - ¿hacia dónde
miramos para hablarles a los muertos? Pensé en la
rosa nueva, y me acerqué hasta la
hierba gris - en realidad las cosas
de noche no tienen ningún color. Bajé
los peldaños de piedra, como si fuera hasta el lugar en el que
se habla con los muertos. La rosa estaba
a medio erguir, iluminada su blancura en el
aire negro
. Más tarde recordé
tu día. Habrías cumplido noventa y yo te habría regalado
rosas. ¿Están ahí los muertos
si no hablamos con ellos? Cuando iba a verte
siempre estabas sentada tranquilita en tu silla,
sin poder hacer punto, por la artritis
sin poder leer, por la ceguera,
ahí sentada. Nunca supe cómo
lo hacías ni lo que pensabas. Ahora
me siento a veces en el porche, espero,
intentando sentir que estás presente como el color de
las flores en la oscuridad.


Hoy L. me ha mandado un cuento. Un cuento de infancia que parece un poema de Sharon Olds. Pero yo tengo un problema de memoria con la infancia. Quizás sean mis vicios, quizás mi preocupación por mis obsesiones, o simplemente porque mi infancia transcurriera en otro idioma, pero no consigo recordarla. Ahora me parece que he sido viejo siempre, y para honrar a los padres hay que recordar la infancia; sea como fuere es lo única época de nuestras vidas en la que la vida tiene un sentido, o quizás no lo necesite. Más adelante llegan las expectativas y las cosas ya no encajan, los sentidos se derrumban.

“La tersa superficie, el sedoso lustre de su pelo
cayendo delicadamente por ellos
como el agua. Apoyé la mejilla – una vez,
quizás – sobre su firme contorno,
mi oído contra el peso negro de su corazón oculto. A lo sumo
una vez – sin embargo cuando pienso en mi padre
pienso en sus senos, con mi cabeza reposando
en su pecho fragrante, como si hubiese pasado
horas, años, en ese olor a pimienta negra y
tierra roturada.”

He intentado leer el cuento que me ha mandado L. varias veces esta tarde. Pero me derrumbo al segundo párrafo una y otra vez. Necesito más vino – el de esta noche es estupendo para estar bebiéndolo a solas – y para cuando se acabe me reconforta la presencia de la ginebra en el estante. Me vuelve a la cabeza ahora L.M. Panero, cuando decía que nos empeñábamos en negarles a los locos sus laberintos, en lugar de cogerles de la mano para acompañarles a través de ellos.

Yo por mi parte sé que cuando encuentro una mano a la que agarrarme, no me importa donde me lleve; que me sirva para entrar o para salir del él, no me importa el laberinto. Como a Sharon Olds, que llena de dolor todos sus poemas para reivindicar su triunfo, su supervivencia.

Me has abierto los ventanales para el viaje. Un viaje en 4x4 con el depósito repleto de gasolina, para que sea largo. Alguien canta en el asiento de atrás sin coger bien el tono, mientras juega distraída con una muñeca. No conduzco. Y aunque sea por un laberinto, no me bajo.

Hoy L. me ha mandado un cuento que me ha recordado al libro de Sharon Olds, leído ya hace tiempo. Y al igual que la impresora, el libro se ha puesto hablar conmigo. El marca-páginas, rojo y orgulloso en la página 92, me decía con enormes letras blancas: "Mañana, lunes".

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Perseguidor a la francesa

Dietario voluble

Enrique Vila-Matas,

Anagrama, Barcelona, 2008.

Estoy empezando a mosquearme seriamente. Si todo es como creo que está ocurriendo debería dejarme llevar por mis impulsos, acercarme esta semana a Barcelona, disfrazando mis modales de hombre bruto tras una camiseta multicolor bien ajustada y unas gafas oscuras muy modernas. También debería llevar un bolso de bandolera de nylon, con un revólver falso dentro, una bufanda de colores más chillones aún que la camiseta y un viejo abrigo azul marino. De esos de lana, como los que usaba Camus para las portadas de sus libros.

Así ataviado estaré en condiciones de perseguir a Vila-Matas por su ciudad, más concretamente por la Travessera de Dalt, hasta que finalmente me reconozca y le entre el pánico. Estoy harto, y también angustiado, de que sea él quien me persiga constantemente a mí. Creo que ya es hora de que le toque a él sentir la humeante presencia de mi aliento en su calle, al igual que ahora yo siento la suya en mi salón.

El primer escalofrío lo sentí cuando, hace ya algún tiempo, traje el último libro de Vila-Matas de la librería hacia mi casa. Lo primero que suelo hacer con todos los libros es pasarles un exhaustivo reconocimiento médico. Hojeo brevemente todas sus páginas, comprobando que no le falte ningún órgano vital, y verifico minuciosamente su identidad (me encantaría encontrar una novela impostora metida en otro libro, pero no ha ocurrido todavía). Finalmente, antes de exiliarles una temporada en el secadero, les hago el primer examen oral.

Abrí casualmente Dietario voluble por primera vez por la página 94, y allí encontré a mi perseguidor escuchando, en un hotel del paseo marítimo de Palma de Mallorca, Batiscafo Katiuskas, la canción de Antonia Font que ha estado metida en mi cabeza intermitentemente desde que la escuchara por primera vez en 2006. Algo iba a ir mal: Vila-Matas se estaba apoderando de también de mi mundo sonoro, y además lo hacía con total desfachatez, saludando desde la terraza y campeando libremente por mi tercera patria.

Dejé pasar un tiempo prudente para que el impacto de este descubrimiento no me bloqueara definitivamente, sumiéndome en una lectura tartamuda de este diario, al parecer un diario de una nueva vida. ¡Ja! Hazle caso a Piglia, sigues siendo el mismo. Probablemente sin güisqui, pero el mismo.

Cuando decidí entregarme al libro, las cosas no fueron mucho mejor. Dice Vila-Matas que lo fantástico de los viajes es la suspensión de nuestra existencia, la suspensión de nuestra realidad. ¡Coño! He pensado en ello muchas veces e inclusive lo he escrito en estas páginas.

Más adelante me fascino ante la descripción de lo difícil que resulta comprar un libro para regalar: lo estúpido que resulto desde fuera al comprar el ejemplar de regalo de un libro que deseo y lo enfermizo que me siento al dejar pasar sólo un día hasta volver a la librería a comprar otro para mí. Eso sí, siempre que haya sido capaz de superar la prueba de no quedarme el ejemplar primero, el destinado al otro. ¡Joder! Si yo pudiera escribir así, no habría posibilidad de que este perseguidor tan persistente, me robara esta historia sólo con observar de lejos mi comportamiento en una librería.

Vila-Matas también me observa cuando busco efemérides de las fechas de cumpleaños de mis allegados, cuando como pizza en Roma, cuando hago listas de mis escritores preferidos, lamento el aspecto que tiene Barcelona o cuando me acuerdo de un personaje de alguna novela. Se está aprovechando de mí. Su descomunal talento lo oculta a primera vista, pero está haciendo de mi convencional vida una historia excepcional, una vida de diario de escritor.

La situación es tan grave que hasta se atreve a dedicarle sus libros a Paula. De acuerdo, la suya es de Parma y la mía es de Padua. Pero son sólo 180 kilómetros para disimular, lo sé.

Intenta perseguirme a la francesa, sin decir hola cuando llega a la esquina de mi casa en la mañana, sin avisarme al empezar su trayecto tras mis pasos. Pero yo llevo tiempo preparando mi venganza. Sin que él se haya dado cuenta yo ya he hecho mis deberes. Le dejo perseguirme sin protestar, porque he decidido nombrarle mi escritor oculto. Tengo el lujo de que el escritor que está escribiendo mi vida sea uno de tamaño talento. Todo un privilegio.

Se me ha quedado Paula - la mía - metida en la cabeza. Fue la única que me alertó sobre Vila-Matas. Pero yo preferí no hacerle caso y me despedí de ella a la francesa. Ahora sé que lo hice así, sin ni siquiera una palabra, porque decir adiós hubiera significado una muestra de desagrado y de ruptura.

Si ella estuviera aún aquí, me diría acuéstate ya y procura no roncar. Mejor, me pediría que me quedara a dormir en el salón, con ese insufrible olor a tabaco negro que rodea todos mis movimientos y con esa obsesión enfermiza que me ha dado con el escritor ese.