Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

viernes, 31 de octubre de 2008

Pliegues en las esquinas

Navegando a solas por la habitación

Billy Collins,

DVD, Barcelona, 2007.

Me he hecho amigo de Billy Collins. En los últimos días he estado observándole, escuchándole pensar, discurrir y soñar. En estos últimos días hemos tenido la oportunidad de hablar. En algunas ocasiones se nos ha unido un buen amigo mío y estoy seguro que se han caído bien.

He tenido tiempo de leer Navegando a solas por la habitación – eso es lo que hace Billy Collins durante toda la antología – con calma, poco a poco, dándole vueltas a lo que me estaba diciendo. Y de tanta calma, he roto una costumbre.

Suelo señalar con un trozo de post-it los poemas que más me gustan, además de tener la constumbre de pintarrajear las páginas subrayándolos y discutiendo con ellos. Pero nunca he doblado las esquinas de las hojas de los libros. Demasiada violencia. Esta vez, sin embargo, por alguna extraña conspiración - creo que ha sido la alegría - he marcado las páginas con pliegues en las esquinas. No sé qué me ha pasado, lo siento.

Mientras deshacía los cortes y curaba las heridas del libro con las tiritas amarillas, ha llegado Geromín - ¿Qué tal, ho? - quien respecto esto siempre ha estado de acuerdo conmigo. Nuestra discrepancia está en que él nunca ha usado su bolígrafo contra un libro, y siempre me ha echado en cara que yo pintara tonterías en los márgenes. De esto estábamos hablando cuando Billy Collins ha llegado y se ha reído de nosotros con Marginalia. A mí me ha parecido muy gracioso, y los tres nos hemos reído con gusto.

A continuación hemos estado escuchando música, bebiendo güisqui, hablando de tías, filosofando y jugando con los perros. Ha sido una tarde estupenda; nos lo hemos pasado bien, aunque no hayamos echado carreras con las bicis, ni jugado al baloncesto en el patio de atrás. Nevaba y hacía frío, pero no importa, yo creo que nos hemos hechos amigos.

Yo lo he notado sobre todo en este párrafo de Tomes:

I have nothing against

the thin monograph, the odd query,

a note on the identity of Chekov's dentist-

but what I prefer on days like these

is to get up from the couch,

pull down The History of the world,

and hold in my hands a book

containing almost everything

and weighing no more than a sack of potatoes,

11 pounds, I discovered one day when I placed it

on the black iron scale

my mother used to keep in her kitchen,

the device on which she would place

a certain amount of floor,

a certain amount of fish.

Ahora - claro - me toca recomendar a los amigos: salid a buscar a Billy, es fantástico.

jueves, 23 de octubre de 2008

No lo toméis en serio

Schopenhauer, Nietzsche, Freud

Thomas Mann,

Alianza, Madrid, 2006.

Hace algunos años… hace bastantes años, tuve la ocasión compartir un día completo con Andrés Sánchez Pascual. Es conocido por ser el principal traductor al castellano de algunos filósofos alemanes, entre ellos Nietzsche, sin embargo yo le conocí borracho en el sofá de una cafetería de las de antes. No es que le viera borracho desde el primer momento, no, pero sí que le vi borracho. Y no se me ha olvidado nunca.

Entendedme, aquel hombre había venido a un pequeño instituto a dar una conferencia. Lo había invitado un profesor de filosofía irreverente y guasón que se había hecho coleguita de alguno de nosotros, y yo estaba fascinado. En aquella época yo empezaba a ser muy pedante y me entusiasmaba la idea de compartir una tarde con un filósofo conocido. Ahora ya estoy mejor. Gracias.

Después de su indescifrable conferencia algunos fuimos de cañas, y a continuación dimos cuenta de la correspondiente comilona que el esfuerzo intelectual había merecido. Estoy seguro que en la sobremesa empezaron a torcerse las cosas. No me di demasiada cuenta hasta que se me clavó el soniquete del argumento que repetía una y otra vez y que recuerdo perfectamente. La tarde se hizo muy larga, larguísima, pero sin duda él lo pasó fenomenal.

Después de todo el tiempo que ha pasado, he de decir que este episodio siempre me ha inyectado una dosis de entusiasmo. Me sienta fenomenal. Parece una síntesis graciosa de algunas cosas que me pasan: siempre se me ha dado bien obsesionarme con divagaciones sin destino; y también se me da bien emborracharme, seguramente mejor que lo primero. En conclusión consigo tener una vida social alegre, mientras oculto a los demás mis tesoros. Así estaba él, repitiendo obsesivamente una reflexión en un idioma exclusivamente suyo y riéndose tratando de involucrar a los demás.

Cuando recuerdo al traductor de Nietzsche borracho en el Buho’s, yo me pongo un poco más contento. Eso sí, yo para repetirme no necesito alcohol. Esto me sale perfecto.

En las conferencias de este libro, también Mann se repite con frecuencia. Y aunque no demuestre alegría en ningún momento, sí hace un intento continuo de empatizar con el lector. En realidad, con el resto de la humanidad. Mann parece necesitar decirnos una y otra vez es un hombre bondadoso, bueno como diría él. Lo hace en parte porque necesita marcar distancia con lo que representaba Alemania en los años en los que están escritos los ensayos (1924-1947, aunque alguno lo completará más tarde). Curiosamente el más temprano y el más tardío son los dedicados a Nietzsche, y la comparación entre ellos es esclarecedora.

El Nietzsche del ’24 todavía no se ha convertido en el loco enfermo que aparece en el del ’47, retratado como un sabio que se ha extralimitado, que es incapaz ya de contener su delirio y al que, por tanto, no hay que tomar en serio.

En el primer ensayo, y también en muchos párrafos del segundo, Mann muestra una admiración a Nietzsche que revela que lo ha estudiado y entendido muy bien. Yo creo que Mann piensa como Nietzsche. En el fondo se lo cree. Pero se siente incapaz de aceptarlo. Le resulta excesivamente doloroso para sus convicciones morales, sus credos y para su concepción estética de la existencia. Además Mann se ha propuesto explicarle al mundo que también los alemanes pueden ser caritativos, así que fuera Nietzsche. Mejor eludir el debate y argumentar que en su mayor parte sólo fue un enfermo.

Mann prefiere a Schopenhauer y se nota que se siente reconfortado con él. La razón está en la teoría moral del autor de El mundo como voluntad y representación.

Lo que le gusta a Mann como humanista es que haya en el sistema de Schopenhauer espacio para un sentido digno de la vida. Una vida justa, una vida justificada, es aquella que consigue tomar el control de la voluntad – es decir la voluntad de vivir, o mejor dicho el instinto de supervivencia. Asumir que somos parte de una voluntad que transciende a nuestra vida individual y con ello renunciar a nuestro carácter animal y retomar con dignidad la empatía entre los reyes de la creación.

La cuestión es que esta virtud, el control de la voluntad, no se aprende. Se intuye. Como ocurre con el arte, Schopenhauer niega que existan mecanismos que permitan aprender a intuir esta bondad. Es algo así como un don, una esperanza, una quiniela.

Thomas Mann prefiere rezarle a la suerte y ruega por estar tocado por esta virtud intuitiva. Parece un buen protestante.

El añadido de que Schopenhauer mezcle arte y bondad, cumple las mejores expectativas de Mann, que quiere ser un humanista en alma y apariencia. Y como todo buen humanista, desea un sistema filosófico completo o lo que es lo mismo, un sistema que sea satisfactorio (exclusivamente en eso consiste estar completo). Aunque éste repose en la suerte, lo prefiere a un sistema incompleto. No soporta que Nietzsche esté falto de idealismo, que no pretenda el lugar más alto del podio para el hombre.

- ¿Vas a venir a acostarte?

Ya me he vuelto a extender y repetir. No estaré borracho pero soy cada vez más freaky. De hecho he decidido hacerme con todo el merchandising de Nietzsche que exista. Pensad que gracias a su bigote, el filósofo alemán puede tener tanto tirón como el Che Guevara, Elvis o Jesucristo. De acuerdo. A otra escala. Pero fijaros en el bigote. Uno oye Cristo y piensa en una cruz, oye Nietzsche y piensa en un bigote.

Os presento a Freddy. Es el primero de mi colección. ¡Di hola, Freddy! Es la leche. Me lo he comprado en Internet.

- ¡Mira que te lo dije!


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Los premios del Humanismo

(Añadido el 27/10/08, porque no podía dejarlo pasar...)

El pasado 24 de octubre se entregaron en Oviedo los premios Príncipe de Asturias, y me ha llamado mucho la atención el protagonismo que de repente ha cobrado el Humanismo tras los discursos de la gala. Mientras algunos medios encabezaban sus crónicas resaltando la llamada a la unidad frente a la crisis, el principal periódico español sintetizaba el contenido de los discursos pronunciados en el teatro Campoamor de la forma siguiente:

“Fue un acto en clave de manifiesto que reivindicó el precioso humanismo del pasado, tan necesario en el presente, tan urgente para el futuro”.

La cita está extraída del reportaje sobre el acto firmado por Jesús Ruiz Mantilla, titulado sin medias tintas como “Una reivindicación del humanismo“. No estuve pendiente de los discursos de las autoridades en Oviedo, ocupado por terminar el trabajo en la oficina y salir a ligar, pero sí tuve la ocasión de escuchar algunos de ellos. La sensación que me dejaron algunos de los pedazos de catequesis que escuché, es que efectivamente lo que allí había tenido lugar era una reivindicación de la firmeza y el compromiso con los valores morales universales, globalización de la empatía y sobre todo reivindicación del buenismo. Siendo así, el titular de Ruiz Mantilla parece adecuado. Lo que son un delirio son los discursos.

Cuando pensaba que la cosa no iría a más, me encuentro el domingo 26 una columna en el mismo diario titulada “Humanismo” . Está escrita por Carlos Boyero - genial, ácrata y cínico como el que más - y dice lo siguiente:

“[…] me enciendo inevitablemente al constatar año tras años que los príncipes de España reivindican el humanismo. Pues, claro. ¿Qué van a reivindicar personalidades tan cultivadas y modernas? ¿El bestialismo, el satanismo, las Cruzadas, el nazismo, el expolio del Tercer Mundo, la tortura, el belicismo, los extraterrestres, el terrorismo? Me ocurre con el sobadísimo termino "humanismo", que empiezo a hacerme un lío con lo que significa aunque debe de ser algo excelso. Lo único transparente es que todo el personal que chorrea poder y riqueza siente una responsabilidad incansable en la defensa y la exaltación de los valores humanos.”

La pregunta retórica de Boyero, me ha llevado a otra: de haber sido posible, ¿le habrían dado el premio, por ejemplo, a Nietzsche, Sartre, Huellebeq o cualquier otro verdugo de la moral y del humanismo? Puede que sí, pero siempre en calidad de artista, no como filósofo. Podría premiarse algo por ser bonito, pero con la precaución de no tomarlo en serio.

Sigo leyendo el periódico a pesar de todas las dudas que me arroja. Y hoy mismo me encuentro con más polémica humanista. Esta vez relacionada con la crisis económica sobre la empiezo a estar hasta los huevos: hoy hablaban de ella en el papelillo de la galleta de la suerte del chino en el que como.

André Glucksmann dice que las causas de la crisis hay que buscarlas “en capitalismo que cree que todo le está permitido porque habita el mejor de los mundos posibles … síntomas de la euforia devastadora de una existencia posmoderna, más allá del bien y del mal, al margen de lo verdadero y lo falso.” Y lo remata con un fantástica cita de Barbara Ehrenreich, analista del New York Times: “Todo el mundo sabe que no se puede obtener un empleo con un sueldo de más de 15 dólares a la hora si uno no es positivo, ni llegar a director gerente alertando sobre posibles catástrofes”.

De eso se trata entonces. No se puede ser directivo si no hay buenas noticias, no se puede ser dirigente político si no se cree en el futuro. No se gana el Premio Príncipe de Asturias si no se es humansita. Una preocupación más que me quito.

domingo, 19 de octubre de 2008

La alegría de la casa

La tienda de los suicidas

Jean Teulé,

Bruguera, Barcelona, 2008.

“No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”. Este es probablemente el comienzo de un ensayo filosófico más famoso de la historia. Un arranque digno de competir con el descubrimiento del hielo en la familia Buendía de García Márquez. Sin embargo, más allá del problema teórico que se planteaba Camus, hay otro de índole práctica y de más difícil solución: ¿cómo se lo cuento a los niños?

Hace algunos meses nació el hijo de mi vecino más querido, Mirko, que siempre ha sido un tipo ácido e inteligente. También puede ser simpático y alegre, pero sólo en ocasiones. Pero lo que más me gusta es que me ha acompañado siempre en las divagaciones filosóficas que empiezan en el ascensor y terminan en el salón de su casa, mientras su preciosa y elegantísima mujer nos alegra la charla con dardos deslumbrantes de irónico realismo. Mirko escucha mientras las conversaciones se alargan con el vino, pero cuando se empañan con el güisqui empiezo a sentir la insufrible pesadez de su discurso melancólico. Trato de esconderme escuchando a su mujer y me alegro de que sólo sean mis vecinos, que mi cama esté tan sólo a veinte pasos.

Desde que ha sido padre, Mirko se da cuenta de que es imposible hilar un discurso nihilista con el tono de voz de hacerle carantoñas al niño. Así que lleva semanas agarrándose a ilusiones, a alegrías que no le pegan. Se ve como el presidente de su compañía cuando visita la fábrica vistiendo mono azul y casco. Está incómodo, sabe que ese no es su sitio, y se inquieta porque le cuesta creerlo. Ni siquiera se siente cómodo empleando la jerga post-parto y balbucea cuando lo hace. Lo que le salva es que cada media hora le toca cambiar al niño, poner la lavadora o preparar un biberón. En esos ratos se olvida de lo que pensaba y vuelve a las sonrisitas.

Para que dejara de darme la brasa lo mandé a La tienda de los suicidas, una farmacia (o un todo a cien, no lo recuerdo), inventada por Jean Teulé y regentada por los Tuvache, especializada en remedios para aquellos que consideran que ya es hora y necesitan encontrar la forma más sencilla. Al parecer ahora están pensando en cambiarle el nombre, de hecho en convertirla en un restaurante. ¡Date prisa! Le he dicho a Mirko.

Pero ya llegaba tarde. Cuando entró en la tienda ya era todo alegre por allí. Desde que había nacido Alan, el último de los Tuvache, habían cambiado la angustia por sonrisas y los venenos por pasteles. Todo culpa de un niño que con expresiones y respuestas guasonas había derribado el ideario familiar, tan entregados a la causa melancólica que jamás se habían permitido la alegría entre los suyos. Sin embargo Alan había nacido independiente y tenaz, y conseguiría invertir la pesadumbre de su familia en una alegría sorprendente.

- ¡Para eso están los niños!¡Para traernos la alegría! - Con esas me vino Mirko tras su único almuerzo en el restaurante de los Tuvache. De pronto había descubierto que su responsabilidad exigía ser una persona alegre como era de niño y revivir con su hijo los tiempos de su infancia.

- ¡Eso es la felicidad! – me suelta.

-Vale. Me alegro de que estés alegre. ¿Vas a dejar de darme la vara?

- Sí, tío, ahora lo tengo claro.

Yuri es un poco más borracho que Mirko. Pero es más callado. No tiene novia ni nunca la tendrá, porque es un gordo que sólo sabe tumbarse a ver fútbol en el sofá. Además es un ignorante y una rata. Sólo bebe güisqui cuando yo lo llevo a su casa, y en consecuencia cuando le visito pilla unos pedos importantes, casi insoportables. Pero últimamente lo prefiero a Mirko; Yuri escucha sin hablar casi todo el tiempo, no le interesa nada de lo que digo pero no le molesta que se lo diga.

Es más fácil que con Mirko, que de tan alegre está que no calla nunca.

lunes, 13 de octubre de 2008

Niños puestos

Niños muertos

Martin Amis,

Anagrama, Barcelona, 2002.

Así que leí la novela que debía. Como suponía, me ha cambiado el humor pero no precisamente en la dirección que yo ansiaba. Hace algunos días hay algo en mí que me tiene recluido en una jaula de aislamiento: la pereza y la vagancia me tienen secuestrado. Quizás sea por algún jefe capullo, un compañero estúpido o por la llamada de teléfono que no debería esperar. Cuentan que Nietzsche decía que el nihilismo es un huésped inquietante. Yo añado que la mala hostia también.

Esta novela de Martin Amis fue escrita en 1975 y si uno lee la reseña de la contraportada se convence de que va a encontrarse con una hilarante comedia sobre unos resabidos y desorientados jóvenes ingleses reunidos durante un fin de semana en una muy noble casa de campo. Siendo los protagonistas de la misma época que la novela, el folleteo, las drogas y el absurdo ideario post-hippie son ingredientes más que previsibles. Conociendo a Martin Amis uno también se espera un poco de acidez elitista, esa de la que tanto gustamos los cínicos acomplejados e irrecuperables.

Así que decidí ponerme en el debido contexto. Un Gin-tonic perfecto en mi mesa, algunos frutos secos y un poco de queso para calmar los ataques de voracidad producidos por el hachís. Todo lo tenía preparado para relajarme y reír. Pero esta mala hostia que arrastro desde hace una semana no me da ni un respiro.

Así que he acabando odiando a Quentin, Diana, Celia, Roxanne, Marvel, Skip, Andy y sobre todo al asqueroso Keith. Todos ellos los protagonistas de esta historia. Bueno quedan dos más. A Giles le perdono porque nunca pensé que nadie, ni siquiera un personaje de una novela, pudiera beber tanta ginebra como él hace en un fin de semana. No me extraña que viva delirando, aterrorizado por la pérdida de sus tremens…perdón dientes. A Lucy, la pobre y desgraciada prostituta-sin-querer, puta por circunstancias de la vida, la perdono porque en algún momento de la novela pensé que quizás.

Pero reírme, me he reído poco. También sé que es probable que no sea culpa de la novela, que quizás sea culpa de ese jefe, de la llamada que no llega, de mis padres, no lo sé. Últimamente sospecho de todos.

También sospecho de mí. Hace unos años tuve oportunidad de conocer el Londres de los clubes de caballeros. Podría haber sido el Londres de los puticlubs, pero no. Era el de los clubes de caballeros. Esos lugares exclusivos de hombres donde hace años uno se sentaba en la gloriosa biblioteca a discutir sobre la teoría de la evolución. En los primeros años de este siglo, las bibliotecas estaban aún allí, pero llenas de engreídos y frívolas reunidos para comentar las ganancias de la exitosa jornada de trabajo. El toque decadente lo ponían las patatas fritas con Don Perignon y coca-light.

El objetivo de estas reuniones no era otro que acabar bailando desalienados, borrachos y babosos. Curiosa forma de recargar energía, pensé. Lamentablemente también pensé que yo podría estar a gusto allí, con ellos.

Algunos años más tarde tuve la posibilidad de disfrutar de otro lugar típicamente inglés: Magaluf, en Mallorca. Allí la evolución no se discute, se practica. Borrachos y borrachas inglesas, mayoritariamente universitarios con deseo que conseguir ser empleados de banca, olvidan la función neuronal para flipar durante una semana de sol y sexo. También pensé que no estaría mal del todo pasar allí unos cuantos días seguidos, entre ellos, y así lo hice.

Luego conocí a una psicóloga, que me convenció de la conveniencia de la introspección, otra que quería ser pintora y consiguió que nos pusiéramos en fila de a dos a pintar cuadros sin talento ni paciencia; la única amante nórdica que he tenido me hizo leer Mujercitas; otra me llevó al sur, y la última a los demonios. Pero siempre he pensado que no estaba mal del todo vivir allí, con ellas.

Como con las drogas que consumen sin entusiasmo, pero con extrema ansiedad, los personajes de Niños muertos, yo también he pensado muchas veces, incluso sin estar colocado, que una vez muerto no hay viaje que no merezca la pena emprender. Pero después de todas las vidas que me había lanzado a vivir – a pesar del inmediato fracaso en todas ellas – es una lástima no poder ni siquiera identificar las cosas que me molestan y simplemente encontrarme con esta mala hostia que ni siquiera me deja leer.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Sólida realidad

Nietzsche y el nihilismo

Maurizio Ferraris,

Akal, Madrid, 2000.

Hace algún tiempo que confesé aquí mi contagio absoluto de esa enfermedad cuyo único síntoma es el regocijo agudo – aunque pausado y conformista – que siento al demolerlo todo. También identifiqué claramente como principal culpable – al menos de forma exageradamente literaria – a Enrique Vila-Matas, que ahora vuelve a envenenarnos el ambiente con un nuevo libro. Para evitar recaídas más críticas, yo me he pasado un tiempo releyendo a Nietzsche y a sus epígonos. Y todo encaja. Vaya si encaja.

Aquí en Península hace tiempo que se instauró la época nihilista. En los primeros tiempos resultaba muy costoso legislar, más que por la falta de acuerdo, por el exceso de dudas. No sorprende que esta indecisión pusiera nerviosa a mucha gente, y que los gestores se sublevaran como escisión Heideggeriana, reivindicando el inventarlo todo con convicción y sin complejos. Ahora nos gobiernan, y libros como el de Ferraris empiezan a estar mal vistos por aquí.

Inclusive nos han obligado a asistir a una conferencia delirante del Papa, el representante del dios vampiro: “Realista es aquel que reconoce la realidad en la palabra de Dios". Sí, aunque parezca una aberrante contradicción semántica, eso ha dicho. Y lo ha dicho bien, ni siquiera se le ha escapado la risa.

Él siempre ha sabido que la ciencia, el conocimiento científico, es la responsable de la muerte de los dioses. Quizás no de su dios vampiro, ese que no muere nunca, pero sí de la muerte de los dioses-mito. La fuerza y la furia de Eolo o la rabia paisana del Nuberu han sido sustituidas por los fenómenos atmosféricos; la precisión categórica de la creación ha sido desplazada por la genética y la evolución; hasta las flechas de cupido están en guerra continua con la química.

Al morir los dioses, se acabó la libertad. Porque si la libertad queda reducida a nuestra capacidad para adaptarnos al medio, una capacidad en evolución que de otro modo llamamos inteligencia, es una libertad condicionada. Condicionada a nuestras limitaciones y a unos mecanismos complejos y desconocidos que nos movilizan. Pero una libertad condicionada, y más aún si lo es por algo desconocido, no es la libertad. Si no hay libertad no puede haber un sentido de la vida, no nos es permitido luchar por algo. Necesariamente, si no hay sentido de la vida no puede haber moral, no puede haber un bien ni un mal, no puede haber buenos o malos.

Esta es la esencia del nihilismo. Y así lo era ya en Nietzsche, con la dificultad de tener que convivir con el paradigma ilustrado: determinista, racionalista y profundamente idealista y moralista a la vez. Como el Papa, pero puesto del revés.

¿Cuál es la única salvación? Tal y como interpreto yo a Nietzsche, o como lo invento yo inspirado por él, la salvación está en nuestra ignorancia. La limitada capacidad de nuestro conocimiento, y la imposibilidad de validar que el mundo aparente sea realmente el mundo real, es la libertad renacida. Somos libres por ignorantes. Pero nos han dejado desnudos y a la intemperie: nada tiene sentido ni objetivo, o al menos no lo conoceremos a ciencia cierta jamás.

Pasados unos años de incertidumbre y duda, algunos objetaron que si el mundo aparente no podía ser validado con el real, seguramente sería debido a que éste no existe. Así se decidió suspender la realidad, ahora completamente atribuida a una invención humana. Con esta premisa la misión vital se había convertido en retomar las riendas de este invento creando una nueva humanidad, la del arte, la del bien, la de la patria, la de la palabra. Una vuelta a la ilusión.

Precisamente de esto vino a hablar hace un tiempo, un ilustre gestor cultural a la isla en la que suelo pasar mis veranos. Como el Papa, pero en diccionario.

De la historia de esta escisión perversa del nihilismo nitzscheano y de la confrontación mantenida con aquellos que piensan que el mundo aparente sí necesita una realidad, aunque nos sea inasible, es de lo que habla Ferraris en su libro. Y también de esa necesidad del humanismo por renegar de la ciencia como aquello que nos extirpa la humanidad. Curiosamente el mismo humanismo que necesita de disponer de un sistema ideológico completo aunque no sea cierto, eliminando todo atisbo de duda, justificando el mundo ideal deseado. Estamos cagados de miedo.

Toda la vida luchando contra Dios y resulta que en él estaba la libertad. Toda la vida estudiando para ser libre y resulta que la libertad se la debemos a la ignorancia.

Aquí en Península ya han cerrado los cafés. Yo he conocido a una chica. Necesito leer una novela.