Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

lunes, 29 de septiembre de 2008

Preguntas o recuerdos

Las palabras justas

Ignacio Martínez de Pisón,

Xordica, Zaragoza, 2007.

En un artículo publicado ayer en El País, Julio Llamzares reflexionaba sobre la perseverancia de aquellos familiares que, durante más de cincuenta años, han insistido en la búsqueda de sus allegados hechos desaparecer durante la guerra civil y los desastrosos años posteriores. Para ello echaba mano de los recuerdos de su infancia, entre los que destacaba la locura de su abuela, a quien su hijo se le aparecía misteriosamente en la nocturnidad de su cocina y su esperanza.

Afortunadamente yo no he vivido con proximidad este sentimiento de pérdida, esa búsqueda angustiosa de una persona que lleve hasta la alucinación. Pero, por alguna razón que debería buscar en la historia de mis antecesores, me resulta familiar la imagen de mi abuela loca y despeinada hablando con la aparición de un hermano suyo en la cocina. También es fácil inventarme una imagen verosímil de mi abuelo recordando cómo mataron a su cuñado en los valles hacia el río. Pero que de eso hace mucho tiempo y ahora lo que le preocupa es la pesadez insomne de su mujer.

Ya he dicho aquí en alguna ocasión que si las iniciativas para la búsqueda de información sobre los años 30 y 40 de la historia de España sirven para que mi abuela deje de desvelarse por la noche, y mi abuelo pueda por fin dejar de contar con dolor las duras noches de pesadilla de su mujer, estarán justificadas.

Estoy sin embargo convencido de que mis abuelos no tendrán vela en este entierro, ya que sólo estamos asistiendo a un infame combate entre quienes reivindican un idealismo frente a otro. En estos tiempos de continua y pesada campaña electoral, lo que en este país se busca es el origen simbólico de la verdad suprema. Y como siempre ese origen está en una batalla.

A mi abuela, no le hables de verdades. Tráele a su hermano. A mi abuelo no le vendas ideales, déjale descansar.

Hace casi dos meses escribí aquí que las historias de Martínez de Pisón me parecen de una superioridad moral, manifiesta en la búsqueda de la verdad, la verdad sencilla de las historias de aquellos que estaban allí, se dejaron quizás llevar por la delirio idealista de la época y participaron o fueron participados de una brutalidad muy en boga en aquellos tiempos. Martínez de Pisón actúa como uno de sus propios personajes, el Dos Passos de Enterrar a los muertos. Una vez dejada atrás la preocupación ideológica de dotar de sentido a la historia, simplemente busca la seguridad de los hechos. Para ello, el centro de todo sólo lo pueden ocupar las personas.

Este breve libro de relatos – aparecidos con anterioridad en distintos medios – sigue en la misma línea de los anteriores, pero plantea una cuestión a mi modo de ver fundamental. ¿Para qué estudiamos la historia? Y en concreto, ¿para qué queremos estudiar la historia de la guerra civil española? ¿Para reivindicarla o para entenderla? El libro lo expone de una forma magnífica. Cuenta Martínez de Pisón que en un viaje a España en los años 80, Leonardo Sciascia recorrió aquellos lugares que habían sido significativos para el ejército italiano durante la guerra. En uno de ellos, en Trijueque, un lugareño le espeta: “Sois los primeros italianos que vienen a preguntar, con frecuencia vienen italianos, pero para recordar”.

Lamentablemente las obscenidades – absolutamente todo lo que hacen - de nuestros políticos y de sus intelectuales satelitares, no están pensadas ni para preguntar ni para reivindicar. Sólo están hechas para ganar. Con ejemplos como el ya mencionado Dos Passos, o el estudio sobre los hechos Casas Viejas y la narración que de ellos hizo Ramón J. Sender, Martínez de Pisón demuestra que sus historias están hechas para preguntar. Un alivio.

Ojalá ahora pudiera interpelara a mi abuela, preguntarle si quiere reivindicar a su hermano o simplemente saber dónde está. Me diría que por qué sigo diciendo tantas tonterías, que ya no tengo edad. Tonterías, las justas.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Studium der Geschichte für Kinder (Ciencias sociales de primero)

Breve historia del mundo

Ernst H. Gombrich,

Península, Barcelona, 1999.

Hay experiencias que se viven por casualidad y a veces se viven en los libros. Aunque siempre sea una experiencia imaginada es posible hacer viajes impensable, viajes incluso que nos lleven incluso a través del tiempo: vestirse de otro modo, disfrutar de otras costumbres, amar a otras personas, y en alguna ocasión, pensar como en otro tiempo. Este es el cometido de los libros: hacer viajes impensables, perder vidas posibles.

He estado ojeando este libro desde hace mucho tiempo, usándolo como una guía sencilla y rápida para algunas de mis dudas. Pero hace unos días, pensé que merecía la pena leerlo de seguido. Y la experiencia, sorprendente, impactante, para un obseso como yo ha merecido la pena.

De repente me he visto vestido con un pantalón corto que deja mis frágiles rodillas al descubierto, luchando a solas con el frío nevoso de los noviembres vieneses. Menos mal que me han abrochado la camisa hasta el gañote, que luego me han cubierto con ese jersey azul que tanto pica, y con el abrigo negro y pesado que me asa. Mis pies están resguardados por unas botas rudas y fuertes que llegan a cubrir completamente mis tobillos. Desde allí asoman esos lanudos calcetines blancos que me resguardan la espinilla. Las rodillas ni hablar, esas que peleen solas. Si no fuera porque en Viena en el año 1936 apenas se puede jugar en la calle, atemorizados todos por lo que pueda ocurrir tras el acuerdo con Hitler, creería que voy a marcar muchos goles. Voy vestido para ello. Estoy perfectamente cubierto para correr y rematar, pero no para jugar de portero. Me abraso las rodillas.

Pero no voy a jugar al fútbol. Mi madre ya me ha dado el beso en la frente y me dicho eso de que Dios me bendiga, tan católica ella. Mi padre está ya ocupado en sus asuntos, aunque ya sé que no es su costumbre ser cariñoso con nosotros. Y mucho menos darnos bendiciones.

Dentro de poco, cuando salga de casa, me esperan veinte minutos heladores hasta el colegio, antes de que el profesor Gombrich siga con sus clases de historia.

Así es el viaje que me tenía preparado esta Breve Historia del Mundo, un libro aparecido en 1935 y editado con un clarificador comentario final que me devuelve rápidamente a la edad adulta. La historia que magistralmente cuenta Gombrich, es una historia europea, mejor dicho eurocéntrica. Pero este es un egocentrismo cultural más que habitual. Todos, en nuestra vida real, estudiamos la historia poniéndonos en el centro, explicando todos los hechos pasados con el fin de que justifiquen donde estamos.

Sin embargo, aun teniendo muy presente este atenuante, y por otro lado la perseverancia de mi obsesión, no puedo dejar de pensar que el libro trasmite un mensaje aterrador.

A pesar del tono paternalista del libro - que Gombrich escribió para los niños austriacos de la época – no se evitan los sucesos cruentos y sanguinarios, hay al menos tres elementos a lo largo de la historia que se presentan protegidos e idealizados. El primero es lo alemán, sea esto lo que sea. Luego está la iglesia y la religión católica (incluyendo la protestante, a la que se convirtió Gombrich). Y por encima de todo está el ideal del buen alemán, aguerrido guerrero y refinado caballero.

Con estas tres lanzas al hombro, Gombrich nos habla de las maravillosas aventuras del gran Carlomagno, quien es su fervorosa lucha por el cristianismo hizo decapitar a 4000 sajones para que adoptaran la religión del amor; frente a él, la ignominia de los mahometanos (quienes sólo se hicieron mayoría en arabia tras aniquilar a todos los habitantes del desierto). Herederos del gran emperador alemán fueron los valientes caballeros que, en una época fabulosa que va desde las cruzadas hasta la I Guerra mundial, lucharon con gallardía y valor transmitiendo el piadoso mensaje de la fe y de la gloriosa patria de los alemanes.

Cuando todavía me emocionaban estas relatos de las grandes vicisitudes de nuestra patria, solía volver a casa emocionado de pertenecer a ese futuro. Mi madre sonreía al darme la merienda y al escuchar mi pobre resumen de las andanzas de Barbaroja. Cuando en el ’40 decidí alistarme mis padres primero se preocuparon, pero inmediatamente después prometieron enviarme todo el dinero que necesitara. Mi padre estaba orgulloso de mí en los cafés mientras mi madre me buscaba mujer entre las piadosas hermanas de mis compañeros de armas. Más tarde pasó todo. Luchamos en Rusia y en Polonia y defendimos Berlín hasta la invasión bárbara de los bolcheviques.

Ahora que ya tengo ochenta años he leído las disculpas de Gombrich en el epílogo que acompaña libro original. Aunque sé que él huyó a Inglaterra, también sé que dejó en todos nosotros ese espíritu triunfador que nos cegó para la lucha. Cierto que no fue sólo él y que en el fondo todos estábamos orgullosos y deseosos de que aquello fuera cierto.

Yo no puedo decir que mi pasión patriótica surgiera de las clases de historia del colegio, en las que hasta Atila aparecía con orgullo en los cánticos tradicionales. Pero sé que me hicieron alemán a base de un pasado glorioso inexistente y un futuro que nos tocaba construir. Gombrich pide perdón por no haber podido saber de ningún modo que los judíos estaban en peligro. También pide comprensión para todos nosotros, incrédulos y asombrados ante lo que después de la derrota fue descubierto. Pero yo aún estoy a tiempo de decir la verdad. Aunque no me atrevo. Es noviembre y todavía tengo las rodillas destapadas.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Oda a la felicidad. O casi.

Mística abajo.

Andrés Neuman,

Acantilado, Barcelona, 2008.

¿Es posible hacer poesía de la felicidad? No puedo afirmarlo tajantemente, pero me huelo que no. En cualquier caso de lo que sí estoy seguro es que no me emociono cuando me cantan a la felicidad. Para que unos versos me emocionen necesito que la felicidad sólo sea un instante. Sin misterio, sin dolor, sin miedo, sin al menos algunas cicatrices, no existe, para mí, la poesía.

“Porque he sido feliz y algo muy sordo

hemos debido hacer con las palabras

cuando pueden sonarnos/ triviales al decirnos maravillas.”

(Gota de luz)

En la poética que introducía sus poemas en Veinticinco poetas españoles jóvenes, la antología en la que yo di por primera vez con su poesía, Andrés Neuman decía que los verdaderos pesimistas no escriben. En cierto modo Mística abajo sigue en esta línea, asignándoles una misión concreta a los poetas:

“un poeta, dijiste, es quien consigue

pese a todo empezar de cero siempre”

(Necesidad del Canto)

Y para ello, lo que Andrés Neuman comparte con los poemas de este libro es el asombro hacia la vida, un asombro, dice él, al que no prestamos la suficiente atención, que no gozamos con entrega.

“Amor por lo que vive, si supieras

qué fácil es perderte

sabrías cuánto ansío conservarte.”

(Acopio nuevo)

Aparece de nuevo el miedo, el verdadero origen de la felicidad que tanto ansiamos, una felicidad que se torna en herramienta, en el terco motor de nuestra búsqueda. La felicidad es esperanza. Esperanza con minúsculas.

"La juventud no acaba con la edad

sino con la certeza de algún daño."

(La gotera).

jueves, 11 de septiembre de 2008

El intelectual enamorado

Carta a D. Historia de un amor.

André Gorz,

Paidós, Barcelona, 2008.

Llevo varios días dudando si escribir sobre este libro. Bueno, mejor dicho, he estado dudando si comprendía el contenido de este libro hasta el punto de poder hablar de él. Ahora pienso que lo mejor hubiera sido no leerlo, no haberme dejado llevar por la fascinación inexplicable que tengo por los suicidas. Amor y suicidio, qué combinación tan romántica.

El caso es que dudaba porque, por un lado, no conozco la obra de André Gorz, un filósofo judío vienés convertido en parisino tras su huida del nazismo. Gorz fue miembro activo de la izquierda alternativa francesa, compañero de batallas de Sartre en Tiempos modernos y especialista en economía política, siguiendo la estela de Marcuse, Habermas y la escuela de Frankfurt. Más adelante, ya pasadas las euforias del ’68, se centró en la crítica de la tecnociencia y en proveer de contenido ideológico al ecologismo. En los tiempos en los que vivimos, no creo que haya duda de que el legado principal de Gorz es Le nouvel observateur del que fue fundador.

El próximo 25 de septiembre hará un año que una amiga de Gorz y de su mujer Dorine, se alertaba ante un cartel colgado en la puerta de su casa: "prévenir la gendarmerie". Dentro, yacían los cuerpos del matrimonio suicida. No hace falta decir que el impacto mediático de la noticia fue importante y pronto se escribieron reseñas, homenajes y todo tipo de elegías para uno de los últimos intelectuales de los que tanto gustaban a nuestros padres.

En 2006, al conocer la grave enfermedad de Dorine, André Gorz escribió Carta a D. Historia de un amor, en el que – dicen las reseñas – declaraba un amor incondicional y absoluto hacia su mujer, insinuando además la intención de no sobrevivir a la muerte de la amada. Para el resto de los mortales todo este amor se hizo real el día de su muerte.

Sin estar exento de polémicas (el bien, el mal), desde el día de su suicidio Gorz y su mujer se han convertido en un icono del amor absoluto, adecuadamente complementado por la imagen del intelectual de la izquierda antiautoritaria, sesentayochesca y ecologista.

Con la publicación por Paidós de la famosa carta, en abril de este año, volvieron a publicarse románticas reseñas del filósofo francés (sólo un ejemplo). Para ello no ha habido demasiados reparos en hacer uso de lo que podríamos denominar marketing suicidal, eso sí políticamente correcto pero suicidal. Pero, ¿alguien se ha leído el libro?

Yo no dudo del amor de esta pareja, ni estoy en condiciones de valorar el legado Gorziano (aunque pasados ya unos años de mi adscripción Marcusiana, me temo lo peor), pero de lo que sí estoy seguro es que Carta a D. es todo menos una carta de amor.

Salvo puntuales elogios y declaraciones de entrega, el libro es simplemente la narración de un intelectual, la explicación egocéntrica de una vida – o mejor dicho de una vida de filósofo - y de una compañía. Una compañía casi carente de toda complicidad íntima, de una complicidad mínimamente diferente a la que un ejecutivo pueda tener con su querida secretaria. Una carta amorosa que carece completamente de cualquier atisbo de pasión; una carta que es un ensayo, una reflexión sobre lo que significaba filosofar - a ratos cogidos de la mano - en los ’60 parisinos.

Si esta es la única carta de amor que Gorz era capaz de escribir en 2006 a su mujer gravemente enferma, no debía haberse publicado jamás. Si Gorz necesitaba expiar su culpa por la obsesión por el trabajo, por su silenciosa y pesada introspección filosófica, por la poca atención prestada a Dorine, debería habérsela leído para luego guardarla en sus archivos.

De haber sido así, tras escucharle con paciencia, Dorine habría hecho ese gesto tan fantásticamente femenino. Levantando los párpados, bajando tímidamente la mirada y ladeando dulcemente la cabeza, le habría espetado a su amado André: Es muy bonita, ¿pero me quieres?

lunes, 8 de septiembre de 2008

Vis á Vis con la memoria

La casa de los encuentros

Martin Amis,

Anagrama, Barcelona, 2008.

Ya no hace tanto calor, ya empezábamos a recuperado un poco el ritmo. Todavía aturdidos por la relajación vacacional, los habitantes de Península - sí, esta tierra a la que debemos venir los azorianos para escapar de la locura anticiclónica – nos resignamos hastiados ante una nueva reedición del debate sobre la memoria histórica. Debate que, quiero que quede claro, a mí me importa un bledo.

En primer lugar porque no acabo de entender muy bien de qué se trata, ¿de qué hablan cuando dicen memoria histórica? Es igual. No tratéis de explicármelo. Hace ya tiempo que los azorianos decidimos que el viento se llevara la memoria y dejara sólo los recuerdos. Aunque no lo parezca, hay una diferencia sustancial. La primera es una para todos y los segundos son todos para uno. Para eso consumimos literatura.

Por otro lado, el debate me la suda porque hace ya demasiado tiempo que decidí darme de baja de la convicción de que es necesario que conozcamos el pasado para evitar repetirlo. Todo lo contrario. La mayoría de los crímenes que recordamos se han cometido blandiendo la bandera del pasado en las trincheras. Ni el conocimiento de la historia, ni cualquier otro conocimiento nos va a librar de nuestra propia brutalidad. Y Rusia, tal y como la retrata Martin Amis, es un buen ejemplo.

“A una de las características de la vida rusa que aventura Conrad – la frecuencia de lo excepcional – yo añadiría otra: la frecuencia de lo total.”

Dos supervivientes de los campos del GULAG, el anónimo narrador y su hermano Lev, son los protagonistas de La casa de los encuentros. El bestia y el poeta convertidos en nihilista y cínico respectivamente. Zoya, la mujer de Lev, es el campo de batalla; Rusia, es el estilo de vida. El ritmo lo ponen los tiempos del terror de la Rusia Soviética. La letra es del imperialismo comunista.

Aquí en Península la mayoría de contrarios a la memoria alega que será necesario resarcir también a los muertos del otro bando. Por su parte, los creadores de la nueva realidad, esto es, los voceros gubernamentales, celebran el envite: de una vez por todas, nuestro bando – los vencidos – verá por fin restablecida su dignidad y, sobre todo, su superioridad moral.

Para ello es necesario mantener sin mácula el legado rojo poniendo el acento en los eternos cuarenta años de dictadura nacionalcatólica. Pero, para que no se diga, los herederos del franquismo responden insistiendo y exagerando los crímenes del bando republicano durante la guerra, y por qué no, del octubre del ‘34.

No son los muertos. Son los bandos. ¡No dividamos a la sociedad, no! Pero en Península los votos, las audiencias, las ventas de periódicos están en los bandos.

“Rusia aprendió a gatear, y aprendió a correr. Pero jamás aprendió a caminar.”

Amis hila la novela con dos cartas. Dos cartas de despedida. Una – la novela – la del narrador a su hija. Es una carta escrita al desnudo, sin remilgos, sin emitir un juicio sobre sí mismo pero sin eludir ninguna responsabilidad. Pero también es una carta escrita sin dolor. La otra, es la carta de Lev. Una carta escrita poco antes de morir que el narrador lleva consigo hacia el destino de su viaje terminal. La leerá a su llegada, y le espera una carta sorprendente. Dura. Pero sin dolor.

Esta indolencia es un elemento principal de la novela. Ambos protagonistas pasan por situaciones y sensaciones similares a las que describió, por ejemplo, Levi en Se questo é un uomo: sentirse infrahumano, tratar de sobrevivir a la brutal arbitrariedad. Sucios, enjaulados como animales. Lev se encierra en sí mismo, renuncia a cualquier batalla, se exilia dentro del mismo campo donde su hermano se convierte en la bestia más temida, el líder de la brutalidad. Hasta una noche fatal. La noche de la casa de los encuentros. Zoya visita a Lev. Pero Lev en lugar de ver a su mujer, mantiene un vis á vis con el pasado, con lo que él fue y le fue arrebatado.

Luego viene la vuelta a la libertad, y los cambios. El aislamiento de uno, la vileza del otro. Y pasan los años, y sigue sonando esa polka que tanto embriaga a los rusos de Rusia.

Amis ha pintado un retrato de Rusia con dos hermanos sufridores que al final de sus días han decidido convertirse en cínicos. En ningún momento, en sus cartas de despedida, manifiestan el desgarro que provoca ese dolor. Pero también saben de sus culpas. No las niegan, no se aferran a nada que les pueda justificar.

Aquí en Península el problema es que nadie piensa que el pasado fue un error. Todos aquí creen que el pasado tuvo un culpable, pero no fue un error. Para unos no fue un error el alzamiento nacional, ni los años de dictadura. Otros no sienten culpa por la brutalidad del Frente Popular. Y así seguimos, en pleno siglo XXI reivindicando la estupidez idealista de los años treinta, incapaces de juzgarla con perspectiva, incapaces de asumir, aunque sea en silencio, nuestra culpa de adhesión. Incapaces tampoco de mirar a las víctimas.

“Oh…¿por qué piensa la gente que puede volver a ponerse a molestar a todo el mundo? Piensa que puede volver como si tal cosa. Y causar tanto dolor con esas viejas heridas.”

Sólo un ejemplo significativo: los más radicales opositores a las iniciativas de censar a los desaparecidos durante la guerra son la derecha más carca y Santiago Carrillo.