Cuando él y Emma iban a un restaurante, él siempre era incómodamente consciente de las personas que comían solas. ¿No estaban a disgusto? ¿No se sentían solas? No se le había ocurrido hasta ahora que quizás estuvieran comiendo solas por decisión propia, o por toda una secuencia de decisiones que las había conducido a un solo plato, un solo vaso, un solo periódico abierto, un libro.

Paula Fox
, "Pobre George".

domingo, 29 de junio de 2008

Microhistoria: la ciencia de los indicios

Miti emblemi spie

Carlo Ginzburg,

Einaudi, Turín, 2000.

A finales del siglo XIX, Giovanni Morelli – estudioso de historia del arte – publicó un análisis revisionista de la pintura italiana que contenía una original y polémica propuesta de método. La cuestión abordada tenía un propósito fundamentalmente práctico: cómo verificar la autoría de un cuadro y como desenmascarar copias o imitaciones. Sostenía Morelli que en la mayoría de los museos de la época existían cuadros atribuidos erróneamente a grandes maestros, por lo que se hacía necesario un método sistemático y fiable para su identificación y para la corrección de los equívocos.

En su opinión, el origen del problema residía en el enfoque a la hora de analizar las pinturas. El método dominante se basaba en un análisis integral de la obra: su estilo, su significado, sus referentes culturales, su mensaje… Pero esta aproximación no evitaba que se atribuyeran algunas obras a personas próximas – personal o intelectualmente - a los maestros: discípulos, ayudante, imitadores… La crítica al método parece razonable, y un ejemplo reciente de estas sospechas lo hemos leído en relación al Coloso de Goya.

La propuesta de Morelli consistía en mover sustituir ese enfoque integral hacia otros detalles de menor importancia de los lienzos. Para ello elaboró un análisis detallado de elementos secundarios de pinturas y los clasificó en términos de sus autores: documentó catálogos de orejas, dedos, ojos, uñas y otros muchos detalles de los personajes de los cuadros. Con este método sistemático, Morelli consiguió desenmascarar atribuciones equívocas de varias pinturas.

La explicación psicológica con la que Morelli sustentaba su método sostenía que estos elementos, sobre todo en los que aparecen en personajes secundarios, eran elaborados por los pintores de forma relajada, casi automática e inconsciente, y, en consecuencia, correspondían a indicios únicos y definitivos sobre su autoría. Dicho de otro modo, la forma de pintar la oreja del último soldado del batallón es algo así como una huella inequívoca de un pintor.

En cierto modo, el método de Morelli contiene los fundamentos metodológicos de los libros de historia de Carlo Ginzburg. Me he acordado de este autor como consecuencia de lo que hablaba el otro día de los libros de Martínez de Pisón. Ginzburg define la historia como una ciencia indiciaria, esto es, una disciplina en la que los indicios, elementos colaterales e individuales, pueden contener información valiosa e imprescindible para la estudio del pasado.

La propuesta de Ginzburg viene a complementar el conocimiento de la historia basada en los grandes sucesos o las corrientes políticas, con indicios concretos y refutables referidos a vidas anónimas, a sucesos minúsculos que sin duda tienen la virtud de reflejar las características sociológicas de otras épocas. El proyecto tiene limitaciones y dificultades. La más importante – y que a mi modo de ver condiciona la temática de las obras de este historiador italiano – es que no es habitual que cualquier vida anónima esté documentada. De modo que para que los indicios propuestos sean refutables, existe una libertad limitada para elegir los protagonistas. Si se quiere libertad, hay que dedicarse a la novela histórica, pero esa es otro asunto.

Conocidas las ligaduras del modelo Ginzburg centra sus historias en las únicas personas insignificantes cuyas vidas han sido siempre documentadas: los delincuentes. Y si pensamos en la edad media y en la inquisición, los delincuentes resultan ser principalmente brujas y herejes. Estos son los protagonistas de su maravilloso El queso y los gusanos en el que, a partir de las divagaciones filosóficas de un campesino medieval, es posible reconstruir una imagen fiable y detallada de los tribunales de la inquisición y de la actitud de las personas de la época ante ellos. Tal y como afirman algunos periodistas, el único periodismo de verdad es el de sucesos.

La aproximación de Ginzburg me recuerda a planteamientos equivalentes en otras disciplinas. Por ejemplo creo que Misterio Buffo de Darío Fo, es un trabajo completamente análogo. Se hace historia del teatro italiano a partir de un poema popular, interpretado y representado en base a los deseos y pasiones del pueblo y de quienes lo controlan. Aunque con diferencias sustanciales, esta es la aproximación del astrofísico francés H.Reevs sobre la cosmología y la planetología, que él definía como ciencias de investigadores privados.

Sin embargo la ampliación de esta aproximación indiciaria a otros campos, y la propia evolución de esta metodología hacia aspectos más formales – científicos – es limitada por el propio Ginzburg. Hay una componente individual en las ciencias humanas, en particular en la historia del arte, que hacen que como tal la Historia necesite aproximaciones interpretativas, caracterizaciones cualitativas que limitan su formalización. Pensado en otros términos, el método de Morelli sólo tiene como objetivo responder a una pregunta muy concreta y sencilla - ¿quién es el autor de este cuadro? - pero no es capaz de resolver la necesidad de explicación del mensaje, de la motivación, o de las emociones que pueda transmitir.

Carlo Ginzburg sostuvo polémicas encendidas en las que le acusaron de dedicarse a temas completamente inútiles. Quizás en este interés por esa componente individual está el origen del reproche.

Siendo el objetivo principal de su estudio, es la parte menos interesante de su obra, ya que los razonamientos freudianos que emplea para analizar o extraer algunas conclusiones resultan débiles y ya caducos. Pero teniendo en cuenta que estos ensayos fueron escritos entre los 60 y los 80, puedo soportarlo.

martes, 24 de junio de 2008

Un olor traído por la brisa

Dientes de leche

Ignacio Martínez de Pisón

Seix Barral, Barcelona, 2008.

Para aquellos a los que nos ha costado siempre leer eruditos libros de historia y hemos elaborado nuestra propia versión del pasado picoteando de aquí y de allá, los libros de Ignacio Martínez de Pisón son un descubrimiento. Me refiero al menos a este libro y al anterior, Enterrar a los muertos.

Llevamos varios años padeciendo el sesgado y malintencionado debate de revisión del siglo XX español con el que nos fustigan los periódicos y sus voceros, los políticos. Unos quieren revisar la historia desde una superioridad moral totalitaria y absurdamente subjetiva, otros se aferran a lo ya escrito y tratan de igualar las vergüenzas falseando hechos y ocultando porciones del pasado. Si la revisión fuera realmente crítica, y mínimamente inteligente, el tema podría resultar interesante. Sin embargo, con estas premisas el debate resulta ofensivo.

Visto el panorama, estos libros son un descubrimiento salvador.

Una lectura simplona de estos dos libros, es que el primero es un varapalo a la izquierda, y Dientes de leche uno a la derecha. Pero esta visión no es simplona, es estúpida. Respecto a otros narradores de esta época, y de nuestros tiempos, la superioridad moral que sí demuestra éste es la de un historiador justo que pone a sus personajes en el centro de la acción, no a las instituciones o a los ejércitos, y nos relata su historia reivindicando justicia para ellos. O al menos, verdad. Con este empeño le salen historias que cuentan la Historia de forma vivida, o al menos muy cercana, y desde luego honrada.

En Dientes de leche Martínez de Pisón cuenta cincuenta años de una saga de italo-españoles residente en Zaragoza y descendiente de un fascista italiano infame y frágil. Los personajes centrales del libro – además del pater – vienen a ser algo así como nuestros padres. Y a mí me ha dado vértigo sentir la veracidad de este retrato - en blanco y negro al principio, pero Polaroid al final – y ponerle la cara de mis padres. Me resulta difícil asimilar la distancia entre mi juventud y la de ellos.

Alberto Cameroni, el hijo a través del cual se teje la historia, ha vivido toda su vida como un equilibrista hastiado. Primero las dificultades con su madre, su hermano, la dependencia del padre, han hecho de su vida una agotadora búsqueda de la felicidad. Sólo desea atraparla y meterla en una foto.

A su hermano Rafael la vida se le ha ido en una batalla. Ha sido siempre respondón, atrevido e inteligente. Sólo ha decidido madurar, porque necesitaba recuperar la compañía del hermano niño, y para eso había que poder cuidarlo: Paquito, el que se entera de todo y eso que parecía tonto.

Y por último os presento a Elisa, la mujer de Alberto. Abandona prácticamente a su familia – apenas aparecen en el libro - sus estudios y prácticamente su juventud, para zambullirse en una familia tan italiana. Un personaje que recuerda mucho a mi madre en una familia que se parece bastante a la mía. Con dilemas sobre las vidas paralelas y extranjeras que podrían haber vivido - ¿qué amigos tendría? ¿Qué costumbres?¿Se enorgullecería de su parte española como ahora se enorgullecía de la italiana?,se pregunta Alberto – y con momentos de tensión en el que sólo salen palabras en italiano.

Una historia verdadera y auténtica de una familia de verdad, de las que, como todas, sólo a ratos huelen el olor traído por la brisa.

sábado, 21 de junio de 2008

Libertad, tiempo y sabiduría

El Danubio

Claudio Magris

Anagrama, Barcelona, 1988.

Después de unos cuantos días concentrado en lo que a la postre han resultado ser dos alegrías futbolísticas - ¡puxa! y ¡forza! – llegaba el quasiverano que supone trabjar de ocho a tres. Me había yo hecho muy buenos propósitos para que el tiempo me cundiera: terrazas al atardecer, fútbol por la noche y tardes de libros. Pero la felicidad en la vida consiste básicamente en una correcta gestión de expectativas.

Como debía haber imaginado, esta primera semana de liberación ha consistido en resistir una repentina calima y los correspondientes aires acondicionados a toda tralla, retenido en la oficina como un imán en la nevera. El resultado lo he recibido esta mañana: un estúpido trancazo veraniego y unos incontenibles deseos de vacaciones.

Tirado en el sofá frente a la tele me he encontrado maldiciendo mi suerte frente a un reportaje simplón de viajes de verano. Y me he acordado de este viaje, de El Danubio.

Esta tarde he llegado a la conclusión de que la mayoría de los viajes, como tales, son experiencias frustrantes. En la mayoría de las ocasiones uno se mueve en el dilema de recoger postales o empaparse del espíritu del lugar. Incapaz de decidir, uno acaba combinando días de paseos nocturnos en barco, rutas en autobuses destechados, y panfletos de oficina de turismo con tardes enteras en parques, observando las costumbres de los lugareños. En el mejor de los casos las imágenes se quedan fijas en la cabeza con los nombres intercambiados unos cuantos meses, y la sensación que deja el parque es muy similar a la de una tarde viendo extraterrestres en un zoo. Hay otra última opción que ha mí me ha funcionado bien, el viaje gastronómico: hincharse a comer y beber. Las juergas fuera de casa es un clásico desde que éramos críos, y nunca defrauda.

Pocas veces los viajes se logran. Como tales, nunca. Los viajes se logran cuando actúan de contexto. Cuando los lugares visitados y las compañías actúan de marco armónico en el que sentirse completamente libre. Libre del viaje mismo, simplemente dejados a sí mismos. Suspensiones del tiempo que parece no fueran a acabarse nunca. Quitando las ocasiones en las que he viajado enamorado - en estos casos la libertad es un concepto que muta - recuerdo sólo uno o dos viajes de este tipo.

El Danubio de Claudio Magris es el relato de un viaje que se logra. Un viaje desde las fuentes imaginarias del Danubio – impresionante comienzo del libro, uno de los más hermosos que yo he leído nunca – hasta su muerte en el Mar Negro, en el que yo imagino a Magris sintiéndose completamente libre. Libertad que le permite mostrar toda su inteligencia, su cultura y su melancolía, con originalidad y belleza.

Quizás siendo más joven hubiera querido viajar como Marco Polo, Alí Bey o Richard Burton, y estoy seguro que luego deseé los viajes de Rimbaud, Stevenson, Conrad o Paul Bowles. Ahora sueño con un viaje como el de El Danubio: libertad, tiempo y sabiduría (o lo que sea). Dice Magris en el libro que el pasado tiene un futuro. Sostiene que los recuerdos viven en el yo que les da vida y por tanto comparten su futuro con éste. Yo pienso que también el futuro tiene un pasado. Mi futuro ya ha tenido muchas vidas, y ese viaje soñado también ha tenido muchas formas.

Y así pasan las semanas, y todavía no sé qué hacer en vacaciones.

domingo, 8 de junio de 2008

Relatividad total

No ser dios: una autobiografía a cuatro manos

Gianni Vattimo y Piergiorgio Paterlini

Paidós, Barcelona, 2008.

Oí hablar por primera vez del Pensamiento débil hace años, cuando teníamos principios. Mejor dicho, cuando teníamos verdades sobre las que construíamos principios. Oí mencionar el pensamiento débil a un amigo que por aquellos tiempos tenía mucha influencia sobre mí, un amigo vehemente de ideas y potente de carácter. El Pensamiento débil representaba la duda exagerada, nociva e inmovilizadora. Pretendía la suspensión de los valores y justificava la neutralidad ante cualquier tipo de barbarie. Una mariconada intelectual, pensé yo.

Pasado el tiempo, y superada la necesidad de tener una posición clara y coherente ante las cosas, la debilidad de pensamiento se cruzó por mi camino. E inmediatamente descubrí uno de sus defectos más graves: su nombre.

Que una corriente filosófica se llame pensamiento débil y que esté posicionada en el bando de los críticos, de los que pretenden una revisión del paradigma, está muy mal pensado. Ese nombre vinculado con todos los subproductos aplicados de las ideas nucleares (la ética, la moral, la política, la estética…), y en particular con su vertiente periodística – todo aquello que nos interesaba por aquel entonces - convirtieron al pensamiento débil en un minestrone de multiculturalidad, relativismo moral, ni fú ni fá político, etc… Vamos, en una mariconada intelectual. Es que con ese nombre.

Ocurre algo similar con la desafortunada síntesis del título del artículo de Einstein que dio nombre a su Teoría de la relatividad. Un desacierto. Un ejemplo de cómo un mal nombre hace que la teoría se vincule a conceptos y verdades exactamente contrarías. Porque si el nombre de la teoría fuese literal, la verificación de la Relatividad General sería el caos.

Para comprobar la dispersión de ideas a las que se vincula el Pensamiento débil he hecho un ejercicio en Wikipedia. Sólo hay entradas en castellano e italiano. Aquí está la española cuya definición es histórica por lo que aquí pongo el párrafo en el que se expone su pensamiento:

“Su perspectiva es en cierto modo relativista, y valora especialmente la multiculturalidad. El pensamiento débil comparte algunos rasgos con la deconstrucción (Derrida), en cuanto a la libertad de interpretación no sujeta a una lógica muy cerrada. También está presente en la crisis de las ideologías de finales del siglo XX, considerándose a veces como elemento intelectual del eclectismo político de la llamada tercera vía (Anthony Giddens).”

Y aquí una parte de la italiana, traduzco sólo una parte (es larguísima):

“El pensamiento débil se presenta como una forma particular de nihilismo y surge a partir del argumento de que tras las filosofías de Nietzsche y Heidegger (en particular de éste último) se haya activado una crisis irreversible de las bases cartesianas y racionalistas del modo de filosofar, derribando por tanto el pensamiento tal y como se había desarrollado durante la edad moderna.”

¿Anthony Giddens nihilista? ¿Tony Blair nihilsta? ¿La London School of Economics en contra de los principios cartesianos? ¡Puto nombre!

En esta autobiografía extraña, que es más bien un repaso a temas pendientes y está mucho más centrada en los avatares vitales, y sobre todo amorosos y emocionales, Gianni Vattimo, filósofo turinés y padre de la corriente filosófica, da una buena definición de lo que yo asocio ahora con el pensamiento débil. Una definición con la que yo me siento cómodo. Lo explica en términos de postmodernidad, otro de los conceptos confusos al que el pensamiento débil está vinculado:

“La postmodernidad es el lugar en el que se realiza lo que Heidegger había predicho en su ensayo ”La Época de la imagen del mundo” […] donde mostraba la sociedad moderna de su época como la época de las ciencias especializadas. Las ciencias se especializan y, por lo tanto, se conoce cada vez más y más, pero estas especializaciones construyen progresivamente, a su vez, imágenes del mundo irreconciliables entre ellas. De modo que la final se produce una suerte de explosión, una imposibilidad de tener una imagen del mundo. En mi opinión esto es lo postmoderno, la idea de una sociedad que ya no puede dominarse con un principio único.”

Esta es de las pocas incursiones filosóficas del libro, incursiones escasas y breves que sin embargo intentan dar un vistazo completo a toda la filosofía de Vattimo. Lo consiguen a medias, puesto que el libro está mucho más centrado en los aspectos personales de la vida de este autor. A pesar de que las anécdotas son narran vivencias diferentes, difíciles y dolorosas del filósofo, el interés que tienen es en mi opinión limitado. Yo al menos me he quedado con ganas de que el filosofo hubiera filosofado más.

Volviendo a la definición citada más arriba, recuerdo ahora un argumento con parecidas conclusiones que aparecía en El vacío de ingenio de Thomas Homer-Dixon (Espasa). El argumento básicamente es el de Heidegger-Vattimo pero planteado desde una perpectiva más empírica: existe un vacío entre la complejidad que estamos descubriendo y descifrando en la naturaleza, y que hemos ido integrando en nuestras vidas, y nuestra capacidad de comprenderla. No sólo como individuos de conocimiento y capacidades limitadas, sino como todo un colectivo incapaz de descifrar el mundo en el que vive.

martes, 3 de junio de 2008

Exploradores del nihilismo

Exploradores del abismo

Enrique Vila-Matas,

Anagrama, Barcelona, 2007.

Las novelas de Vila-Matas se venden sin prospecto. Así que hay andarse con cuidado. Leer mucho a Vila-Matas y creerse todas las historias que contienen sus novelas y, lo que puede resultar mucho más grave, el mensaje que transmiten puede resultar dañino. Pero a mí a estas alturas no me importa, sino que me fascina.

Después del atracón que me supuso la trilogía sobre el asesinato de la literatura (Bartleby y compañía, El mal de montano y El doctor Pasavento) decidí tomar un periodo sabático del escritor barcelonés. Periodo que empleé, haciendo caso omiso de quien por aquel entonces era mi doctora de almohada, en explorar mis propias obsesiones que sin duda eran efectos secundarios del libro anual de Vila-Matas. Emulando sus falsas investigaciones, traté de buscar mis propias historias sobre la muerte del saber: finiquitada la literatura, sólo había que buscar los cadáveres de la filosofía y de la ciencia. Porque ya se sabe que la religión es un vampiro.

Pasado un tiempo abandoné mi búsqueda, perdido entre mil historias que jamás he sabido ligar. Pasé un verano en las Azores y hace algunas semanas cogí el libro que esperaba desde hace meses en la estantería. Y allí estaba él, agazapado en un cuento largo del final de libro, escondido en Porque ella no lo pidió.

Porque ella no lo pidió es el único cuento del libro que recuerda al Vila-Matas de los libros asesinos. El propio autor da una explicación de este viraje. En el - ¿falso? - prólogo anuncia una vuelta al cuento más imaginativo y más libre de sus primeros libros. Un retorno aparentemente motivado por una grave enfermedad y una operación quirúrgica, que lo han tenido aislado y convaleciente una temporada. No sé si esta historia es cierta y he hecho el propósito de no averiguarlo. Me gusta más así, creyéndomelo como parte de un personaje.

Los cuentos de Exploradores del abismo tienen las características habituales de la literatura de este autor que los hace totalmente identificables, y en mi opinión, geniales. Pero muchos, prácticamente todos a excepción del ya citado, tienen un patrón nuevo, o al menos elementos sorprendentes que se repiten de una forma casi obsesiva. Todos los personajes han pasado por una enfermedad, están enfermos o han sido operados, como el propio autor (¿inventado?) del prólogo. Todos los personajes han sido invadidos por un pensamiento obsesivo, como de forma fantástica se narra en Así son los autistas, y todos los personajes viven experiencias tecno-científicas: están fascinados por la teoría de los universos paralelos, los agujeros negros o viajan en un cohete espacial por el hiperespacio.

No he sabido aún descifrar en qué orden deben enlazarse estos elementos. Puede ser que las obsesiones pueden haber sido tan enfermizas que hayan llevado al personaje a la enfermedad. Y que la salvación médica haya influido tanto hasta convertirse en una pasión científica sazonada con un ¡qué grande es el universo, qué poquita cosa somos! literario.

Otra arrancaría en averiguar que la ciencia en su avance ha ido descubriendo leyes cada ve más precisas, montones de nuevas leyes, leyes y más leyes. Unas leyes que implican menos libertad, que cada vez nos hacen menos especiales, menos libres, sólo máquinas accidentales. Y que esta iluminación se haya convertido en una idea obsesiva. Tan obsesiva que al final enferma y mata.

Pero a mí me da igual. Yo ya estoy vacunado. A mí no me matas dos veces.